miércoles, 25 de marzo de 2009

Gran Torino


Cuatro motivos para verla...

1. Por personal.
Se nota cuándo Clint Eastwood se cree lo que explica. La anterior El intercambio era un evidente producto de manufactura fría que, en el caso de Gran Torino, se transforma en producto de profundo calado personal. Y es que el director (y, según sus propias palabras, actor por última vez) reincide en el análisis de la figura del héroe solitario en fase crepuscular que, a lo largo de los años, se ha convertido en la esencia estética e ideológica de su discurso creativo. Esta vez se trata de un viejo recién enviudado cuya visión del mundo (básicamente racista y conservadora) está en evidente conflicto con la realidad que circunda su casa, su jardín y su garaje, es decir, todo aquello que hace (o hacía) al hombre norteamericano.

2. Por cómica.
Pocos esperaban ver a Eastwood cambiar el cinismo (que también lo hay) por un humor incisivamente amable e incluso entrañable. Gran Torino está plagada, sobre todo en su primera y ejemplar parte, de un espíritu cómico tan eficaz como emotivo, tan inteligente como alejado del histrionismo supuestamente irreverente de cierta nueva comedia americana. El choque cultural entre este yanqui-mata-coreanos y sus nuevos vecinos asiáticos echa chispas... de hilaridad. Y todo ello basándose en la milimétrica actuación del propio Eastwood, sobre cuya economía expresiva y sus comentarios farfullados pivota toda la cercanía de la historia. Ver el rostro de Eastwood intentando controlar su ira cuando una enfermera (asiática, claro) pronuncia mal su nombre es seguramente uno de los momentos más gozosos de la cartelera, entre otras cosas porque contrasta de manera nada inocente con la torpeza del propio Eastwood a la hora de pronunciar bien los nombres de sus nuevos vecinos.

3. Por sus ideas... no siempre políticamente correctas.
Ante la pulcritud aséptica de la anterior El intercambio o Banderas de nuestros padres, Eastwood vuelve ahora (como hizo en Cartas desde Iwo Jima) a asumir sin complejos (o casi) la condición eminentemente conservadora de su ideario. Clint, en este aspecto, lo ha tenido siempre muy claro, no así el corifeo crítico que babea ante cada uno de sus propuestas y que, de manera cegata, proclama el progresismo de nuestro hombre. Pues ni una cosa ni otra: Eastwood no oculta en Gran Torino que la sociedad en la que vive (violenta, descortés, dominada por una juventud sin norte...) no le gusta en absoluto y que su redención pasa por el trabajo, la familia y otros valores que pondrían los pelos de punta a sus fans más progres-de-postal. Ante esto, sus fans progres-de-postal se acercan a la obra de Eastwood saltándose lo que no les gusta, aunque en el fondo no puedan evitar sentirse identificados con el personaje de este cascarrabias carca, que se enciende cuando ve que ya nadie ayuda a los ancianos a llevar las bolsas de la compra. En este conflicto entre nuevos y viejos valores radica la grandeza del film, y la figura más magnética, más compleja, más polisémica es la del propio Eastwood filmado en contrapicado en el porche de su casa. Una imagen que resume la épica de otros tiempos y que personifica la lucha por la propia integridad (de eso, en realidad, va toda la película). Una imagen, sin embargo, que todavía no sabe cómo encajar en estos tiempos sin integridad ni épica.

4. Por la música.
Como, afortunadamente, la elegancia formal (aquí más seca y austera que nunca) ya se da por supuesta en un buen narrador como Eastwood, destacaremos la banda sonora, que vuelve a ser un elemento clave a la hora de crear la atmósfera emocional de Gran Torino. Y, como suele ser habitual en la obra de un director tan melómano como Eastwood, aparece y desaparece con una medida sutileza, desperdigando tristeza por las imágenes sin que casi nos demos cuenta. El propio hijo del director se encarga de la partitura, íntimamente jazzística y que culmina en un magnífico tema final interpretado por Jammie Cullum.

... y un motivo para lamentarse.
Decíamos más arriba que Eastwood volvía a asumir sin complejos (o casi) lo conservador de su ideario. Pues bien, ese "casi" acaba convirtiéndose en el último tercio de la película en un peligroso lastre que a punto está de abortar el emocionante despegue final de la historia. Como si Eastwood se asustase de su propia imagen, de su propio mito, decide cerrar la trama con un forzado discursismo aleccionador que se contradice con el espíritu general de la película. Gran Torino es una historia sobre gente que no encaja (o que encaja donde menos se lo pensaba) y esa sensación de desorientación vital es la aportación moralmente más profunda e inteligente de la película. Que, hacia el final, se quieran apuntar respuestas fáciles a las preguntas complejas planteadas hasta el momento acaba por desinflar parte del grosor de la propuesta. Sumemos a ello unos sobreactuados ataques de ira del personaje de Eastwood y una penosa performance gritona del joven asiático, y tendremos localizados los elementos que rápidamente conviene olvidar o perdonar para disfrutar de la generosidad no siempre reconfortante de esta película.

1 comentario:

Allau dijo...

Se nota que Eastwood, en su supuesta despedida como actor, quiere enlazar para la eternidad a su icono con un mensaje pacifista.

Por cierto, el joven actor coreano es nefasto: no tiene ningún tipo de atractivo, hasta parece mentira que le guste la lectura.