martes, 8 de septiembre de 2009

Taquilla española del 4 al 6 de septiembre

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Fuente: www.boxoffice.es

jueves, 3 de septiembre de 2009

Harry Potter y el misterio del Príncipe

Reconozco que empecé el primer libro de Harry Potter y lo dejé a la mitad. Mea culpa: desde aquí quiero confesarme, publicitar esta profunda tara en mi formación cultural ya que, lo admito, no conocer el Universo Potter en profundidad es, hoy por hoy, un serio obstáculo para vivir en el mundo. Quiero, no obstante, dejar claro que no tengo ninguna manía al mago gafotas, como tampoco siento ningún rechazo por todos esos libros que HAY que leer y que yo he dejado a las cien páginas (desde El código Da Vinci hasta La sombra del viento, pasando por El Señor de los Anillos). Si ni he podido con ellos seguramente no será por la falta de talla artística y literaria de estas obras magnas sino, simplemente, porque en este mundo sobresaturado culturalmente uno se ve obligado a elegir. Y, bueno, en mi caso (y por razones que no vienen a cuento) siempre he encontrado otras cosas para leer o escuchar que, algunas muy publicitadas y otras no tanto, me han parecido más merecedoras de ocupar mi tiempo. Ya se sabe: cuando tienes mucho entre lo que escoger, tienes también mucho entre lo que prescindir y, aunque a algunos les interesa tenernos continuamente esclavizados a su catálogo IMPRESCINDIBLE de best-sellers, yo ya hace tiempo que me saqué ese estrés de encima y decidí que uno lee, escucha o ve lo que buenamente puede y le apetece.

Todo este rollo preliminar viene a cuento de que, a la hora de valorar la saga cinematográfica de Harry Potter, el que subscribe se acerca a la pantalla con un seria falta de background. Lo cual, en este caso, tiene su lado positivo y su lado negativo. Entre lo bueno de no haber leído a la señora Rowling está la posibilidad de plantarse virgen ante la historia y los personajes y, por tanto, llegar ante los films como, creo, debe uno llegar: pidiendo que le convenzan. Lo que pasa (y esta es la parte negativa) es que la saga Potter depende a veces en exceso de que el público sea SU público, es decir, que llegue previamente convencidito de casa. Y la propuesta pues no acaba satisfaciendo ni a tirios ni a troyanos: los unos, porque no pillamos esos detallitos para connaisseurs, y los otros porque debaten qué detallitos deben o no aparecer (cuando no reclaman la utópica incorporación de TODOS los detallitos) en cada film.

La Operación Cinematográfica Potter está, por tanto, tan condenada a ganar dinero como a dejar siempre una subyacente sensación de insatisfacción. Creo, sin embargo, que los "extranjeros" de Potterlandia tenemos una ventaja con respecto a los fans: las películas tienen la oportunidad ante nuestros ojos ignorantes de reivindicarse como tal, como películas y no solo como ilustraciones de los libros (lo de adaptaciones, que sería lo ideal, no juega en esta liga).

Y dicho esto, sí, vale, ya vamos al grano: ¿que qué tal Harry Potter y el misterio del Príncipe? Pues regulín, regulín. A nivel cinematográfico, perdí el interés en la saga a partir de la tercera parte, sin duda la mejor de las filmadas hasta ahora e, incluso, un producto de cine fantástico turbio, denso, poético, oscuro, inquietante y polisémico disfrutable fuera de las coordenadas potterianas. La primera parte, como presentación, funcionaba a las mil maravillas, y la segunda era una digna consolidación de las bases que permiten, incluso hoy, mantener en pie con cierta dignidad a toda la serie. Porque, a partir de la cuarta entrega (e, insisto, siempre desde la perspectiva del "extranjero" de la Potterlandia literaria), uno se encuentra con productos subsidiarios de lo creado en la trilogía inicial, se encuentra en un punto de empantanamiento que si sigue funcionando es porque, la verdad, resulta muy goloso a la vista. Actualmente, y esta nueva entrega lo certifica, Harry Potter es más esclavo de un magnífico diseño de producción (grandes atmósferas, imaginativos decorados, ajustada utilización del digitalismo) que de una evolución argumental con cierto interés dramático.

Porque, la verdad, lo de que los muchachitos y muchachitas de Hogwarts estén en la edad del pavo ha tomado un protagonismo tan excesivo que resulta molestamente baboso. Si a ello añadimos que Daniel Radcliffe y Rupert Grint son dos de los peores actores juveniles del panorama cinematográfico actual, el desajuste hormonal de sus personajes adquiere tintes grotescos que, lejos del humor amable que pretende destilar, se convierte en un elemento sin gancho una vez uno ha superado (como creo que así ocurre) su etapa SuperPop.

Harry Potter y el misterio del príncipe destila una sensación de película de transición que apuesta por lo superficial (los besitos en las esquinas) y olvida lo esencial: esa batalla interna del protagonista que tanto juego daba en partes anteriores y que aquí se desplaza al pérfido Draco, verdadera estrella (no sé si de manera intencionada) de esta sexta parte. Toda esta indefinición crea una película difusa, que avanza a trompicones y que nunca amalgama sus diferentes líneas temáticas. De este modo, algunas de estas líneas destilan el magnetismo y la magia que la saga ha ido forjando (las reuniones Potter-Dumbledore), mientras que otras aparecen como molestos añadidos (ay, la servitud al libro y sus fans, deduzco) que entorpecen el desarrollo armónico del producto. Y así, cuando el culebrón teen lo permite, despunta lo que, presumimos, será importante más adelante, aunque aquí no haya sabido serlo. Pues nada hay más deslavazado que esa aparición del Príncipe Mestizo o la nueva misión de Potter: encontrar, cual Indiana Jones de la barita mágica, unos objetillos mágicos que, esperemos, realmente sirvan para llenar de gasolina el aún bellísimamente cromado, pero actualmente agotado depósito de la saga.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Taquilla española del 28 al 30 de agosto

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Fuente: www.boxoffice.es

martes, 1 de septiembre de 2009

Mapa de los sonidos de Tokio

No falta de nada: la sensibilidad para masas elitistas que recorre cada gorgorito de Antony & The Johnsons; los planos desenfocados y movidos que pretenden arraigarse en lo indie y que, en realidad, son puro mimetismo esteticista; los guiños d'auteur demasiado autoconsciente (ese hombre-maceta que, suponemos, pretende conectar el universo de Coixet con el frikismo cool de Spike Jonze y compañía) y, claro está, las lavanderías... En fin, que en Mapa de los sonidos de Tokio se reúne todo aquello que provoca profunda urticaria cinéfila a este humilde antifan del trabajo tras la cámara de la directora catalana. Y sin embargo, aquí me tienen rendido ante su última obra porque, finalmente, Coixet parece haber encontrado su voz propia.

Echemos la vista atrás. La de Coixet ha sido una carrera dedicada al camaleonismo estilístico que, en la superficie, se ajusta siempre a lo que toca para demostrar al mundo (y a sus exegetas gafapasta) que está muy en la onda. A continuación, se le inyecta al producto un poco de bótox trascendente (via Philip Roth, Alcoforado... los Beach Boys) y, bueno, pues la cosa se va pareciendo más a una peli y menos a un spot de esos poéticos que tantos premios se llevan en los festivales publicitarios. Lo que ocurre, como a todo rostro embo(tox)tado, es que su belleza, de tan forzada, de tan incesantemente buscada, resulta del todo superficial, marcada en el caso del cine de Coixet por la propia artificialidad de su forma pornográficamente "sensible" (o sea, ese tono artie puesto ahí para que se vea, y se vea bien). En ese contexto, que una chica se muera, que a un tipo se le haya quemado la cara o que un profesor universitario se enamore de una alumna son un puro trámite para que Coixet pueda hacer su videoclip sin remordimientos de conciencia.

Y, mira por donde, viene ahora con Mapa de los sonidos de Tokio y lo trastoca todo. Tras años y años de querer venderse como la directora intelecto-moderniqui de España, decide finalmente hacer un ejercicio de autorreflexión y (¿será la madurez, personal o creativa?) asumir que la suya es una obra-simulacro. De esa honestidad nace toda la fuerza subyugante de su última película, que acepta sin miedo su condición de ejercicio de estilo para, vía el tópico, el formalismo, la cita cinéfila y el fetichismo pop llegar a una verdad emocional que, en films anteriores, se adjuntaba de manera forzada a las imágenes y que, ahora, nace naturalmente de ellas.

Finalmente, la superficie del cine de Coixet es un camino abierto hacia ciertas profundidades emocionales. Mapa de los sonidos de Tokio ya no es, qué alivio, el film de una chica muy leída. Es la película de alguien que, como decíamos, ha encontrado su propia voz y se siente cómoda con ella. Por eso la cinta parecerá tener menos "empaque" que Elegy o La vida secreta de las palabras. Tiene, sin embargo, algo mucho mejor y que, a diferencia de los films anteriores, acompaña al espectador aún después de haber finalizado la proyección: tiene honestidad, tiene sinceridad. Sí, Isabel, ¿ves cómo se pueden hacer películas bonitas, incluso muy de tendencias, sin que todo parezca impostado?

Mapa de los sonidos de Tokio va de una asesina a sueldo cuya misión es matar al propietario de una tienda de vinos, un catalán afincado en la capital nipona que acaba seduciendo a la protagonista. Si a esto le añadimos las calles húmedas, el neón, la trepidación cosmopolita y la presencia constante de la cultura de masas (desde gominolas a todo tipo de peluches y cachivaches tecno-kitsch), el terreno está abonado para que la pulsión más posmoderna de Coixet campe a sus anchas. Y, efectivamente, la directora usa y abusa (menos de lo esperado, también hay que decirlo) de todo ese material, pero hay ahora una voluntad de construir algo a partir de ello, no una simple delectación cool.

Coixet opera en esta ocasión desde los arquetipos para encontrar lo que albergan de verdad, y no parte, como hasta ahora, de la verdad para convertirla en un arquetipo de consumo chic orientado a públicos orgullosos de ver solo películas en VO. Y por este nuevo camino, la cineasta se encuentra con una reflexión de mayor calado que sus grandilocuencias anteriores: se hace muy difícil amar, seguramente imposible, en un mundo que en realidad es un decorado, una mentira, un simulacro, pura forma de consumo. Como ese Tokio que aparece en una escena y en el cual, a la salida del metro, los desconocidos se besan o se gritan, dependiendo de si es el Día del Beso o el Día de la Ira.

En este universo formal y formalista no extraña que los personajes se nos presenten parcialmente, sin datos que den grosor a su bidimensionalidad de arquetipo. Y ese desdibujamiento no es aquí un defecto. De echo, el sentido último de estos personajes es su bidimensionalidad como estrategia para sobrevivir, como escudo protector frente a una realidad que no admite una tercera dimensión. Un plano, uno de los planos más bonitos y a la vez más sencillos del cine de Coixet, muestra a la pareja enamorada perdida entre la muchedumbre que camina por Tokio. Y son aparentemente felices, pero esa felicidad se percibe, como ellos, fantasmal, postiza. Es una felicidad funcional, como esos encuentros sexuales que mantienen en la habitación de un hotel que reproduce el vagón del metro de París y que, consecuentemente, garantiza amor de postal, amor topificado, amor de mentira. El único amor al que parecemos destinados en esta época fascinada por la superficie y que el narrador del film, un técnico de sonido, esquiva escuchando solo voces, ruidos y conversaciones. Nada de imágenes.

Mapa de los sonidos de Tokio es, por tanto, una emocionante reflexión sobre amar (o la imposibilidad de amar) hoy. Pero es también un proceso de autoconocimiento autoral, como si en Japón Coixet se hubiese encontrado dolorosamente cara a cara con su propia y contradictoria desdicha: vivir, ella que siempre quiso ser profunda, fascinada y esclavizada por lo superfluo. Afortunadamente, de esa contradicción extrae, ya era hora, material para explicar algo. Algo que se explica no porque sea trascendente, importante, moderno o intelectualmente legitimizado, sino porque es algo que apetece contar. Porque nace de dentro y porque, solo por eso, merece ser contado.