Cinco motivos para verla
1. Por antiépica.
Tras la didáctica revolucionaria de la primera parte, era de temer que Soderbergh, tan progre chic él, cayese en la tentación de sumar la etapa final de la vida del Che al martirologio mesiánico que demandan todos esos compradores de camisetas con el rostro del revolucionario estampado a dos colores. Pues bien, el director toma un camino diferente, y aunque por momentos se deja llevar por la “Historia” (esas frases lapidarias, esa mirada a veces reverencial y acrítica al liderazgo del personaje...), en Che: guerrilla acaba dando una oportunidad a la “historia”, la que se escribe en minúsculas. Es la historia del día a día guerrillero, sin asomo de pirotecnias bélicas, con la suciedad y el cansancio de los que, tras tanto luchar, acaban atrapados en una especie de nebulosa, en un mal sueño donde se pierde el norte (físico e ideológico) y donde, inevitablemente, se diluye lo heroico.
2. Por áspera.
Visualmente, Che: Guerrilla refuerza este acercamiento con una apuesta por la austeridad formal. Pero no hablamos aquí de realismo extremo. Soderbergh prefiere crear una por momentos irreal atmósfera de pesadilla antes que documentar con pelos y señales las actividades militares de Guevara y sus seguidores bolivianos. La frialdad del rodaje en vídeo, la aridez del paisaje y una banda sonora disonante acercan la película al espacio onírico y febril creado por Herzog en Aguirre, la cólera de Dios.
3. Por la búsqueda del otro Che.
De este modo, aquí asistimos al progresivo desdibujamiento del personaje, que a medida que avanza la acción se vuelve más osco, menos comunicativo, engullido en la oscuridad que las sombras de Soderbergh y la barba y el cabello proyectan sobre su rostro. No es ésta, sin embargo, una operación de acoso y derribo del mito, sino una relectura que busca en su humanización otra manera de entender la trascendencia ideológica, pero también moral, del personaje. Este Che cansado, que parece arrastrar su derrota casi desde el momento en que abandona el hogar para viajar a Bolivia, es sin duda un hombre más cercano, más creíble que ese Castro convertido en su propio personaje y que, de manera malévola, el director muestra episódicamente... ¡hablando en una fiesta de alto copete sobre cómo se han de preparar los mojitos!
4. Por su conflicto interno.
De todo lo anterior nace una profunda contradicción interna en la película que, en cierto modo, ilustra un conflicto aún sin resolver: el choque entre utopía y realidad. Soderbergh hace con Che: Guerrilla un dolido canto fúnebre a unas ideas que, parece decirnos, refulgen más cuanto más destinadas al fracaso están. Y quizás preocupado por que no se entienda bien su propuesta, necesita subrayar verbalmente y visualmente (los primeros planos de campesinos y guerrilleros sufrientes) que él cree en la doctrina del Che. Esos insertos de sentimentalismo facilón descompensan el gran valor del film: mostrar dolorosamente que la inviabilidad de ciertas ideas no significa necesariamente la invalidación de esas ideas.
5. Por los actores.
Bien, en realidad, éste debería ser un motivo de peso para NO ir a ver Che: Guerrilla. Pocas películas están tan mal interpretadas, seguramente porque algunos diálogos parecen escritos para ser declamados más que para ser interpretados. Pero a todo podemos sacarle el lado positivo. Y la cinta de Soderbergh, ausente claramente de una dirección actoral, nos permite reflexionar malignamente sobre las evidentes carencias de algunos de nuestros actores y, lo que es más divertido, sobre el humillante servilismo que adoptan cuando trabajar para “grandes películas de Hollywood”. Ver a Óscar Jaenada con un subidón perpetuo de gestualidad tipo Actor’s Studio, o percibir cómo Carlos Bardem y Jordí Mollà intentan aprovechar sus minutillos a base de sobreactuación contrasta con el rigor de, por ejemplo, Matt Damon, haciendo un cameo modélicamente medido y generoso. Pero es lo que tiene vivir en un país cuya industria cinematográfica es capaz de montar toda una entrega de premios Goya pensada única y exclusivamente para dorarle la píldora a Benicio del Toro.
Tras la didáctica revolucionaria de la primera parte, era de temer que Soderbergh, tan progre chic él, cayese en la tentación de sumar la etapa final de la vida del Che al martirologio mesiánico que demandan todos esos compradores de camisetas con el rostro del revolucionario estampado a dos colores. Pues bien, el director toma un camino diferente, y aunque por momentos se deja llevar por la “Historia” (esas frases lapidarias, esa mirada a veces reverencial y acrítica al liderazgo del personaje...), en Che: guerrilla acaba dando una oportunidad a la “historia”, la que se escribe en minúsculas. Es la historia del día a día guerrillero, sin asomo de pirotecnias bélicas, con la suciedad y el cansancio de los que, tras tanto luchar, acaban atrapados en una especie de nebulosa, en un mal sueño donde se pierde el norte (físico e ideológico) y donde, inevitablemente, se diluye lo heroico.
2. Por áspera.
Visualmente, Che: Guerrilla refuerza este acercamiento con una apuesta por la austeridad formal. Pero no hablamos aquí de realismo extremo. Soderbergh prefiere crear una por momentos irreal atmósfera de pesadilla antes que documentar con pelos y señales las actividades militares de Guevara y sus seguidores bolivianos. La frialdad del rodaje en vídeo, la aridez del paisaje y una banda sonora disonante acercan la película al espacio onírico y febril creado por Herzog en Aguirre, la cólera de Dios.
3. Por la búsqueda del otro Che.
De este modo, aquí asistimos al progresivo desdibujamiento del personaje, que a medida que avanza la acción se vuelve más osco, menos comunicativo, engullido en la oscuridad que las sombras de Soderbergh y la barba y el cabello proyectan sobre su rostro. No es ésta, sin embargo, una operación de acoso y derribo del mito, sino una relectura que busca en su humanización otra manera de entender la trascendencia ideológica, pero también moral, del personaje. Este Che cansado, que parece arrastrar su derrota casi desde el momento en que abandona el hogar para viajar a Bolivia, es sin duda un hombre más cercano, más creíble que ese Castro convertido en su propio personaje y que, de manera malévola, el director muestra episódicamente... ¡hablando en una fiesta de alto copete sobre cómo se han de preparar los mojitos!
4. Por su conflicto interno.
De todo lo anterior nace una profunda contradicción interna en la película que, en cierto modo, ilustra un conflicto aún sin resolver: el choque entre utopía y realidad. Soderbergh hace con Che: Guerrilla un dolido canto fúnebre a unas ideas que, parece decirnos, refulgen más cuanto más destinadas al fracaso están. Y quizás preocupado por que no se entienda bien su propuesta, necesita subrayar verbalmente y visualmente (los primeros planos de campesinos y guerrilleros sufrientes) que él cree en la doctrina del Che. Esos insertos de sentimentalismo facilón descompensan el gran valor del film: mostrar dolorosamente que la inviabilidad de ciertas ideas no significa necesariamente la invalidación de esas ideas.
5. Por los actores.
Bien, en realidad, éste debería ser un motivo de peso para NO ir a ver Che: Guerrilla. Pocas películas están tan mal interpretadas, seguramente porque algunos diálogos parecen escritos para ser declamados más que para ser interpretados. Pero a todo podemos sacarle el lado positivo. Y la cinta de Soderbergh, ausente claramente de una dirección actoral, nos permite reflexionar malignamente sobre las evidentes carencias de algunos de nuestros actores y, lo que es más divertido, sobre el humillante servilismo que adoptan cuando trabajar para “grandes películas de Hollywood”. Ver a Óscar Jaenada con un subidón perpetuo de gestualidad tipo Actor’s Studio, o percibir cómo Carlos Bardem y Jordí Mollà intentan aprovechar sus minutillos a base de sobreactuación contrasta con el rigor de, por ejemplo, Matt Damon, haciendo un cameo modélicamente medido y generoso. Pero es lo que tiene vivir en un país cuya industria cinematográfica es capaz de montar toda una entrega de premios Goya pensada única y exclusivamente para dorarle la píldora a Benicio del Toro.
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