viernes, 30 de enero de 2009

Una familia con clase

Del mismo modo que existe lo gayfriendly (p.e. tener amigos homosexuales... pero sin mariconadas) o lo heterofriendly (p.e. tener amigos heterosexuales... siempre que vistan de D&G), en el cine se consolida desde hace unos años una actitud friendly que, como corresponde a esta manera de regirse en la vida, es producto de la tontada y esa manía de confundir el ser educado y respetuoso con pasar por este valle de lágrimas temiendo molestar al prójimo. Que es lo mismo que pasar por este valle de lágrimas, pero sin pasar.
El cine friendly es como la música lounge, una experiencia bonita y superficial que agrada a los sentidos, pero difícilmente pasa de, en el caso del cine, la caricia retinal a la excitación cerebral. Son películas que se ven con agrado, y si no resultan experiencias memorables no es por la ineficacia creativa de sus autores sino porque no lo demanda el género friendly. Antes que correr el riesgo de ofender a alguien defendiendo o apostando por ideas o propuestas estéticas, las películas friendly prefieren contentar a todo el mundo con su asepsia formal y sus temáticas predigeridas.
Cada año nos suele llegar alguna película friendly. Echando la vista atrás me acuerdo, a bote pronto, de films como Full Monty, Italiano para principiantes, Deliciosa Martha o esas historias sobre yayas que plantan marihuana, monumentos al buen rollo entendido como opiáceo, como placebo de la verdadera felicidad que nunca, nunca satisface a todos. Justo lo contrario que estas peliculillas, que sobreviven en las salas heroicamente (todo se ha de decir) gracias al boca-oreja antes de pasar a mejor vida: convertirse en DVD cutrillo ideal para ser regalado con el periódico del domingo.
El último estreno friendly es Una familia con clase, producto que lima el texto de Noel Coward y que me permite rastrear, sin ánimo de sentar cátedra, algunas de las características básicas del cine friendly:
Bajo ningún concepto conviene sorprender al espectador. Según una de las maneras de entender la evasión, al cine no se va a pensar. Y ya no me refiero a pensar, pensar sino simplemente a, por lo menos, no dejar las neuronas en standby y limitarse a engullir sin paladear todo lo que sale, convenientemente preprocesado, de la pantalla. El cine friendly no busca espectadores... expectantes, quiere espectadores... que esperen, espectadores que van a película vista pues ya desde las primeras imágenes el director se encarga de plantear diáfanamente la semilla del final y, de este modo, el visionado discurre de manera plácida y cómoda, sin sobresaltos. Todo muy friendly. En este sentido, el guión de Una familia con clase es ejemplar, puesto que en los primeros quince minutos ya ha dicho todo lo que tenía que decir. Tomen nota: tenemos una aristócrata inglesa muy apegada a las normas sociales; a su lado, un marido harto de tanta hipocresía y con cierto look protoexistencialistaparisino; un día llega a casa el hijo inmaduro con su vivaracha nueva esposa norteamericana, que naturalmente no encaja para nada en la rigidez social impuesta por la matriarca de la familia. Sumen la paciente exnovia del hijo al dramatis personae y ya lo tenemos todo para poner a cada oveja con la pareja que en realidad le corresponde. ¿Adivinan quién con quién? Pues no se equivocan. Confieso que como espectador poco friendly, la obviedad de la propuesta no me resultó para nada placentera, aunque funcionó a las mil maravillas: me mantuvo clavado en la butaca hasta el final, pues me resultaba difícil creer que el director tuviese el arrojo de resolver la trama de manera tan previsible y facilona. ¡Y lo hizo!
Los actores lo son todo. He aquí una de las claves del cine friendly: su hábil manera de dar calor humano a historias desprovistas de cualquier atisbo de intensidad humana. Un guión tan ramplón como el de Una familia con clase, tan preocupado por no salirse del tópico de eficacia ya probada (ingleses vs. yanquis; madre vs. nuera; ruralismo rancio vs. modernidad urbanita) consigue el aliento y la elegancia que no tiene gracias al trabajo interpretativo. Sin Jessica Biel, Colin Firth o Kristin Scott Thomas esta sería una comedieta para el olvido, como todo lo que nace con el único deseo de complacer. De este modo, como en otros films de su calaña, Una familia con clase pasa a engrosar la lista de obras que permiten a crítica y público despacharla con la etiqueta de “película de actores”, una manera friendly de decir que la cosa, en el fondo, no chuta.Sobre todo, que quede bonito. Es norma ineludible apuntarse a la pulcritud, que ayudará convenientemente a no incomodar al respetable. Aquí se trata de que la campiña inglesa salga muy verde y que los trajes de época (la acción se sitúa a principios del siglo pasado) luzcan lo suficientemente glamurosos, aunque ese glamur tenga un regusto a refrito que tire para atrás. Ciertamente, se corre el riesgo de la monotonía, y así ocurre en buena parte de Una familia con clase, un chascarrillo menos pizpireto de lo que pretende... a no ser que el director, en un improbable acto de rebeldía antifriendly, haya pretendido con el pulso aburridote de su narración, transmitirnos el tedio y la vacuidad que envuelve la vida de sus personajes.

miércoles, 28 de enero de 2009

Transporter 3

Primera constatación que, lo admito, hasta a mí me sorprende: me lo pasé bien viendo Transporter 3. Segunda constatación: Jason Statham, esta especie de Bruce Willis menos expresivo, pero me da a mí que mejor actor, asume con pasmosa efectividad la responsabilidad de ser carne de pirueta sin, por ello, perder la conexión con la platea. Y tercera constatación: suerte de Statham, porque la cosa bordea el naufragio cuando se impone la burda realización del director (ya saben, esos toques moderniquis que lo tunean todo de acelerones digitales) o cuando el temible Luc Besson, en tareas de guionista, se empeña en desarrollar (?) la personalidad del protagonista y, a la vez, reflexionar (??) sobre la situación ecológico-político mundial.
De la banda sonora, mejor correr un tupido velo: cuando no se abusa de la radiofórmula hiphopera (eso sí que es acabar con la música, y no el top manta), se tira de una partitura sinfónica tan grandilocuente y emotiva (???) que, la verdad, provoca no poco sonrojo y cachondeo.
Aún así, y continuando con esta confesión inesperada, estos elementos chirriantes, irritantes y ridículos per se, llegan por momentos a una especie de conjunción astral que genera momentos de efectividad indiscutible (todo el tramo final) e incluso esa belleza pop y chicletosa que tanto echamos de menos en el cine comercial. Porque, cuando Transporter 3 se olvida de impostar su seriedad, cuando deja de lado la manufactura y la mentalidad del entretenimiento milimétricamente prefabricado, cuando admite que nunca será James Bond, cuando todo esto ocurre, surgen de sus grietas de aparente fracaso la poesía de la verdadera serie B. Es en cosas tan aparentemente tontas como los primeros planos con regusto a Sergio Leone o en esos secundarios que parecen reclutados en el videoclip de Bad de Michael Jackson y/o en una panadería de pueblo de la campiña francesa; es en su espíritu de juguete cuando Transporter 3 luce con orgullo su personalidad de (sub)producto europeo.
Cuando se deja de monsergas, cuando no quiere parecer hecha en Hollywood, cuando proclama alto y fuerte su verdadera condición de film para sala de reestreno de sesión doble, entonces es cuando Transporter 3, además de entretener, conecta (salvando muchas distancias) con ese tilín que toda una generación de cinéfagos llevamos en standby muy dentro y que Tarantino hizo sonar de nuevo con su memorable Death Proof. Sí, a veces, Transporter 3 es buen cine en movimiento, sin más (y sin menos).

lunes, 26 de enero de 2009

Kate Winslet en "Revolutionary Road"

“¿EXISTE ALGUNA MANERA DE QUE DEJES DE HABLAR?

(Lo mismo, lo mismo nos preguntamos nosotros ante Revolutionary Road, un drama conyugal en el cual se habla más que en Escenas de matrimonio. Con la diferencia de que la serie televisiva es chusca y pertardera, mientras que la nueva película de Sam Mendes es profunda y dramática. O por lo menos eso se creen sus responsables, que confían tanto en la fuerza de las palabras que se olvidan de complementarlas con algo de intensidad visual, con algo de vibración emocional que transite por las imágenes y los gestos, y no tanto por las líneas de diálogo. Y es que Revolutionary Road está llena de frases célebres, de reflexiones verbalizadas sobre el vacío existencial, pero ese vacío no se ve ni se siente nunca, seguramente porque tanta palabrería no deja espacio para nada más. Unas veces quiere ser ¿Quién teme a Virginia Woolf?, y otras le guiña el ojo a Las horas, pero ni por asomo se acerca a la acerada mirada de la primera ni a la profunda feminidad de la segunda. No obstante, como la cosa va de un matrimonio que explota y, a la vez, se trata de echar una -inofensiva, todo sea dicho- mirada al american way of life, la cinta se llena de esa solemnidad perfecta para dejar que la pareja actoral luzca conocimientos. Los de Kate Winslet son bastante más destacables que los de Leo DiCaprio, pero incluso asumiendo la corrección y eventual potencia de sus trabajos, se les ve del todo incapaces de hacer carne un guión pensado para ser leído más que para ser interpretado. Aunque tampoco piensen que las ideas que atesora son innovadoras o cuanto menos valientes: esto es un catálogo de lugares comunes sobre la infelicidad en pareja y la castración social de la mujer en los años 50. Eso sí, para que todo luzca un poco más adulto, hay un polvo en la cocina, que siempre da empaque intelectual a la cosa, y una persecución por el bosque, espacio matafórico que el mismo diálogo, por cierto, se encarga de enfatizar. De este modo todo queda bien clarito: que esto es cine profundo, oiga, nada de entretenimiento palomitero. Y estoy de acuerdo: Revolutionary Road no es cine palomitero, pero es cine descaradamente oscarizable, que no sé qué es peor).

viernes, 23 de enero de 2009

Milk

Para hacerme una idea de por dónde van los tiros, antes incluso de leer las críticas de un determinado film miro atentamente en qué salas lo estrenan. La táctica no me suele fallar: quién mejor que el exhibidor para saber lo que quiere consumir su clientela. Porque si obviamos los megaplex (que serían como el Carrefour del cine, o sea, todo a saco) y las salas de versión original subtitulada (que vendrían a parecerse a las tiendas elitistas de delicatessen), nos quedan unas cuantas salas difíciles de agrupar pero que, cada una a su manera, han ido forjando su propia personalidad, su digámosle "línea editorial" que hace que muchos espectadores vayan a ese cine porque saben que allí siempre encontrarán algo cercano a sus gustos. En Barcelona, por ejemplo, tenemos los Aribau y el Club Coliseum, salas que resisten al embate de los aforos pequeños y que, como remanentes de otra época, son también muy apreciados por esa especie cinéfila en extinción que se caracteriza por pertenecer primordialmente a la tercera edad. Me refiero básicamente a entrañables parejitas de sesentones o a joviales grupillos de septuagenarias que convierten ir al cine en todo un ritual social: sacan sus mejores abrigos, van a la peluquería, se maquillan y perfuman, y acaban la tarde en un salón de té. A estos espectadores, claro, no puedes fustigarlos con Residents Evils o idas de olla cinéfilo-intelectuales como las del gran Albert Serra, cuya última (¿e involuntaria?) boutade ha sido ganar el Gaudí a la mejor película catalana del año por El cant dels ocells. No, a este cliente fiel le puedes colocar westerns puliditos, películas de Clint Eastwood o dramas como Mi nombre es Harvey Milk, que trata de gays a la par que buenas personas.
Así que, sin necesidad de leer críticas, simplemente viendo qué cines la programaban, ya pude anticipar lo que me encontraría en la nueva película de Gus Van Sant: una hagiografía sobre un político y activista homosexual que, como corresponde a todo film que se estrena en el Aribau, tiene una interpretación de impacto (el siempre eficaz Sean Penn), propone un mensaje social progresista pero moderado, y atesora los suficientes elementos de “riesgo artie” como para no parecer adocenado. Vaya, que puedes salir del cine y decir aquello de “qué película tan buena. ¡Y tiene ocho nominaciones al Oscar!”.
Sí, Mi nombre es Harvey Milk es correcta. Lo cual no es poco en estos tiempos, pero conviene no obnubilarse con este tipo de cine que antepone su función social, su oportunismo histórico, a su rigor artístico. Mi nombre es Harvey Milk no es arte cinematográfico, es un film de su tiempo, de estos tiempos de ansiado resurgir yanqui que, vía Obama, está llenando el mundo de Esperanza (con esa palabra acaba, curiosamente, tanto la cinta de Van Sant como El intercambio). Y como los discursos de Obama, Mi nombre es Harvey Milk es una superficial, inocente sucesión de reflexiones (?) y arengas sobre la igualdad, la solidaridad, los derechos humanos y el espíritu primigenio de los padres fundadores de la patria. Lo que pasa es que, por mucho que uno esté más cerca de este discurso que del defendido por cualquier panfleto carca cocinado en Disney, cree justo revelarse ante la manipuladora manera cómo se expone. Qué quieren que les diga: uno siente especial aversión hacia aquellos que pretenden convencernos de algo pasando antes por el corazoncito que por el cerebro, y Mi nombre es Harvey Milk, por muy gay, guay, progre y bien realizada que esté (¡chapeau por su combinación de documental y ficción!), cae en no pocas ocasiones en la tramposilla manipulación emocional.
Hay, por otro lado, un elemento que tampoco me acaba de convencer y que, lo confieso, puede responder exclusivamente a una fobia personal: me caen mal los políticos. Todos los políticos. Porque, conociendo a la especie humana como la conozco, me resulta inconcebible que alguien siente la llamada del sacrificio por el bien común. Esta idea, sin embargo, es un aspecto nuclear en el pensamiento social y político de los EEUU y, en el fondo, Mi nombre es Harvey Milk se plantea como un panegírico de la clase política, como una exaltación de esos hombres y mujeres que lo dan todo por los demás. Y, nanai, que no me lo creo. Sobre todo porque el guión apunta muy astutamente las sombras de toda acción política (gusto por el poder, manipulación de la opinión pública, ego...), pero rápidamente esquiva cualquier tentación de ir más allá para no dejar al pobre espectador huérfano de un héroe sin dobleces.Aunque, por lo menos, ese héroe sin dobleces es amanerado, de entrepierna prieta y predilección por los jovencitos. Ya es algo. Porque no les puedo negar el placer morboso que me provoca intentar imaginar lo que pasa por la cabecita de algunos espectadores cuando ven morrearse a Sean Penn y James Franco. El drama humano, no obstante, acabará imponiéndose y, de este modo, lo “no normal” se convertirá en una anecdotilla que no moleste. Algo del todo lógico pues, al fin y al cabo, Mi nombre es Harvey Milk no busca la polémica, ni tan siquiera la reflexión o la militancia. Busca emocionar a las yayas. Y lo hace muy bien.

miércoles, 21 de enero de 2009

Matthew Broderick en "Cuando ella me encontró"

“QUIERO SEGUIR SIENDO TU MEJOR AMIGO

(Pues difícil lo tienes después de dejar a Helen Hunt en la estacada, demostrando que el mal que asola nuestras sociedades modernas es la inmadurez -principalmente masculina- a la hora de asumir la responsabilidad que implica comprometerse sentimentalmente. Sin embargo, esta comedia agridulce -mejor, por cierto, cuando es comedia que cuando es agridulce- no trata de la desorientación emocional del hombre en esta era de mujeres a la conquista del poder. Trata, precisamente, de cómo se sienten esas mujeres capeando con su nuevo rol independiente y cosas más ancestrales como el instinto maternal y la religión. Quizás la Dr. Maligna conecte más con el film, pero es justo reconocer que Hunt, en su debut como directora, sabe transmitir las angustias de su personaje tanto a espectadoras como a espectadores. Mejor, por cierto, cuando esas angustias se refieren al torbellino emocional provocado por su deseo de ser madre que cuando empieza a teorizar sobre Dios y el judaísmo. En todo caso, no nos llevemos a engaño: Cuando ella me encontró es un film irregular tirando a flojillo, demasiado escorado al ejercicio autopsicoanalítico, pero la brillantez puntual que aporta el siempre elegante Colin Firth y la aquí ajustadísimamente loca Bette Midler hacen más llevadero el producto. ¡Ah! Y eso sin olvidar a los amiguetes de la directora porque, aunque Broderick luche por su amistad, está claro que no tiene nada que hacer frente a Janeane Garofalo, Tim Robbins o el mismísimo Salman Rushdie, coleguis de Helen que se encargan de tres cameos ciertamente curiosos. Y en el caso de Rushdie, cameo nada inocente dado el contenido místico-hebreo que recorre la cinta).

lunes, 19 de enero de 2009

Will Smith en "Siete vidas"

“EN SIETE DÍAS DIOS CREÓ EL MUNDO. EN SIETE SEGUNDOS, YO DESTROCÉ EL MÍO

(Kevin Smith defendía en Dogma que Dios era mujer; por su parte, Jim Carrey descubría que el Creador era negro y tenía las marcas de viruela de Morgan Freeman. Pues bien, ni una cosa ni la otra. La revelación ha llegado: ¡Dios es... Will Smith! Y para demostrarlo aquí está su último egotrip, que prácticamente arranca con esta bonita frase sobre el génesis y el apocalipsis. Esta misma frase, por cierto, es la perfecta hoja de ruta que permite leer lo que, en realidad, es Siete almas: el proceso de divinización de Smith que, no por casualidad, es el productor de este drama hecho a imagen y semejanza de lo que él quiere ser en Hollywood. O sea, el puto amo (y las cifras así lo confirman, todo sea dicho). De manera que, con esta historia de redención plagada de sacrificios mártires que no conviene desvelar aquí, el bueno de Will se convierte en todo un diosecillo dispuesto a dar vida por doquier y a reconstruir el mundo a base de lloriqueos, amor y generosidad. Aunque esto último, entre todo el tufillo autocomplaciente y autocompasivo que desprende el producto, sería bastante discutible. No obstante, no le negaremos a Siete vidas su elegancia formal y su parcial efectividad emotiva, aunque en la casilla del "debe" hay dos aspectos que lastran profundamente la cinta: los mohines de Smith cuando intenta soltar el lagrimal, y un guión del todo equivocado. Porque entrecruzar el devenir sentimental del personaje con una intriga con aroma a Shyamalan (pero fofa, estirada artificialmente, explicada a toda prisa hacia el final y, en el fondo, tan previsible como poco convincente) resta potencia a las decisiones trascendentales tomadas por el protagonista. En ese aspecto, el Smith de Siete vidas impacta mucho menos que el de En busca de la felicidad, su anterior y reinvindicable colaboración con el director Gabriele Muccino. Eso sí, si se trataba de divinizar al que empezó siendo Príncipe de Bel Air, la cosa funciona de manera matemática. Al fin y al cabo, se pasea por ahí decidiendo quién merece vivir y el mensaje final de la cinta es del todo diáfano: Will, siempre estarás en nuestros ojos y en nuestro corazón. Amén).

viernes, 16 de enero de 2009

Bienvenidos al Norte

Ya estamos. Otro producto que nos llega con el reclamo, supuestamente definitorio e irrefutable, de su éxito masivo. Dicen que Bienvenidos al Norte la han visto más de veinte millones de personas y, hala, ya tenemos montada la campaña que, también supuestamente, justifica una escapadita al cine. El problema es que esa veintena millonaria de personas son francesas, motivo más que suficiente para ahorrarse la susodicha escapadita al cine. Y no es que el mío sea un discurso xenófobo anclado en el Madrid de 1808. Lo mismo diría de los españoles sí, siendo (Dios no lo quiera) periodista cinematográfico alemán llegase a las pantallas bávaras el exitazo Torrente, el brazo tonto de la ley.
En definitiva, que Bienvenidos al Norte es, para nosotros, tan ininteligible como para una sueca toda la filmografía de Paco Martínez Soria. Conviene dejar de lado ya de una vez cierta visión candorosa de la globalización y entender que, sí, que Spain is diferent, pero también que France is diferent, que la Conchinchina is diferent... Conviene empezar a admitir que, por mucho internet y mestizaje, el localismo en su sentido cultural (y lo que es peor, político) es un elemento intrínseco de los pueblos y villorrios que forman nuestro planeta enfermito. Y consecuentemente, del visionado de Bienvenidos al norte tan solo puede extraerse una conclusión: qué idiotas que son estos franceses. Conclusión, por cierto, que sirve en realidad para enmascarar eso que, como octava potencia económica del mundo en crisis, no queremos admitir: qué idiotas que somos nosotros viendo lo idiotas que son los demás.
Pero, bueno, sigamos mirando hacia fuera porque, qué narices, resulta reconfortante descubrir que también allende los Pirineos y en pleno siglo XXI se sigue fabricando cine chusco destinado a explotar los sentimientos más primarios del público al que va dirigido. En este caso, se trata de sacarle punta cómica (con un sacapuntas poco afilado, por cierto) al conflicto cultural-regional francés, conflicto entre el sur caluroso y civilizado y el norte frío y troglodita. Conflicto, curiosamente inverso al nuestro, que consiste en contraponer el centro y norte cultos y cosmopolitas con el sur paleto y que, en palabras recientes de la gran Montserrat Nebreda, tiene un acento que parece un chiste. ¡La que se ha montado con este desliz de sinceridad clasista y, en cambio, resulta que esa misma idea ha servido para que Bienvenidos al Norte se haga de oro en la taquilla! Y nosotros, claro, nos reiremos viendo esos chistes subinteligentes que llenan el film de norteños cejijuntos, tendencia al alcoholismo y afición al queso de aroma narcotizante. Definitivamente, Bienvenidos al Norte, con su historia del funcionario sureño obligado a viajar a un pueblecillo cercano a Lille, certifica que el verdadero cine francés está más allá de Godard y más acá de Nebreda y Santiago Segura. Certifica, como decía, que estos franceses son idiotas, como nosotros, pero a su manera.
En todo caso, quiero apuntar dos reflexiones sobre el estreno de este fenómeno comercial que, producido por Canal + Francia, está recibiendo aquí todo el eco mediático de los medios afines, esos medios que cuando se trata de la pela parecen dejar de lado su halo intelectual para bajar finalmente a las arenas del populacho. La primera reflexión consiste en constatar que una industria audiovisual fuerte no se basa, como algunos quieren hacernos creer, en su excelencia artística, sino en la capacidad de esparcir su detritus fílmico de manera perfectamente estudiada. Por eso el cine norteamericano es potente: porque nos cuela, semana sí y semana también, historias incomprensibles para nosotros de papaítos que van a los partidos de béisbol de sus retoños; por eso el cine francés es potente: porque nos cuela con cierta asiduidad productos tan localistas como Bienvenidos al Norte sin que, por ello, se le caiga la cara de vergüenza.
Digámoslo ya: para soportar esta comedieta previsible, superficial, ñoña y aburrida es necesario ser francés: à la merde con aquello de que el cine es el lenguaje más universal. Si usted no guturaliza las erres a duras penas conectará con el 10 por ciento del film.Y finalmente, la segunda reflexión: de ese 10 por ciento que, quizás, consiga atraer su atención, poco va a aprovechar porque Bienvenidos al Norte es algo peor que un chiste malo: es un chiste malo con mala conciencia por serlo. Porque, me sinceraré, me resulta mil veces preferible el cazurrismo en estado puro, sin cortapisas, que el cazurrismo bienintencionado y aspirante a resultar simpático. Y es preferible porque el primer cazurrismo, el que va a saco, a hacer sangre, es el único honesto, el único que realmente puede decirnos algo de nosotros mismos. En cambio, Bienvenidos al Norte se apunta a la extrema cobardía inherente a la corrección política que todo lo invade. Y en lugar de meter el dedo en la llaga para reírse, aunque sea amargamente, de la repulsión prepotente que nos provoca el otro, monta un azucarado discursito sobre el entendimiento de los pueblos y las culturas. Discursito emponzoñado, por otro lado, ya que la cinta pretende mostrar al mundo que hasta los más borricos tienen su corazoncito. Constatación que, no me lo negarán, continúa dividiendo la realidad en dos: de un lado yo, y del otro los borricos.

viernes, 9 de enero de 2009

RocknRolla

"Tienes la gracia en el culo", le dice uno de los personajes de RocknRolla al enrollado protagonista de este film de mafiosillos de cartón piedra. Y, la verdad, no se nos antoja mejor definición que esta frase para intentar explicar qué es o qué transmite la nueva película de Guy Ritchie (ya saben, el ex de Madonna). Lo suyo es como una noche de copas con el tipejo que, reconozcámoslo, hemos sido o hemos sufrido alguna vez: ese tipejo que empieza la noche entonado, soltando alguna que otra gracia inspirada y que, envalentonado por el éxito, acaba hartando hasta el señor de la manguera que a altas horas de la noche se encarga de regar las Ramblas para que al día siguiente la ensucie una nueva horda de guiris.
Mientras escribo esto, veo en una estantería de casa unos muñequitos que, al estilo de los Clicks de Famóbil, reproducen diferentes personajes de Pulp Fiction. Y algo parecido es RocknRolla: memorabilia de la película de Tarantino, souvenir de plástico que rememora unas gracias ajenas, pero que resulta incapaz de reproducir su ingenio. A Guy Ritchie seguro que te toca llevarlo paposo a casa después de una noche de farra perforándote el cerebro con sus chistes chuscos. Con Tarantino, por seguir el símil, te dan las 6 de la mañana en la puerta de un after y no puedes parar de escuchar sus paridas. Ambos van de viciosos y perniciosos, pero el primero es coca cortada con azúcar glasé, mientras que el segundo es material de primera, perica de la buena.
Eso sí, es innegable que Ritchie conoce la fórmula tarantiniana y la aplica con fruición. Todo consiste en coger tipos marginales, vestirlos bien, envolverlos con una particular (a)moralidad y montar un lío, con tiros, mafias rusas y violencia refinadamente salvaje que, en este caso, gira entorno a un trapicheo inmobiliario.
Desgraciadamente, el problema del bueno de Guy es que cuenta cosas sin saber exactamente qué es lo que quiere contar. El placer de narrar, dirán algunos, pero la verdad es que RocknRolla agota sus cuatro fuegos de artificio durante la primera hora y después todo se diluye como un caramelo rechupeteado, sin nada claro que decir ni personajes con un poquito más de grosor que el póster del propio film. De este modo, cuando Guy cuenta los chistes de Quentin, le salen cosas tan patéticas como la escena del baile entre Gerard Butler y Thandie Newton, remedo del famoso encuentro entre Travolta y Thurman que, en este caso, difícilmente llega a la categoría de parodia.
Sigamos con este ejercicio de cinematografías comparadas y díganme, tarantinianos de pro, si no es para someter a tortura a un tipo como Ritchie, capaz de firmar líneas de diálogo del estilo: “No he visto tantas rallas ni en los documentales de cebras”. Lo dicho, la gracia en el culo, y la demostración palpable de la poca sangre de este directorcillo, que nos acerca al lumpen de mafiosos, drogadictos y ladronzuelos con ridícula candidez, tal vez persiguiendo dotar (infructuosamente) a sus macarras de un hálito de pureza inocente. Pureza inocente que, en lugar de dar cierto toque humano y épico-arrabalero a la peña, la convierte en indigesta tropa de tontainas que no deberían haber abandonado nunca la guardería.
Eso sí, a Ritchie se le ve un tipo listo, como corresponde a todo aspirante a ser, por lo menos durante un rato, el alma de la fiesta: para ocultar la mediocridad, nada mejor que no parar de hablar (lo saben bien muchos políticos y tertulianos de La Noria). Así que durante la interminable broma que es su película aprendemos cómo deben dar las bofetadas los verdaderos tipos duros; descubrimos por qué hay cangrejos asesinos en el Támesis; se nos informa (voz en off mediante) de la manera de distinguir a un yonqui de un carterista; se nos pasea por la peculiar fauna criminal de Londres; y se nos recuerda que en la cácel conviene caminar con el culo pegado a la pared, nueva muestra del fino sentido del humor de un director que oculta su ñoñería bajo los trajes cool del guardarropa tarantiniano. Y claro, al final se le nota el disfraz, sobre todo cuando, en su intento por dar emotividad a sus esquemáticos personajes, sale a flote su tendencia natural al buenrollismo más infantil. Momento para el recuerdo será la escena de un drogata explicando a un compañero qué es la “monstruocosquillasis”, conversación ¡sobre cosquillas! que supuestamente aspira a emular esos monólogos sobre nimiedades tan del gusto tarantiniano. O quizás todo sea un guiño de papá a esos retoños nacidos de su, por entonces, feliz matrimonio con la Ambición Rubia, aunque uno tiene la sospecha de que, en realidad, la reivindicación de la cosquilla forma parte del universo personal del director. Un director que con obras como esta demuestra que sí, que es posible mezclar a Tarantino con los Teletubbies y conseguir, además, que te estrenen la película.

miércoles, 7 de enero de 2009

Colin Farrell en "Cuestión de honor"

“ERES MI FAMILIA. ERES POLICÍA, COMO YO

(Desde que Coppola nos descubrió con El Padrino que la familia es el clan por definición, o sea: la vara de medir que a menudo de manera viciada determina nuestras relaciones sociales, no hay director con aspiraciones intelectuales que se resista a la tentación de mezclar papás, mamás, hermanos y vida laboral. En el caso de Cuestión de honor, la misma sangre convive con el mismo oficio: ser policía de Nueva York. Y así, un padre, sus dos hijos y un cuñado "apatrullan" la ciudad con mayor o menor apego al código ético que, se supone, ha de regir sus actos. Un esquema argumental nada nuevo que podría haber superado su falta de originalidad si se hubiese decidido a ir un poquito más allá en el análisis de los secretos y mentiras que esconde toda familia. O a ir un poquito más allá a la hora de profundizar en las mentiras y secretos de la "otra familia", la de la comisaría. Vaya, que esto prometía diseccionar las sombras que siempre vician las relaciones de los colectivos humanos, y se queda en un melodrama de hermanitos y compis de curro que, en el fondo, se quieren. Además, resulta frustrante que los responsables del film lancen tantas preguntas para luego no atreverse a responder a ninguna: ¿la corrupción policial es una corrupción moral o una manera de subsistencia? ¿la violencia en las calles es una respuesta a la violencia "legal" de las fuerzas del orden? ¿aspira Colin Farrell a ganar el título del mejor ceño fruncido de Hollywood? Sea como sea, es justo reconocer que la decepción se produce hacia el final, cuando se piensa en frío la película. Durante la proyección, en cambio, hay tres grandísimos motivos para mantenerte aferrado a la butaca: Edward Norton, Jon Voight y Noah Emmerich. Sin ellos, nada de lo que se nos explica conseguiría implicarnos emocionalmente. ¿No sería hora, visto lo visto, de inaugurar con esta película una nueva nominación?: Oscar al mejor director... de cásting).

lunes, 5 de enero de 2009

Gabriel Macht en "The Spirit"

“MI CIUDAD. ELLA ES MI MADRE. ELLA ES MI AMANTE Y YO SOY SU ESPÍRITU

(¡Uf, menuda frasecita! La película del dibujante Frank Miller prácticamente empieza con estas palabras y uno se prepara para una nueva dosis de héroes oscuros y atormentados vagando por las sombras de la gran ciudad. De ahí la decepción, porque lo que sigue no sabes si es la reivindicación del tono naif de los cómics pioneros o, seguramente sin pretenderlo, su parodia más pasada de vueltas. A Miller se le ha ido toda la energía en los colorines y los planos raros y se ha olvidado de llenarlos con historias, sentimientos y personajes que hagan creíbles tantas frases grandilocuentes sobre el Bien, el Mal, el Amor, la Fidelidad, el Deber o el Sacrificio. The Spirit solo puede disfrutarse -y de vez en cuando- como extravagancia carísima que no nace del deseo de dar vida fílmica al inmortal personaje de Will Eisner. Nace en realidad de las ganas de cachondeo que se detectan entre el director y un puñado de actores ansiosos por dejar la contención a un lado y vestirse de nazi, morisca seductora, geisha asesina o femme fatale. Y vale, por momentos la coña tiene gracia, pero duele que sea a costa de sacrificar al personaje central, un Spirit sin espíritu aunque, eso sí, corbata roja muy chachi. ¡Qué lástima! porque se intuye en Miller algo más que un pintarrajeador de fotogramas: ese beso final tiene toda la intensidad que le falta al resto de la película, a la ciudad donde transcurre y, especialmente, al tipejo caracartón que dice ser su espíritu).

viernes, 2 de enero de 2009

Di que sí

Aparentemente, pocas cosas hay más inservibles a estas alturas de la historia de la Humanidad que una nueva película de Jim Carrey. A este chico hace tiempo que se le ha pasado el arroz, pero aquejado del “síndrome Aznar”, sigue creyéndose el centro del mundo mundial. Un mundo mundial que, naturalmente, tiene cosas muchísimo más importantes que hacer que esperar la reaparición del ínclito Carrey, pero al chaval se le ve majote y por eso desde aquí le animamos a seguir en sus trece y a disfrutar de su (ficticia) gloria estrellada que, suponemos, le facilitará la ardua tarea de encontrar mesa en los restaurantes de moda. De hecho, y sin que sirva de precedente (que después la gente se anima y no te la despegas ni con agua caliente), vamos a glosar aquí, a raíz del estreno de Di que sí, unas cuantas utilidades del nuevo producto carreyiano, ejemplo supino de cómo películas como éstas pueden servir para algo... aunque ni ellas mismas lo sepan en realidad.
-La cultura del sí. El nuevo film de Jim Carrey es, en el fondo, como la mayoría de los films de Jim Carrey: un concepto, una idea tontaina que el guionista de rigor estira hasta lo indecible mientras el actor intenta lubricar el chiclé fílmico a base de caídas y gimnasia facial. Aún así, aquí se tienen creído que son los herederos de la comedia social de tono optimista que, décadas atrás, firmaba Frank Capra. Lo cual es a todas luces ridículo, aunque por hoy dejaremos que los muchachos sigan en la inopia: estamos en fechas navideñas y no conviene desencantar a los inocentes, que uno ya tiene sobrinitos e incluso le ha cogido el gusto a enseñarles a aporrear al Tió (1). En todo caso, entre usted y yo que ya sabemos (y si no, perdone la indiscreción) que los Reyes Magos y Papá Noel sólo existen para ser fichados en los anuncios de telefonía móvil, conviene admitir que Di que sí no pasa de bromilla alargada (un tipo intenta mejorar su triste vida aceptando todas las propuestas que se cruzan en su camino), y que todo el substrato supuestamente capriano sobre lo bello que es vivir cuando uno vive como quiere es pura farfolla de librito de autoayuda. Nada que ver, vaya, con la magia naif de los clásicos de Capra porque, hoy por hoy, en Hollywood todo se mide y remide para que el “sí” no lo dé un cineasta sino quienes tienen realmente el poder de darlo: un ejecutivo y su calculadora.
-Los problemas de tener un director. En todo caso, ya hemos descrito a Carrey como florecilla del bosque que, instalado en su mundo Teletubbie, cree que es el gurú que puede mejorar la vida en el planeta Tierra haciéndonos reír. Primer problema: Carrey no nos hace reír. Segundo problema: él no lo ve así y en Di que sí insiste en anteponerse a la historia y a los personajes para seguir ungiéndonos con el agua bendita de su comicidad. Desgraciadamente, el ejecutivo y su calculadora ya hace tiempo que descubrieron que los “sí” a Carrey pueden resultar muy caros y, para el nuevo film, han decidido contratar a un director (Peyton Reed) que ate en corto al actor. ¿Resultado? La película es una inestable combinación entre las improvisaciones de Carrey (hey, que yo soy la estrella) y un cierto sentido común narrativo cosa de Reed. Aunque, como era de esperar, de tal unión contranatura surge un producto de, por un lado, improvisaciones deslucidas y, por el otro, gags fatalmente desarticulados por los excesos (ahora una pedorreta, ahora un mohín) del bueno de Jim.
-Los críticos perezosos y las etiquetas. En todo caso, gracias a Di que sí, el asiduo lector de crítica o prensa cinematográfica puede incrementar su dosis de placer masoquista fustigándose nuevamente con los lugares comunes que redactorzuelos pagados para copiar press books despachan a tenor de la peliculilla de marras. Los tenemos de dos tipos: los que hablan del retorno de Carrey a la comedia después su fracaso en otros géneros, y los que comparan al actor canadiense con Jerry Lewis. Los primeros sin duda trabajan con una clara visión de futuro, ya que insistiendo en el regreso de Carrey al humor labran ya el terreno informativo para cuando al actor le dé otra vez por hacer un drama. Cuando esto ocurra, el periodista en cuestión no tendrá que molestar a la neurona que se pasea por su cerebro y, hala, a darle otra vez al tópico del cambio de género, que te permite volver a rellenar fácilmente un párrafo de la pieza informativa, cobrar por ello y, aún así, seguir fardando entre amigos y familiares de tu condición de periodista.
En cuanto a los que vuelven a traer a colación a Jerry Lewis, sólo una recomendación: que vean de una vez las películas de Jerry Lewis y que dejen de perpetuar un tópico que, si en su momento pudo ser cierto, nadie (y el periodista, vagazo profesional, menos) parece dispuesto a revisar. Lewis era energía destructiva, pura demolición anárquica; Carrey es, hoy por hoy, el novio ideal para nuestras hijas, lo cual no dice necesariamente nada malo de Carrey, aunque insulta de manera mayúscula el recuerdo cómico y trasgresor de Lewis.
-La comedia gestual no ayuda a envejecer. Y aquí va la última utilidad de Di que sí: saca nuestro oculto lado marujo. Porque ves la peli y no puedes dejar de pensar que Carrey ya está bastante trotadillo, por mucho que esa melenita aznariana (¡él otra vez!) y una piel apergaminada ganada a golpe de cremas y/o quirófano intenten disimular los estragos dejados por tanta contorsión músculo-facial. Que no, Jim, que no cuela, que pasó tu tiempo, que empiezas a acartonarte y, qué narices, que en tu caso ya no son edades para ir haciendo el payaso.

(1) (Ancestral tradición rústico-navideña que no sabemos aún si, como hecho diferencial catalán, ya ha sido computada por Solbes en el nuevo pacto de financiación autonómica).