martes, 8 de septiembre de 2009

Taquilla española del 4 al 6 de septiembre

Clica sobre la parrilla para ampliarla:


Fuente: www.boxoffice.es

jueves, 3 de septiembre de 2009

Harry Potter y el misterio del Príncipe

Reconozco que empecé el primer libro de Harry Potter y lo dejé a la mitad. Mea culpa: desde aquí quiero confesarme, publicitar esta profunda tara en mi formación cultural ya que, lo admito, no conocer el Universo Potter en profundidad es, hoy por hoy, un serio obstáculo para vivir en el mundo. Quiero, no obstante, dejar claro que no tengo ninguna manía al mago gafotas, como tampoco siento ningún rechazo por todos esos libros que HAY que leer y que yo he dejado a las cien páginas (desde El código Da Vinci hasta La sombra del viento, pasando por El Señor de los Anillos). Si ni he podido con ellos seguramente no será por la falta de talla artística y literaria de estas obras magnas sino, simplemente, porque en este mundo sobresaturado culturalmente uno se ve obligado a elegir. Y, bueno, en mi caso (y por razones que no vienen a cuento) siempre he encontrado otras cosas para leer o escuchar que, algunas muy publicitadas y otras no tanto, me han parecido más merecedoras de ocupar mi tiempo. Ya se sabe: cuando tienes mucho entre lo que escoger, tienes también mucho entre lo que prescindir y, aunque a algunos les interesa tenernos continuamente esclavizados a su catálogo IMPRESCINDIBLE de best-sellers, yo ya hace tiempo que me saqué ese estrés de encima y decidí que uno lee, escucha o ve lo que buenamente puede y le apetece.

Todo este rollo preliminar viene a cuento de que, a la hora de valorar la saga cinematográfica de Harry Potter, el que subscribe se acerca a la pantalla con un seria falta de background. Lo cual, en este caso, tiene su lado positivo y su lado negativo. Entre lo bueno de no haber leído a la señora Rowling está la posibilidad de plantarse virgen ante la historia y los personajes y, por tanto, llegar ante los films como, creo, debe uno llegar: pidiendo que le convenzan. Lo que pasa (y esta es la parte negativa) es que la saga Potter depende a veces en exceso de que el público sea SU público, es decir, que llegue previamente convencidito de casa. Y la propuesta pues no acaba satisfaciendo ni a tirios ni a troyanos: los unos, porque no pillamos esos detallitos para connaisseurs, y los otros porque debaten qué detallitos deben o no aparecer (cuando no reclaman la utópica incorporación de TODOS los detallitos) en cada film.

La Operación Cinematográfica Potter está, por tanto, tan condenada a ganar dinero como a dejar siempre una subyacente sensación de insatisfacción. Creo, sin embargo, que los "extranjeros" de Potterlandia tenemos una ventaja con respecto a los fans: las películas tienen la oportunidad ante nuestros ojos ignorantes de reivindicarse como tal, como películas y no solo como ilustraciones de los libros (lo de adaptaciones, que sería lo ideal, no juega en esta liga).

Y dicho esto, sí, vale, ya vamos al grano: ¿que qué tal Harry Potter y el misterio del Príncipe? Pues regulín, regulín. A nivel cinematográfico, perdí el interés en la saga a partir de la tercera parte, sin duda la mejor de las filmadas hasta ahora e, incluso, un producto de cine fantástico turbio, denso, poético, oscuro, inquietante y polisémico disfrutable fuera de las coordenadas potterianas. La primera parte, como presentación, funcionaba a las mil maravillas, y la segunda era una digna consolidación de las bases que permiten, incluso hoy, mantener en pie con cierta dignidad a toda la serie. Porque, a partir de la cuarta entrega (e, insisto, siempre desde la perspectiva del "extranjero" de la Potterlandia literaria), uno se encuentra con productos subsidiarios de lo creado en la trilogía inicial, se encuentra en un punto de empantanamiento que si sigue funcionando es porque, la verdad, resulta muy goloso a la vista. Actualmente, y esta nueva entrega lo certifica, Harry Potter es más esclavo de un magnífico diseño de producción (grandes atmósferas, imaginativos decorados, ajustada utilización del digitalismo) que de una evolución argumental con cierto interés dramático.

Porque, la verdad, lo de que los muchachitos y muchachitas de Hogwarts estén en la edad del pavo ha tomado un protagonismo tan excesivo que resulta molestamente baboso. Si a ello añadimos que Daniel Radcliffe y Rupert Grint son dos de los peores actores juveniles del panorama cinematográfico actual, el desajuste hormonal de sus personajes adquiere tintes grotescos que, lejos del humor amable que pretende destilar, se convierte en un elemento sin gancho una vez uno ha superado (como creo que así ocurre) su etapa SuperPop.

Harry Potter y el misterio del príncipe destila una sensación de película de transición que apuesta por lo superficial (los besitos en las esquinas) y olvida lo esencial: esa batalla interna del protagonista que tanto juego daba en partes anteriores y que aquí se desplaza al pérfido Draco, verdadera estrella (no sé si de manera intencionada) de esta sexta parte. Toda esta indefinición crea una película difusa, que avanza a trompicones y que nunca amalgama sus diferentes líneas temáticas. De este modo, algunas de estas líneas destilan el magnetismo y la magia que la saga ha ido forjando (las reuniones Potter-Dumbledore), mientras que otras aparecen como molestos añadidos (ay, la servitud al libro y sus fans, deduzco) que entorpecen el desarrollo armónico del producto. Y así, cuando el culebrón teen lo permite, despunta lo que, presumimos, será importante más adelante, aunque aquí no haya sabido serlo. Pues nada hay más deslavazado que esa aparición del Príncipe Mestizo o la nueva misión de Potter: encontrar, cual Indiana Jones de la barita mágica, unos objetillos mágicos que, esperemos, realmente sirvan para llenar de gasolina el aún bellísimamente cromado, pero actualmente agotado depósito de la saga.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Taquilla española del 28 al 30 de agosto

Clica en la parrilla para ampliarla:

Fuente: www.boxoffice.es

martes, 1 de septiembre de 2009

Mapa de los sonidos de Tokio

No falta de nada: la sensibilidad para masas elitistas que recorre cada gorgorito de Antony & The Johnsons; los planos desenfocados y movidos que pretenden arraigarse en lo indie y que, en realidad, son puro mimetismo esteticista; los guiños d'auteur demasiado autoconsciente (ese hombre-maceta que, suponemos, pretende conectar el universo de Coixet con el frikismo cool de Spike Jonze y compañía) y, claro está, las lavanderías... En fin, que en Mapa de los sonidos de Tokio se reúne todo aquello que provoca profunda urticaria cinéfila a este humilde antifan del trabajo tras la cámara de la directora catalana. Y sin embargo, aquí me tienen rendido ante su última obra porque, finalmente, Coixet parece haber encontrado su voz propia.

Echemos la vista atrás. La de Coixet ha sido una carrera dedicada al camaleonismo estilístico que, en la superficie, se ajusta siempre a lo que toca para demostrar al mundo (y a sus exegetas gafapasta) que está muy en la onda. A continuación, se le inyecta al producto un poco de bótox trascendente (via Philip Roth, Alcoforado... los Beach Boys) y, bueno, pues la cosa se va pareciendo más a una peli y menos a un spot de esos poéticos que tantos premios se llevan en los festivales publicitarios. Lo que ocurre, como a todo rostro embo(tox)tado, es que su belleza, de tan forzada, de tan incesantemente buscada, resulta del todo superficial, marcada en el caso del cine de Coixet por la propia artificialidad de su forma pornográficamente "sensible" (o sea, ese tono artie puesto ahí para que se vea, y se vea bien). En ese contexto, que una chica se muera, que a un tipo se le haya quemado la cara o que un profesor universitario se enamore de una alumna son un puro trámite para que Coixet pueda hacer su videoclip sin remordimientos de conciencia.

Y, mira por donde, viene ahora con Mapa de los sonidos de Tokio y lo trastoca todo. Tras años y años de querer venderse como la directora intelecto-moderniqui de España, decide finalmente hacer un ejercicio de autorreflexión y (¿será la madurez, personal o creativa?) asumir que la suya es una obra-simulacro. De esa honestidad nace toda la fuerza subyugante de su última película, que acepta sin miedo su condición de ejercicio de estilo para, vía el tópico, el formalismo, la cita cinéfila y el fetichismo pop llegar a una verdad emocional que, en films anteriores, se adjuntaba de manera forzada a las imágenes y que, ahora, nace naturalmente de ellas.

Finalmente, la superficie del cine de Coixet es un camino abierto hacia ciertas profundidades emocionales. Mapa de los sonidos de Tokio ya no es, qué alivio, el film de una chica muy leída. Es la película de alguien que, como decíamos, ha encontrado su propia voz y se siente cómoda con ella. Por eso la cinta parecerá tener menos "empaque" que Elegy o La vida secreta de las palabras. Tiene, sin embargo, algo mucho mejor y que, a diferencia de los films anteriores, acompaña al espectador aún después de haber finalizado la proyección: tiene honestidad, tiene sinceridad. Sí, Isabel, ¿ves cómo se pueden hacer películas bonitas, incluso muy de tendencias, sin que todo parezca impostado?

Mapa de los sonidos de Tokio va de una asesina a sueldo cuya misión es matar al propietario de una tienda de vinos, un catalán afincado en la capital nipona que acaba seduciendo a la protagonista. Si a esto le añadimos las calles húmedas, el neón, la trepidación cosmopolita y la presencia constante de la cultura de masas (desde gominolas a todo tipo de peluches y cachivaches tecno-kitsch), el terreno está abonado para que la pulsión más posmoderna de Coixet campe a sus anchas. Y, efectivamente, la directora usa y abusa (menos de lo esperado, también hay que decirlo) de todo ese material, pero hay ahora una voluntad de construir algo a partir de ello, no una simple delectación cool.

Coixet opera en esta ocasión desde los arquetipos para encontrar lo que albergan de verdad, y no parte, como hasta ahora, de la verdad para convertirla en un arquetipo de consumo chic orientado a públicos orgullosos de ver solo películas en VO. Y por este nuevo camino, la cineasta se encuentra con una reflexión de mayor calado que sus grandilocuencias anteriores: se hace muy difícil amar, seguramente imposible, en un mundo que en realidad es un decorado, una mentira, un simulacro, pura forma de consumo. Como ese Tokio que aparece en una escena y en el cual, a la salida del metro, los desconocidos se besan o se gritan, dependiendo de si es el Día del Beso o el Día de la Ira.

En este universo formal y formalista no extraña que los personajes se nos presenten parcialmente, sin datos que den grosor a su bidimensionalidad de arquetipo. Y ese desdibujamiento no es aquí un defecto. De echo, el sentido último de estos personajes es su bidimensionalidad como estrategia para sobrevivir, como escudo protector frente a una realidad que no admite una tercera dimensión. Un plano, uno de los planos más bonitos y a la vez más sencillos del cine de Coixet, muestra a la pareja enamorada perdida entre la muchedumbre que camina por Tokio. Y son aparentemente felices, pero esa felicidad se percibe, como ellos, fantasmal, postiza. Es una felicidad funcional, como esos encuentros sexuales que mantienen en la habitación de un hotel que reproduce el vagón del metro de París y que, consecuentemente, garantiza amor de postal, amor topificado, amor de mentira. El único amor al que parecemos destinados en esta época fascinada por la superficie y que el narrador del film, un técnico de sonido, esquiva escuchando solo voces, ruidos y conversaciones. Nada de imágenes.

Mapa de los sonidos de Tokio es, por tanto, una emocionante reflexión sobre amar (o la imposibilidad de amar) hoy. Pero es también un proceso de autoconocimiento autoral, como si en Japón Coixet se hubiese encontrado dolorosamente cara a cara con su propia y contradictoria desdicha: vivir, ella que siempre quiso ser profunda, fascinada y esclavizada por lo superfluo. Afortunadamente, de esa contradicción extrae, ya era hora, material para explicar algo. Algo que se explica no porque sea trascendente, importante, moderno o intelectualmente legitimizado, sino porque es algo que apetece contar. Porque nace de dentro y porque, solo por eso, merece ser contado.

martes, 18 de agosto de 2009

Enemigos públicos

Existen películas que se cocinan a fuego lento delante de nuestros ojos. Lejos de ser películas que se presentan acabadas, etiquetadas y listas para el consumo, obras como Enemigos públicos proponen otro pacto gastronómico-cinéfilo con el espectador: junto a la historia, y convertida casi en "otra historia" tan o más importante, asistimos a la fabricación del film, somos testigos de un proceso de construcción que va amalgamando los sabores y las texturas, que nos invita a ir probando el plato mientras se cocina. Que nos hace, en definitiva, copartícipes de una experiencia que no olvidaremos al salir del cine, pues el sabor excelso que se nos queda en la boca al final lo es más precisamente porque hemos ido masticando lo que en principio parecía soso y sin sabor.

Porque, al principio, Enemigos públicos parece un film de gángsters como cualquier otro. Muy bien realizado, muy rigurosamente planificado, muy poco gratuito en sus elecciones estéticas (desde ese sonido embotado, onírico, marca de la casa, hasta la coherente utilización de las texturas hiperrealistas del vídeo de alta definición). Pero, aún con todo eso, que ya sería suficiente para degustar buen cine tal y como está la cosica hoy en día, tenemos la incómoda sensación de que Enemigos públicos arranca algo crudita, como faltada de hervor. Y Michael Mann no parece dispuesto a salpimentar el plato antes de que el condimento responda realmente a su propósito, a su visionaria idea de lo que ha de ser el plato y que, al final del la película, con el paladar sabiamente preparado, se hace magistralmente diáfana.

Por eso, la mitad del film se muestra tan distante, tan enigmática, tan arisca al espectador, que busca un asidero al que agarrarse y no lo encuentra. Mann rehuye taxativamente las descripciones psicologistas (sabemos los cómos, pero no los porqués de los personajes), el afán historicista o las servidumbres siempre tan agradecidas de las recreaciones retro, que apelen a nuestra memoria y sobre todo, a nuestra nostalgia cinematográfica.

Nada de eso hay en Enemigos públicos porque, a medida que el director muestra sus cartas (o más correctamente, va encajando las piezas de su puzle), queda cada vez más claro que con su nueva obra pretende romper la baraja, imponer nuevas reglas y explicar las cosas sin esclavizarse a la mítica del viejo cine clásico, la revisión histórica o el análisis del comportamiento outsider. Es como si Mann pusiera el reloj a cero y quisiese explicarnos el nacimiento de un mito (ese Dillinger atracador de bancos que trajo de cabeza al gobierno de los EUA en los años 30) sin tener por ello que recurrir a visiones, estilos, posicionamientos... tradiciones anteriores.

Desde luego, Enemigos públicos no es, ni lo pretende, una abstracción experimental. Tiene, como todo el cine de Mann, un ojo claramente puesto en la taquilla (ahí está Depp, espléndido administrando su 50% de actorazo y su 50% de estrella), pero uno tiene la sensación de estar viendo un cine cien por cien made in Hollywood... hecho como nunca se había hecho antes. Y no porque su planificación con la cámara al hombro o el vídeo en HD parezcan herencia de la era YouTube. Bien al contrario: esta apuesta por las nuevas tecnologías y un estilo semidocumental no son aquí un ejemplo de vana contemporaneidad, sino la búsqueda de un nuevo clasicismo, de un intento por poner orden al caos audiovisual que nos envuelve y nos invade. Como decía, Mann y su película proponen un esfuerzo continuo de construcción, quizás de una nueva modernidad que devuelva al cine lo que otros directores cobardes (Van Sant y toda esa camarilla de cineastas revolcándose gustosos en el cenagal de su propia desorientación) le han arrebatado: su capacidad de seguir investigando, de seguir luchando por explicarnos un mundo cada vez más difícil de explicar.

De este modo, como espectadores somos los receptores de la generosa oferta de Mann: nos propone hacer con él un camino laberíntico y disperso (la cinta funciona más bien a partir de grandes sets temáticos, que se suman en vez de fluir) y que nos ha de llevar a esa última media hora arrebatadora que, de manera retroactiva, da sentido a todo el trayecto recorrido. Un trayecto que es el de la construcción de una historia, en estos momentos en los que las historias no cotizan al alza. Un trayecto que es el de la construcción de un mito que Mann hereda ya mitificado y que, aquí, desactiva para mitificarlo de cero, a su manera. Enemigos públicos es, en definitiva, la película de todos estos procesos.

Y seguramente por ello, por ese componente de búsqueda, de viaje arduo que reside en el corazón de la cinta, encontramos en los ojos llorosos de Marion Cotillard el eco de otro plano final. El plano final de, claro está, otro film de modernidad en perpetua construcción. Porque en los ojos llorosos de Marion Cotillard resuenan en cierto modo las palabras de Martin LaSalle que cerraban el Pickpocket de Robert Bresson: "Qué extraño camino he tenido que recorrer para llegar a ti". Imposible encontrar una meta más clásica que siga, sin embargo, siendo más radicalmente nueva.

Taquilla española del 14 al 16 de agosto

Clica en la parrilla para ampliarla:


Fuente: www.boxoffice.es

viernes, 14 de agosto de 2009

Ed Helms en "Resacón en Las Vegas"

"ERES DEMASIADO ESTÚPIDO COMO PARA QUE TE INSULTE"





Apliquen esta misma máxima a la película.
(Por cierto, Ed Helms es el que lleva gafas en la foto).

martes, 11 de agosto de 2009

Nueva York para principiantes

El famoseo, la jet set, la clase alta o llámenlo como quieran (pero sin perderles el respeto, que ellos, aunque cueste creerlo, también son seres humanos) ha desarrollado una serie de estrategias evolutivas para, como toda especie preocupada por su supervivencia, hacer frente a estos tiempos tan aciagos. Aunque no puedan calificarse de medidas profundas (la profundidad es, por definición, imposible en el universo "osea, osea, qué fuerte"), sí son de una eficacia indiscutible. Lo cual no deja muy bien parada la inteligencia de ese vulgo que, en mayor o menor medida, se traga sin rechistar películas como Nueva York para principiantes y encima sale convencido de haber asistido a una incisiva crítica de la estupidez endémica que invade Hollywood. Cosa que, evidentemente, no es. ¿Y qué es pues Nueva York para principiantes? Pues sí, es una de esas estrategias que comentaba al inicio y que el pijerío ha desarrollado para seguir perpetuando el status quo que tanto ama.

La jugada consiste en afearse al máximo para evitar que cualquier mindundi sienta la tentación de querer ser como ellos y consiga, de este modo, quitarles el puesto. Porque esa es la paradoja de la existencia capitalista: su propia esencia, lo que permite que nazca, crezca y se reproduzca es algo tan poco elitista como la democracia, que nos hace hombres libres para poder trepar, pisotear y, en definitiva, triunfar a costa de otros. Sólo así pervive el capitalismo: fomentando el canibalismo entre sus hijos. De modo que si quieres seguir ahí arriba, procura que nadie desee realmente ocupar tu puesto.

Por eso, el glamour actual se ha reformulado para ser pues, no sé, más así, más de calle, más casual, más como tú y yo. O directamente para resultar odioso, como en esta peliculilla de gente superficial que permite dar rienda suelta a la mofa y el escarnio más evidentes. De ello se encarga el periodista protagonista, quien aparentemente pone en solfa la podredumbre del "universo-papel couché" cuando, en realidad, lo único que hace es taponar la entrada con sus invectivas "críticas" para, de este modo, ser el primero de la fila cuando abran la puerta al paraíso del lujo, la fama, el egocentrismo sin remordimientos y todo eso que debemos alejar de nuestras vidas para, según este tipo de cine, seguir siendo felices.

Uno creía que el chiringuito, de tan obvio y de tan simplón caería por su propio peso, pero leo las críticas (qué quieren que les diga, uno tiene estos arrebatos s/m) y a todos (salvo honrosas excepciones) parece haberles impactado el valor de los guionistas y del director a la hora de mostrarnos modelos idiotas, editores déspotas, agentes manipuladores y directores de cine snobs. ¡Fíjense qué fauna más novedosa! ¡Si son puros arquetipos, simplistas recursos tópicos que, de tan sobados, ya no utilizan ni los Morancos! Y aquí resulta que son lo más de lo más ácido y sarcástico.

Definitivamente, la estrategia les está saliendo a las mil maravillas: a la plebe nos venden que los jazucci pues, chica, que tampoco son para tanto, y a los medios de comunicación, vía los periodistas, les cuelan que son el putching ball contra el que golpear "intelectualmente". Y así, mientras los unos se resignan a comprar en el Dia y los otros creen que están ridiculizando el modus vivendi de los poderosos, la vida sigue igual (¡cuánto sabe de esto Julio Iglesias!).

Que los responsables del film tengan la desfachatez de invocar el recuerdo de La Dolce Vita responde, única y exclusivamente, a esta tendencia de cierto cine comercial a dotarse de supuesta legitimidad artística utilizando la cita, aunque no la referencia. Porque aquí sale la peli de Fellini para armar un par de escenas románticas, darle a todo un tono más chic y pare usted de contar. No hay en Nueva York para principiantes nada del asco ni de la bilis que supuraba el clásico felliniano, simplemente porque Simon Pegg mira con cinismo allí donde Fellini miraba con odio. Y por eso Nueva York para principiantes es otro gran triunfo del homo marbelliensis: gracias al cine (recuerden también El diablo viste de Prada), gracias a la tele (vean Dónde estás corazón, ejemplo de en lo que ha acabado el periodismo) y gracias a la maquinaria promocional (para entendernos: lo que sería esta critica cinematográfica fofa de hoy en día), los que confunden el candelero con el candelabro han conseguido que nos riamos cínicamente de ellos. Pero no que los odiemos.

Taquilla española del 7 al 9 de agosto

Clica en la parrilla para ampliarla:


Fuente: www.boxoffice.es

jueves, 6 de agosto de 2009

Dileep Rao en "Arrástrame al infierno"

"TE SORPRENDERÁS DE LO QUE ERES CAPAZ DE HACER."

(...para librarte del diablo, deberíamos añadir, pues esa es la frase completa que le dice un vidente a la protagonista de Arrástrame al infierno. La pobre es víctima de una maldición y, tras consultar numerosa bibliografía, el medium le propone medidas muy extremas para poderse zafar del mal fario. De todos modos, hemos acortado la frase porque así, más generalista, menos contextualizada, sirve a la perfección para resumir las pretensiones teóricas del nuevo film de terror de Sam Raimi.

Sí, han leído bien: hemos puesto "pretensiones teóricas" junto a "film de terror" y, ¡albricias!, no se han oído carcajadas de fondo. Lo que hasta hoy parecía imposible (inteligencia + cine de miedo desacomplejadamente palomitero) se hace realidad en esta gozosa serie B que bien podría formar parte de un especial de la mítica serie The Twilight Zone. ¿La recuerdan? Sus cuentos fantásticos tenían el poder de inquietarnos con cuatro duros, sobre todo porque confiaban en destilar el terror a partir de la trama, los ambientes y los personajes, y no a partir del cansino recurso del psicópata-acuchillador-a-ritmo-de-videoclipantes-flashes-audiovisuales.

Arrástrame al infierno, en resumen, juega en la liga del fantástico entendido como herramienta para reflexionar sobre nuestra naturaleza, y no como excusa para montarnos en un túnel de terror plagado de sustos baratos. Por eso, la película atrapa: te interesa lo que le ocurre a los personajes y, volviendo a la frase que encabeza el texto, te enfrenta a esa parte no demasiado agradable del ser humano, la que es capaz de hacer cosas que nunca hubiese imaginado. Cosas que, en el fondo, responden a ese egoísmo salvaje que nuestra sociedad actual ha convertido en "valor en alza". Así pues, que nuestra protagonista trabaje en un banco (o sea, en una sede de ladrones extorsionadores convertidos en "necesidad social") no es desde luego una idea argumental gratuita.

La película, por tanto, tiene mucho de cuento moral, y esa base es la que aporta solidez al resto. Un resto que no es moco de pavo: es un endiablado carrusel de tensión que, sin renunciar al golpe de efecto gore, entiende la casquería como clímax a un mal rollo previamente cocinado a fuego lento, y no como un fin en sí mismo. A ello debe sumarse un esquinado sentido del humor que ayuda a destensar el ambiente para que, eso sí, lleguemos fresquitos al próximo susto. ¡Qué diferencia con ese cine de terror acumulativo que confía, equivocadamente, más en la saturación que en la dosificación!

Finalmente, esos apuntes cómicos sirven para recordar a los aficionados lo mucho que Raimi le debe a los cartoon de Chuck Jones, cuya cruel manera de mostrar la crueldad con el otro (véase las "caricias" que se prodigan el coyote y el correcaminos) se aligeraba con un corrosivo, anárquico y catártico sentido del gag. Que es lo que, en resumen, podría definir este cruce entre Posesión infernal y Ola de crímenes, ola de risas. Un cruce sazonado con una afinada mirada al comportamiento humano que, incluso salpicado de humor, siempre tendrá un trasfondo realmente terrorífico.)

martes, 4 de agosto de 2009

Up

Lo de Pixar es imparable. Con Up vuelven a demostrar que llevan el cine en las venas. Que aún es posible devolver a la pantalla (y al espectador) la emoción primitiva, primigenia, que implica hacer algo tan mágico, tan surrealista, tan inexplicable como ver desfilar ante nuestros ojos a un puñado de vidas imaginadas, pero palpitando de manera muy real durante hora y media.

Maravillosa. Como ya se lo habrán dicho por activa y por pasiva, amigo lector, yo no me voy a extender más. Tan solo les recomiendo que vayan a ver Up (a ser posible sin niños) y que babeen un poco con su buen gusto, su elaboradísima sencillez y su capacidad de ir directa al corazoncito. Por mi parte, quiero aprovechar estas palabrillas para darle unas cuantas vueltas a otros aspectos, quizás colaterales, del film pero que, espero, sirvan para aportar algo más que la manida retahíla de frases hechas (ciertas, pero en el fondo un pelín sobadillas) que loan la genialidad de la cinta.

En primer lugar, quiero dejar claro que pese a su deslumbrante belleza, Up me parece inferior a su precedente Wall·E. Seguramente tiene algo que ver la ligera sensación de déjà vu que, por momentos, campa por las imágenes del nuevo producto Pixar. Vale, ellos han patentado (que no inventado) la fórmula y es justo que la exploten al máximo, pero hay en Up un cierto discurrir mecánico que chirría ligeramente. Me refiero a la muy astuta manera de plantear la narración: primero se presenta a los personajes hasta conseguir atrapar a la platea; a continuación se desarrolla una aventurilla que haga evolucionar los elementos apuntados en la primera parte y, finalmente, se llega a un clímax de indiscutible energía poética. En Wall·E, el esquema se hacía diáfano y avanzaba engrasadamente de una etapa a otra. En Up se hace evidente y, en la parte central, se encalla un poquillo.

Eso no es óbice para admitir que la primera media hora de la película es seguramente una muestra del mejor cine que hoy por hoy pueda crearse. La manera de utilizar las elipsis narrativas para explicar la vida del abuelete protagonista y, sobre todo, la magistral táctica para dotar de sentido emocional a los objetos (una foto, una figurita, un mueble...) demuestran que Pete Docter y compañía han visto mucho cine (CINE, no cine) y que, lo mejor de todo, han sabido extraer de ello las lecciones exactas para resucitar una manera de explicar que los lerdos son incapaces de reproducir (ver prácticamente cualquier estreno) y que los modernos más recalcitrantes (y estomagantes) creen haber superado (ver lo último de Gus Van Sant).

Ese clasicismo ancla Up a toda una tradición cinematográfica, pero sin esclavizar al producto, dejando que respire por él mismo hasta encontrar su propia personalidad, su propia manera de decir. Por momentos, sufrí una especie de cruce de cables y me venía a la memoria, cada vez que el protagonista salía al porche, al Eastwood de Gran Torino, pues ambas película beben en el fondo del mismo manantial de la eterna juventud creativa. Y el que suscribe, que como ya dije en alguna ocasión es un poco insaciable cuando se pone ante una pantalla, acabó soñando con un menage a trois que, junto a los dos yayos mencionados invitase a la cama redonda a otro venerable senior: Hayao Miyazaki. Porque lo de la casa flotante propulsada por globos de colores es, me juego lo que sea, herencia suya y producto del confeso amor que desde Pixar sienten por la obra del papá de Chihiro.

Quizás a causa de esta morbosa cópula imaginativa de genios acabé perdiendo el norte y no pude disfrutar del todo de la propuesta de Up. Pensar en lo que Miyazaki hubiese hecho con la historia me provocó más de un coitus interruptus, sobre todo al constatar que en Disney siempre están más por darle cancha al sentimentalismo que a la fantasía extrema, irracional, salvaje y primitiva típica del cineasta nipón. Sí, no les negaré que de vez en cuando me sentía un poco incómodo ante las que, para mí, son (puntuales) derivas facilonamente lacrimógenas que salpican el argumento de Up.

Qué quieren que les diga, lo de llevar la casa literalmente a cuestas, como una condena eterna que ata al protagonista a un pasado que se niega a superar, me resulta a veces una metáfora un poco cutrilla, por evidente. Pero hasta cuando se ponen un poco ñoños, los chicos de Pixar dan sopas con hondas a todos sus competidores en el campo de la animación (comparen, comparen con la tontada esa de Ice Age) y a buena parte del cine actual en general. ¿El truco? Su honestidad. Porque mientras nos relajan el lagrimal y nos estrangulan el nudo en la garanta, los responsables de la película parecen decirnos: "sí, a veces somos llorones y un poco cursis, incluso hasta políticamente correctos, pero no nos vamos escondiendo por las esquinas, no queremos engañar a nadie. No hacemos cine para comerte la cabeza con rancias apologías llenas de moralina barata. Hacemos cine para que te emociones". Y entonces, absolutamente desarmado, el espectador responde: "¡Pues lo conseguisteis!".

De nuevo.

Taquilla española del 31 de julio al 2 de agosto

Clica sobre la parrilla para ampliarla:

Fuente: www.boxoffice.es

miércoles, 29 de julio de 2009

Pagafantas

Felicitémonos. El cine español está de suerte gracias al borboteante oxígeno, al aire fresco que sopla desde los fotogramas de Pagafantas. Ya tenemos a la crítica mojando las butacas, y eso, qué quieren que les diga, pues da mucho gustito... sobre todo a Antena 3, que coproduce la cinta en cuestión y que lleva un año de love affaire con el cine español, gracias básicamente a la pasta que se está embolsando con Fuga de cerebros y otras perlas cómicas de este, como decía, "oxigenado" nuevo cine español.

Pues sí, qué placer poder respirar hondo y llenar nuestros pulmones con humor cafre y casposidad melancólica. De lo primero, por suerte, no abusa Pagafantas. De lo segundo, por desgracia, ofrece a porrillo hasta obturar la pantalla de rancio setentismo y ochentismo que, lejos en mi caso de provocar cierta complicidad emocional, me lleva a ese estado de vergüenza propia (y ajena) típico de cuando te ves en el súper 8 de vacaciones con tus padres. Sí, éramos más jóvenes, pero no mejores, aunque tenemos aquí una generación de cineastas que vive encallada en la época del radiocasete Lavis y que pretende convertir tal atmósfera estética en marca de fábrica, en reivindicación de nuestro frikismo congénito. Eso sí, les sirve más de excusa para el compadreo cómplice-nostálgico (Pagafantas y esa insoportable nueva moda de los anuncios casposo-idiotas) que para la reelaboración mínimamente inteligente, mínimamente creativa, mínimamente irónica de lo que nos hace ser como somos (Muchachada Nui, cuyo espíritu se invoca en vano en el film a través de la participación de Julián López y Ernesto Sevilla).

La verdad, no sé a qué viene esta obsesión por añorar aquellos viejos tiempos, sobre todo cuando aquellos viejos tiempos eran AQUELLOS viejos tiempos. Porque si me dices, no sé, que añoras a Billy Wilder (con quien algún crítico muy, muy osado ha conectado Pagafantas), pues, hala, te alabo el gusto y te invito a que vivas eternamente en el pasado (ese pasado que sigue siendo aún futuro. En algunos casos, tal y como está la comedia y el cine en general, es hasta ciencia-ficción). Pero no, esta historia del eterno buenazo que siempre acaba siendo solo el amigo de la chica a la que ama en secreto viene llenita de "experiencias de juventud" que, supuestamente, harán tilín en cualquiera que, naturalmente, haya vivido la misma época y comparta el mismo background que el protagonista.

Pagafantas no consigue en ningún momento que el ínclito interpretado por Gorka Otxoa traspase el status de arquetipo y sirva para decirnos cosas sobre el amor, el fracaso del amor o cualquier otro concepto que palpite humanidad y que, en ese caso, no necesitaría de chistes ni referencias generacionales para llegar hondo. Sea quien seas, hayas vivido lo que hayas vivido.

Incluso yo que por edad, por entorno cultural soy el target del film y podría empatizar con el protagonista, no consigo engancharme a sus desventuras. No porque mi vida sentimental sea mucho mejor que la suya, sino porque el personaje está tan desdibujado, tan desprovisto de complejidad emocional que sus patochadas de intencionalidad simpática acaban resultado tontadas merecedoras de "un buen sopapo, a ver si espabilas". Y si no tienes personaje principal al que agarrarte, tampoco puedes engancharte a ninguno de los secundarios, que son o puras niñitas gritonas de cerebro efervescente (la chica que tiene loquito a nuestro chico) o fracasados emocionales que, a excepción del personaje de Óscar Ladoire, más que tiernos, como se pretende, resultan patéticos. ¿O quizás era esa la pretensión del director, hacer una película plagada de sosos antipáticos? Pues le ha salido redonda. Y eso no es un elogio: hasta el personaje más cabrón de la filmografía de Wilder, ese director al que se parece invocar de vez en cuando desde la pantalla, tiene más chispa, más personalidad, que cualquiera de los que deambula por Pagafantas.

Tengo la sincera sospecha de que Pagafantas es un corto alargado. El director se vale para ello de diferentes sets cómicos de desigual fortuna, pero que en nada contribuyen a hacer avanzar la trama. Queda clara la procedencia televisiva del director, formado en formatos cómicos basados en sketches, pues su puesta de largo no pasa de ser, en el fondo, un ¡Vaya semanita! monotemático sobre los infortunios del amor. Hasta el mismo guión enfatiza esta idea episódica tirando de una serie de insertos que nos hablan de las tipologías de los enamoramientos utilizando un look y una narrativa digna de los documentales de Rodríguez de la Fuente (agggg! el pasado otra vez!). Como idea puede resultar hasta graciosa, pero olvida Borja Cobeaga que tiene a unos personajes que deben respirar y transformarse por sí solos y no como simples marionetas al servicio de su idea cómica... e ingeniosa (?). Y es por ello que ese final, supuestamente amargo, desencantado y personal (ahora va a resultar que el antihappy end es la mar de radical) pierde toda su eficacia pues no responde a la evolución lógica de los personajes y sus sentimientos (de hecho, aquí no hay evolución de ningún tipo) sino a la mecánica del escritor de piezas cómicas cortas, esas en las que el gag es producto de un concepto o una idea cómica. Lo que se dice un chiste, vaya. Y ya sabemos que lo peor que se puede hacer con un chiste es alargarlo y alargarlo, como ocurre en este caso.

Vale, Pagafantas no es aburrida (bueno, un poquillo sí) y tiene alguna que otra burrada para el recuerdo, pero carece de historia a la cual hincarle el diente. Y así, mientras da vueltas y vueltas entorno al mismo punto, la película parece buscar su redención apostando por lo simpaticote. Decisión que acaba por perderla porque, como todo buen pagafantas debería saber, cuando te dicen que la chica es muy simpática es porque, seguro, seguro, te quieren emplumar a la más fea.

martes, 28 de julio de 2009

Taquilla española del 24 al 26 de julio

Clica en la parrilla para ampliarla:


Fuente: www.boxoffice.es

domingo, 26 de julio de 2009

Paranoid Park

Aquí tenemos de nuevo al poeta de la nada. O, para ser más precisos, al poeta de la nadería porque, intentado capturar el vacío existencial de nuestros jóvenes (esto va de un skater, de su día a día, de sus papis al borde del divorcio y de un homicidio), el pobre Gus Van Sant acaba sucumbiendo también a ese vacío, que en su caso es esterilidad emotiva y, en el fondo, esterilidad creativa.

Paranoid Park no es nada, y de eso hace su bandera artística. Pues muy bien, esa es su elección creativa y, desde luego, no somos nadie para criticarla si se presenta mínimamente argumentada. Pero como espectadores cada cual tiene el derecho a exigir algo a cambio no ya de su dinero sino a cambio de su buena fe, de la aceptación del contrato comunicativo que se establece entre el artista y el lector de su obra. Y en este caso, como en Elephant, como en Last Days, el que suscribe no recibe el alimento suficiente como para saciar el hambre canina con que, por defecto, se coloco siempre ante la pantalla. Paranoid Park es una gominola, una nube de esas de azúcar cuya composición es aire en un 90 por ciento. Y que resulta dulce, y que resulta llamativa, pero que nada aporta a quien busca en el cine algo más que una pose, que un vano intento por ser cool, que un, si me apuran, forzado conceptualismo metacinematográfico que tantos orgasmos provoca en esa crítica in tan insaciable en su búsqueda de nuevos paradigmas y profetas de la imagen.

Porque, a lo sumo, lo que ofrece Paranoid Park es un vaciado de la experiencia cinematográfica que, de acuerdo, puede argumentarse teóricamente e incluso puede dar pie a complejas, esclarecedoras y productivas reflexiones sobre la frustración que provoca nuestra incapacidad actual a la hora de entender y ordenar la realidad que nos rodea a través del cine. Pero ese concepto, qué quieren que les diga, hace tiempo que los más viejos del lugar ya lo llevamos digiriendo. Y los más jóvenes, pues ya conviven con él de serie. Que a estas alturas, Van Sant necesite hora y media de tedio para hablarnos del tedio resulta, claro, tedioso y, aún peor, facilón y superficial. No pondré en duda las muchas ideas que el director desperdiga a lo largo de su película, pero hay varias cosas de su propuesta que -y admitámoslo, quizás sea un problema personal- me irritan seriamente hasta el punto de hacerme desconectar de la película.

Por un lado, tenemos ese alejamiento con respecto a lo que explica que, más que una renuncia a juzgar lo que retrata me parece pura y simple cobardía. Me parece simplemente la muestra patética de un artista que se da por vencido, que renuncia directamente a seguir buscando. Y a mí, esos artistas no me interesan. Y ahora voy a hacer lo que tanto teme hacer Van Sant (y toda esta generación de almas perdidas con los pantalones caídos y los calzoncillos al aire): tomar partido, sentar cátedra sin miedo a equivocarme, sin miedo a ese diálogo que películas como Paranoid Park, con su obsesiva e, insisto, cobarde cerrazón convierten en imposible. Sin miedo a ese diálogo que, en lo emocional y, por tanto en lo moral, tan conscientemente cercena Van Sant en sus películas. Así que aquí lo dejo dicho, para que me aplaudan o para que me piten: un artista intenta entender el signo de los tiempos, y la validez de su obra depende de cuántas pistas (acertadas o equivocadas) nos dé para entender lo que nos rodea. Gus Van Sant, en cambio, no puede reflexionar sobre ello porque, en el fondo, es producto de ese signo de los tiempos. Y -de nuevo entramos en lo personal- yo no voy al cine buscando cronistas. Busco visionarios.

Porque por mucho que nos venda la moto sobre su discurso complejo entorno a esa juventud fantasma que se limita a pasar por la vida como un espectro, deslizándose por el asfalto con sus monopatines, lo de Van Sant es puro onanismo audiovisual, puro gozo, complicidad y, aún pero, complacencia con lo que retrata. Pura fantasmada, vaya. Y aunque la cosa le sale bonita (gracias al director de fotografía Christopher Doyle), uno no puede evitar enfadarse ante cosas como la caprichosa decisión de fragmentar y desordenar el relato. ¿Para qué? ¿para transmitirnos el caos mental del protagonista? ¿para hablarnos de un mundo sin orden? ¡Ja! Lo hace simple y llanamente porque resulta muy fashion, pues creo lo suficientemente inteligente a Van Sant como para no caer en recursos expresivos tan baratillos.

De igual manera, esos paseos por los pasillos del instituto al son de bonitas melodías indies, esos desenfoques por los que mataría Isabel Coixet o esos virados fotográficos tan chachis aparecen y desaparecen por pura golosonería estética, sin otra función en la película que hacer babear a los coleccionistas de revistas de tendencias y/o de moda que siempre tienen niñitas esqueléticas con el rimmel corrido en la portada. Porque eso es en realidad Paranoid Park: un nuevo álbum de fotos muy street y de espíritu cool hunting que invita a hacer lo que yo hago con todas estas publicaciones gratuitas que me encuentro por las tiendas de discos: pasar las hojas rápidamente, dejarse deslumbrar quizás por alguna página y, acto seguido, amontonarlas con el resto del papel para reciclar. Qué quieren: seré muy poco moderno, pero ahora me ha dado por el ecologismo.

martes, 23 de junio de 2009

Taquilla española del 19 al 21 de junio

Clica en la parrilla para ampliarla:


Fuente: www.boxoffice.es

viernes, 19 de junio de 2009

¿Hacemos una porno?

DJ MALIGNO Y SKATE DOCTOR HABLAN DE CINE

DJM: Hey, man! ¿Has visto la última del Kevin Smith? Lo flipas, tío, lo flipas.
SD: Sí, macho. Me moló mogollón eso de montarte una peli porno con los colegas.
DJM: Además, mola más que el peñazo ese que el Smith hizo con la J.Lo. La tía está muy buena, pero para un polvete, ya me entiendes, que luego seguro que se pone empalagosa, empieza a rayarte con eso del amor, y que si me quieres, que si no... y al final te da la rave.
SD: Bueno... sí... esto, quizás tengas razón... pero la verdad es que a mi me pareció que la última del Kevin Smith, en el fondo tampoco se diferencia tanto del pestiño ñoño que hizo antes con la Jennifer...
DJM: Joder, Skate, que polémico y cahierista te pones cuando esnifas pegamento.
SD: Es que, no me digas, pero lo de la historia de amor del gordo y la rubiales, que viven juntos pero no follan, me rayó un poco. Sobre todo cuando se plantean que si follan tendrían que quererse y vivir juntitos, y toda la mandanga. Como si el cuerpazo de escándalo de la piba no fuese suficiente motivo para cepillársela. No sé, man, que todo me sonó un poco a mensaje del Videla ese.
DJM: ¿Videla? Será Varela. Rouco Varela.
SD: Eso, tío... es que el Imedio me pone del revés.
DJM: ¿Sabes cuál es tu problema, Skate?
SD: ¿...? (Mirada perdida, entre intrigada y absorta. Mirada de esnifador de pegamento, vaya).
DJM: Que le das demasiado al tarro. ¿Qué importa que se tengan que querer y todo eso? Al final, lo que importa es que dicen guarradas...
SD: Eso, eso, guarradas.
DJM: Y se ven tetas...
SD: Eso, eso, tetas.
DJM: Y algún coño.
SD: Sí, si, coños. ¡Y una polla!
DJM: .....
SD: .....
DJM: Ehem (apoyando la espalda y el culo a la pared, como una lapa). Y, bueno, pues que tiene su coña lo de intentar hacer una versión porno de Star Wars.
SD: Sí, tío, la coña con Star Wars tiene guasa. Aunque ya cansa un poco. Sale en todas las películas del Smith...
DJM: Tú sí que eres cansino, macho. Pues pa que lo sepas, lo de Smith con Star Wars se llama "seña de identidad del autor". Son detallitos para enteraos, como lo de contratar a la Traci Lords o lo de comprar por Amazon y chatear y to eso moderno de ahora. Joder, deberías saber de estas cosas. ¿Tú no eres el que compra cada mes el Fotogramas?
SD: Sí, pero no lo leo. Lo uso para montar las papelinas. Tiene un papel tan satinadito...
DJM: Bueno, es igual. Tú te lo has pasao bien en el cine, ¿no?
SD: Mmmmm, sí.
DJM: Pues eso es lo que cuenta. ¿Para qué quieres pelis de esas que no se mueve la cámara y le has de dar la vuelta al coco? El Smith hace cine pa divertirse, que es lo importante en esta vida. Vale que últimamente le ha salido una vena un poco rancia, pero, joder, ¿en cuántas películas has visto que le caguen en la cara a un personaje? Qué arte ni qué pollas. ¡Mierda en la cara! Eso sí que estimula el coco. Por cierto, hablando de estimular... ¿no tendrás por ahí un gramillo?
SD: Pues sí, justo llevo una papelina aquí. Mira, y con el careto de la Angelina Jolie.
DJM: Joder, me encanta el cine.
SD: Y a mí, y a mí.

miércoles, 17 de junio de 2009

Terminator Salvation

Lo de situar la acción en plena guerra contra las máquinas era una vieja demanda de los fans de la saga Terminator. Sin embargo, vistos los resultados de esta cuarta parte que, efectivamente, narra el enfrentamiento futuro entre humanos y cacharros, queda claro que pasearse por los aledaños de la trama se convierte en un peligroso error de cálculo. O no, ya que la traición al espíritu de la serie es tan flagrante que uno se pregunta si no será intencionada, si no se habrá planteado este Terminator Salvation más como un spin off que como una secuela.

Y es que en las partes anteriores, ese futuro apocalíptico que aparecía de manera puntual actuaba como pesada sombra, como amenaza latente que permitía dotar de urgencia a las aventuras del presente destinadas a evitar ese mañana de destrucción. Ahora nos encontramos inmersos en eso que temíamos y que, como todo truco de prestidigitación que se desvela, pierde bastante gracia. Más que nada porque desprende la sensación de que no nace de la propia lógica del universo de ficción creador por James Cameron, sino que es el resultado de estirar un chicle al que ya se le sacó todo el gusto y elasticidad en Terminator 3: La rebelión de las máquinas. Para dejarlo más claro, esta cuarta parte es a la saga lo que los dibujillos de las guerras clon a Star Wars: una jugada errónea que se inventa vericuetos y derivaciones, que amplía de manera barrocamente innecesaria todo lo expuesto, con meridiana y rectilínea precisión, en las cintas anteriores. O sea, bienvenidos a los aledaños, como les decía al principio.

El director McG actúa en consecuencia y pone toda su adrenalina visual al servicio de lo que, en el fondo, no es más que un film bélico. Le da a todo un tono muy terroso, sin ocultar su deuda con el look de videojuegos del estilo Medal of Honor, y se olvida de las paradojas temporales que tantas horas de asueto especulativo nos dieron en partes anteriores. Aquí se va directo al grano, sin justificar más de lo necesario los líos de los bucles temporales, amparándose quizás en la carta blanca que dan las nuevas teorías de las realidades paralelas y que mucho más sabiamente supo explotar la nueva entrega de Star Trek.

El problema es que, como peliculilla de guerra carece de épica, y perece atrapada en la fascinación por lo metálico. Producto de ese paseo por los aledaños ya comentado, Terminator Salvation babea con el aspecto cromado de las máquinas, pero el pálpito humano, lo que supuestamente algunas de esas máquinas llevan dentro, es pálido como el tono general de la fotografía. Por momentos, uno no sabe si está viendo máquinas que destruyen trágicamente nuestro futuro o una visita inesperada de los cochambrosos Transformers que tan penosamente ha resucitado el Spielberg en versión pesetera. Para más inri, esa veneración de los pistones y los cablecitos se traslada a la acción y las pertinentes persecuciones avanzan con la precisión de una escalera mecánica: sí, te suben de una planta a otra... pero esa nueva planta resulta no ser demasiado diferente de la anterior, con lo que todo queda en la ascensión propia de un orgasmillo de segunda. Son los problemas de lo mecánico: se nota que, a diferencia de la segunda parte (sin duda, la mejor de todas), la acción, el movimiento perpetuo ya no son el sentido último del film. Ahora, aquí las cosas corren y explotan porque toca, no porque se necesite para algo más que llenar metraje y darle al decibelio.

Vale, los que ya han visto el film me dirán que estoy obviando interesadamente el conflicto emocional que viven los personajes y que pretende reflexionar sobre la condición humana y el poder de las emociones. Ciertamente, algo de eso creí percibir en el argumento de la peli, pero nada de eso me llegó a rozar el corazoncillo, por mucho que este órgano vital tenga una importancia trascendental en el argumento. De hecho, toda esta parte (a priori, la más interesante y coherente con la saga) se presenta como un pegote irrisorio y discursivo que únicamente parece pensado para que Christian Bale ponga su eterna cara de actor shakespeariano (ya nos empiezas a cansar, muchachote). Lo cual, naturalmente, chirría en un mecanismo que, desde su propia concepción, optó por venerar y enfatizar la fascinación por la grasa terminator en lugar de intentar capturar el bombeo y el calor de la sangre humana.

Del pachucho clímax final no diremos nada para no hacer leña del árbol caído, pero permítanme hacer una referencia (y si no quieren saber más de la cuenta, no sigan leyendo) al cameo estelar de Schwarzenegger (o su clon digital). Es una muestra más de la espectacularidad gratuita que campa a sus anchas por una cinta que pretende encontrar su propio camino, pero que continuamente se encuentra con los mismos palos en las ruedas: las tres películas anteriores.

martes, 16 de junio de 2009

Taquilla española del 12 al 14 de junio

Clica en la parrilla para ampliarla:


Fuente: www.boxoffice.es

lunes, 15 de junio de 2009

Eva Mendes en "Cleaner"

"TODOS TENEMOS NUESTROS SECRETOS"

(Todos, incluso esta películilla, que esconde bajo su apariencia de obra prescindible algún que otro fulgor de buen cine. Sin embargo, el secreto de Cleaner al que nos referimos no se esconde en la trama, que tratándose de un thriller está, obviamente, plagadita de pistas falsas y sorpresas. El secreto de Cleaner está en la ajustada manera cómo, sin apartarse de su condición, sin estirar más el brazo que la manga, consigue dotar de cierta personalidad lo que no es más que un producto del montón nacido para formar parte de algún futuro pack de DVDs de acción. Sus costuras, su patronaje, son los de la serie B, y de haber intentado darle otro lustre, Cleaner se hubiese descosido de manera ridícula. El director Renny Harlin lo sabe y, sin forzar la máquina, pone todo su empeño en hacer buen cine para el olvido, entretenimiento efímero pero consistente. Ese es el secreto de Cleaner.

Ese y, naturalmente, Samuel L. Jackson, actor de la escuela que, haciéndome el graciosillo, he dado en llamar "salvapantallas" y que, curiosamente, encabeza junto a otro colega de profesión y raza: Morgan Freeman. Y es que coges al bueno de Samuel y lo colocas en el pestiño más supino que pueda imaginarse y, oye, pues como que el desastre no parece tan evidente. En este caso, además, como mínimo existe un personaje con entidad (un encargado de limpiar escenas de crímenes cuya eficacia, sin embargo, no le permite limpiar las manchas de su pasado) y un enigma criminal que se integra bien en los secretos que, como dice Eva Mendes, envuelven a todos los personajes.

De acuerdo, su discursete sobre la familia y la amistad está a los niveles de imbecilidad típicos del cine yanqui en su versión moralisticobíblica, pero realmente da la sensación que ese peaje es tan inevitable como los de las autopistas catalanas: hoy por hoy o lo pagas o no circulas por las vías rápidas del mainstream. Una lástima, desde luego, pero acostumbrados como estamos a ver tanto cineasta poniendo la directa para ser lo más rancio, baboso, efectista y vulgar posible, da cierta alegría encontrarse con un Renny Harlin que prefiere bajar las revoluciones del motor, ir por el carril de la derecha y enfilar la autopista del cine de usar y tirar con la dignidad del que, por lo menos, sabe a dónde quiere llegar.)

miércoles, 10 de junio de 2009

Taquilla española del 5 al 7 de junio

Clica en la parrilla para ampliarla:

Fuente: www.boxoffice.es

miércoles, 3 de junio de 2009

Millennium I

Cojan a un par de investigadores con el carisma de vacaciones (qué quieren, son nórdicos); háganlos deambular por una intriga con menos enjundia que una misión de Mortadelo y Filemón y tendrán las claves del prolongado bostezo que provoca este Millennium I que, en breve, amenaza con dos partes más. Naturalmente, la falta de carisma y la poca enjundia son accidentales ya que esta adaptación del best-seller Los hombres que no amaban a las mujeres se pretende grande, profunda, elegante y europea, que es lo que se dice cuando uno no sabe, como en realidad pretende aunque sea con la boquita pequeña, aplicar los esquemas del nuevo thriller estadounidense. Y, de este modo, durante unas interminables dos horas y media, el director y sus despistados actores se pasean por situaciones escabrosas que intentan mantener despierto al espectador, aunque para ello deban pagar el precio de caer en ese histrionismo de opereta que confunde exageración con intensidad.

Vaya, que la peli no le pilla nunca el tono al asunto: durante una hora se simultanea la exposición de una intriga (un periodista investiga la muerte de una joven rica víctima, según parece, de un familiar) con el relato de la vida perra de una detective fan de los Tokio Hotel. El espectador que no ha leído el libro infiere que periodista y detective acabarán coincidiendo, pero no puede evitar el asombro y el tedio ante esa historia paralela que, de tan mal explicada y de tan mal encajada en el argumento, nada aporta y mucho entorpece a las motivaciones (?) y sentimientos (??) que, más adelante, forjarán las bases de nuestra parejita investigadora.

Pues bien, una hora después de visitar con demasiada asiduidad las manecillas del reloj, el espectador por fin percibirá que la máquina se pone en marcha y que, pese a no creernos ni por activa ni por pasiva que a alguien le importe realmente lo que pasó con la desaparecida, las piezas empiezan a encajar. El problema es que, quizás acuciados por el tiempo, y con sesenta minutos de metraje ya alegremente malgastados, los responsables del film ponen el turbo al asunto y, ordenador e internet mediante, todo se va aclarando a una velocidad pasmosa. Lo cual demuestra que la web se ha convertido en el recurso del guionista gandul y lo cual, a su vez, aleja ya definitivamente al público de una intriga que entra peligrosamente en el terreno del "¡cómo no lo vi antes!". ¿Que cuál es el terreno del "¡cómo no lo vi antes!"? Pues se trata de casi un subgénero dentro del thriller cutre que consiste, sin ton ni son, en descubrir todo el intríngulis de un misterio en tres segundillos y tras exclamar, habitualmente por parte del investigador, una frase idéntica o similar a "!cómo no lo vi antes¡". La respuesta es obvia: no lo viste antes porque no había pistas sólidas para verlo, pero el guionista de turno debe tener hora para el dentista y conviene ir acabando, con lo cual el espectador, decepcionado ya en su totalidad, se repanchinga en la butaca a la espera de que, cuando a los señoritos les interese y no cuando la lógica argumental o dramática lo exija, se vayan solucionados los enigmas.

El caso que se investiga en Millennium es, en definitiva, más bien fofo. Solo falta añadirle la fofedad de los personajes (los buenos, supuestamente heridos emocionalmente; los sospechosos, menos intrigantes que un puzzle de tres piezas) para que la película se desmorone como un castillo de arena. Y lo peor es que se desmorona ya desde el primer tercio de la función, con lo que la perspectiva de tener que aguantar el asunto una hora y media más deja k.o. al cinéfilo más voluntarioso.

Todo el problema, sin embargo, no creo que proceda del andamiaje de la intriga (algunos recursos, como las fotos de época, están muy bien aprovechados para crear puntuales momentos de inquietud visual), sino de la evidente dislocación de intenciones: a los creadores del film no les preocupa en el fondo las interioridades de la investigación, sino sus derivaciones morales. Desgraciadamente, son incapaces de armar un discurso sólido sobre el tema y, aunque uno intuye ya muy al final de este calvario fílmico que la cosa va, efectivamente, de reflexionar sobre un mundo en el que los hombres no aman a las mujeres, se encuentra en realidad con un sopicaldo aguado cuya insulsez pretende disimularse a base de tropezones de violencia física y emocional. Una violencia a la cual unas veces le falta un hervor y otras está tan cocinada en fogón grande que, en vez de quemar, se le ha pasado el punto hasta perder todo su sabor.

martes, 2 de junio de 2009

Taquilla española del 29 al 31 de mayo

Clica en la parrilla para ampliarla:


Fuente: www.boxoffice.es

miércoles, 27 de mayo de 2009

Cómo celebré el fin del mundo

Desconozco si existe alguna teoría cinematográfica entorno a las "películas tortuosas de ver, pero que al final provocan un latigazo de emoción en el espectador". No sé si esta tipología tendrá sus estudiosos o si dispone de una terminología menos de andar por casa, pero lo cierto es que, tras visionar Cómo celebré el fin del mundo, y repasando mentalmente alguna de mis películas favoritas, he llegado a la conclusión de que comparten un mecanismo interno (digamos mejor una poesía, que suena menos maquinal). Tienen en común eso, proponer un desarrollo no siempre gratificante (en el caso del film que nos ocupa, ciertos recursos invitan a la deserción) pero que va cocinando a fuego lento un clímax final que todo lo recopila, que da sentido y ordena lo expuesto a veces de manera titubeante, caótica. Y no hablo del clímax al estilo "sopresa final de Shyamalan" o de los "fuegos de artificio catárticos" habituales en el cine de acción. Hablo de la extraña, pero ciertamente efectiva y emocionante sensación de que, durante el film, el director afina su instrumento, va probando notas hasta que al final, de todo lo ensayado (ensayo al que asistimos y por tanto, del que participamos) surge, no "por casualidad" sino "a causa de", una nota que vibra en armonía con las notas internas del espectador.

Reconozcámoslo, Cómo celebré el fin del mundo no invita al optimismo: tenemos los últimos días de una dictadura (la de Ceaucescu), tenemos un barrio de familias modestas y marginadas y, ¡ay ay ay!, tenemos un niño que se lo mira todo. Elementos suficientes para que nuestro sentido de alerta cinéfilo se ilumine con un ¡DANGER! similar al que se enciende cuando el cine español y la Guerra Civil van juntitos. Y ciertamente hay momentos para ese respetable, pero ya un poco sobadillo, tono de nostalgia infantil con tintes autobiográficos, costumbrismo y desvíos oníricos de la escuela Kusturica. Afortunadamente, junto a todo esto discurre de forma paralela, casi con más fuerza, la historia vital de la hermana del niñito de marras, y aquí Cómo celebré el fin del mundo encuentra el camino para ir cohesionando todos los elementos que, por separado, amenazaban con convertirlo todo en una versión rumana de Cuéntame.

La joven es indisciplinada en la escuela y sueña con abandonar el país, pero el acierto del director Catalin Mitulescu reside en no ligar estas ambiciones al entorno histórico que rodea a la muchacha. Está claro que la dictadura comunista determina a los personajes, pero esos deseos de libertad y de realización personal sobrepasan lo particular de un tiempo y un país para adquirir un significado más amplio, más existencialista y, por tanto, más comprensible fuera de sus fronteras. Y a medida que se va fraguando este objetivo, las piezas van encajando y encontrando su sentido dentro de la trama, demostrando quizás que Mitulescu empezó el relato a ciegas, inmerso en la dispersión de unos recuerdos y sensaciones, para ser finalmente el relato quien iluminó su propio camino.

Ayuda a ello una narración sin artificios, basada en las elípsis narrativas que extirpan del plano cualquier atisbo de épica o dramatismo novelesco. Aquí hay visitas de la policía secreta, arrestos y planes de fuga hacia Italia, pero todo queda fuera de campo, flotando como una neblina persistente que se cuela en la vida rutinaria de los protagonistas. Seguramente aquí está la clave de potente impacto emocional que, fotograma a fotograma, va fraguando la cinta: en lugar de dejar que la Historia se imponga a los personaje, se nos habla de unos personajes en un momento determinado de la Historia. Y de esa humildad, de ese acto de realismo que prefiere el pequeño relato (habitualmente más honesto) al gran relato (la Historia, el relato menos honesto que existe) debería aprender nuestro cine. Este cine que aún no ha sabido mirar honradamente las heridas del pasado. Que aún no ha sabido, como sí sabe hacerlo esta película, acercarnos a los que vivieron, simplemente intentaron vivir, "bajo" un dictador que se desmorona. Seguramente no serán tan atractivos para determinadas formulaciones ideológicas, seguramente darán menos juego que los que valientemente vivieron "contra" el dictador, pero en ellos hay una verdad aún por explorar: esa verdad de los que "pasaban el fin del mundo" (este es el concepto del título original del film de Mitulescu), aunque un cierto oficialismo histórico solo prefiera ver la imagen de la España que "celebraba el fin del mundo" (curiosa, ¿e inocente?, traducción española de Cum mi-am petrecut sfarsitul lumii).

martes, 26 de mayo de 2009

Taquilla española del 22 al 24 de mayo

Clica en la parrilla para ampliarla:


Fuente: www.boxoffice.es

viernes, 22 de mayo de 2009

Ángeles y demonios

La saga cinematográfica nacida a partir de las novelas de Dan Brown es ciertamente un producto difícil de encajar en todos los sentidos: tiene los ropajes de una superproducción, pero huye, no sé si intencionadamente, de la más mínima corrección narrativa. En este tipo de cine taquillero estamos acostumbrados a encontrarnos con la apatía de lo pulidito y la factura bien aplicada pero impersonal; en cambio Ron Howard nos ofrece, tanto en El Código Da Vinci como en esta Ángeles y Demonios, un ejercicio de cine rematadamente malo, de psicotronía que nos retrotrae a los balbuceos accidentalmente surrealistas del fantástico de serie Z.

Leo por ahí que Ángeles y Demonios, el film, es mejor que su antecesor, como si a estos niveles de mezquindad fuese posible distinguir entre la basura y la porquería. No obstante, hagamos tal esfuerzo crítico, aunque solo sea para discrepar de la opinión general: Ángeles y Demonios es infinítamente más aburrida que El Código Da Vinci; eso sí, es taimadamente más hábil a la hora de vomitarnos encima su inmundicia. Aquí ya ni se preocupan por darle un poco de carisma a los buenos y los malos de la ficción, meros títeres al servicio de una trama con menos vericuetos que el cerebro de Yola Berrocal. No obstante, la nada que habita en el corazón de la cinta se infla mediante una perpetua aceleración visual, que conviene no confundir, como parece que les ocurre a algunos críticos, con el ritmo narrativo. Eso sí, tal aceleración produce -por lo menos durante la primera mitad del film- un eficaz simulacro de intensidad. Simulacro que permite repartir papeles en la saga: si El Código Da Vinci era renacentista, a Ángeles y Demonios le corresponde el papel de barroca. O, bueno, para ser más precisos y menos insultantes con la historia del arte, Ángeles y Demonios sería un film "churrogueresco" (nótese la broma para universitarios y lectores con alto nivel cultural).

A lo que íbamos, que todo empieza con cierta gracia, pero el buñuelo se deshincha a medida que Tom Hanks llega, curiosamente siempre con un par de minutillos de retraso, al lugar donde se comete un crimen. La primera vez cuela, por aquello de seguir los mandados de todo relato de tensión, pero cuando el truquillo se repite... ¡tres veces más!, uno empieza a mosquearse ante la evidencia de que la cosa se mueve entre la sinvergüenza y el puro choteo. No, señor Howard, llegar a última hora tampoco es sinónimo de trepidación.

Por otro lado, el desarrollo de la intriga se autodinamita de tanto despreciar la inteligencia del espectador. Si en El Código Da Vinci teníamos, aunque fuese a niveles delirantes, algún que otro personaje al que agarrarnos (la Tautou) y una serie de enigmas de cierto fuste, en Ángeles y Demonios todo es de un rutinario que espanta: llega Hanks al escenario del crimen, ve algo raro, lo interpreta gracias a sus enciclopédicos conocimientos y ya sabe cuál es el siguiente punto al que debe acudir. Como en un juego de pasar pantallas, vaya, pero con la desgracia (para nosotros) de que el único que juega es el bueno de Tom. Te fastidias, que la PlayStation es mía.

Sin embargo, y como decía al principio, nunca acabas de posicionarte del todo ante el producto: tanta guarrindonguería narrativa, tanta previsibilidad (¡y eso que yo no había leído el libro!), tanto barroquismo de cartón piedra contrasta con una manifiesta voluntad de tesis, con un indisimulado deseo de tejer una reflexión sobre lo humano y lo divino, sobre la convivencia entre ciencia y religión. Y, además, esa reflexión se hace con una voluntad, ehem, crítica. El resultado de esta jugada es, sin embargo, otro de los simulacros barrocos del film, que parece regodearse dando mamporros a la iglesia católica como institución.

A primera vista, sorprende que una cintilla palomitera insista una y otra vez en meterse en jardines anticlericales en vez de pasearse plácidamente por la habitual corrección política que todo lo invade. ¡Si hasta nuestros amigos los curas se han mosqueado ante lo que se presenta como una clara reivindicación de lo racional frente a la fe, mostrada aquí poco menos que como una superchería para las masas! Y, ciertamente, Ángeles y Demonios, tan cerrilmente dispuesta a ir contracorriente, propone algún que otro gozoso asidero para los que, como el que suscribe, viven en el descreimiento absoluto. Pero, nuevamente, todo responde a la ampulosidad del barroquismo mal entendido, al mucho ruido de las pocas nueces.

Si El Código Da Vinci metía el dedo en la llaga de un entramado ideológico basado en el machismo, esencia perversa del catolicismo, Ángeles y Demonios resulta mucho más corto de miras porque no se arriesga a desvelar o interpretar nada, sino que se limita a ser el vocero de un lugar común: la Iglesia, como institución, es una empresa sustentada en juegos de poder que tienen bien poco de divinos. De este modo, envuelta en escenas trepidantes, algún que otro momento gore y varios efectillos digitales, se da lustre nuevo a una idea vieja que, como idea vieja, es ya un tópico. Y que, como tópico, es ya algo digerido y aceptado. La película pertenece a esta era de la transparencia informativa, que no es más que otra manera de ser opacos sin que el respetable se dé cuenta: la iglesia está corrupta, los banqueros son unos ladrones, el capitalismo está en crisis. Hoy por hoy sabemos más de todo y, por ello, creemos que lo sabemos TODO. Pero en realidad, que veamos cómo está de malito el mundo, que el desastre no sea un secreto, en vez de inquietarnos, nos da seguridad. Y Ángeles y Demonios, aunque no quiera parecerlo, ayuda a este estado de las cosas. Pues es el suyo un certero entretenimiento para salir bien felices del cine: como todo es descifrable, podemos dormir tranquilos.

martes, 19 de mayo de 2009

Taquilla española del 15 al 17 de mayo

Clica en la parrilla para ampliarla:


Fuente: www.boxoffice.es

Emma Thompson en "Nunca es tarde para enamorarse"

"ESTO NO ES LA VIDA REAL"
(Le damos toda la razón a la protagonista, entre otras cosas porque Nunca es tarde para enamorarse no tiene nada que ver con el mundo de ahí fuera, que desde luego puede ser muy bonito, romántico y feliz, pero nunca tan pasteloso como se muestra en el film. Por esta historia de amor entre dos maduritos a los que se les acaban las oportunidades no discurre ningún hálito de vida; está toda ella sustentada en la acumulación de tópicos y códigos emocionales que, ya desde el principio del cine, dejaron de ser reflejo de la realidad para ser, únicamente, reflejo de ellos mismos.

Por mucho que el director Joel Hopkins se empeñe en hacer pasear a Dustin Hoffman y Emma Thompson por Londres, por mucho que intente encender la misma llama que Linklater prendió en los paseos parisinos de Antes del atardecer, nada de nada. A Nunca es tarde para enamorarse te la miras no como una historia de amor, sino como una película de amor, y desde esa posición es posible echar alguna lagrimilla, pero no emocionarse sinceramente.

No le quitaremos a la cinta el mérito de la efectividad. Acumulando uno tras otro, sin sonrojo, todos los tópicos imaginables, Nunca es tarde para enamorarse construye un relato de eficacia comprobada, un pastel de buen aprendiz de repostero que ha sabido medir y mezclar bien todas las proporciones necesarias de
-humor (Dustin haciendo el ganso, siempre a un paso de Rainman),
-elegancia (Emma forever!),
-romanticismo de manual (¡si hay hasta un piano para tocar jazz satinado!),
-kitsch (no falta una boda y su consiguiente sesión de tiendas a la búsqueda de vestido)
-y ese patetismo gagá que siempre provoca simpatías, pese a arrastrarte sin contemplaciones por los lodos de la vergüenza ajena (la parejita protagonista bailando al son de unos músicos callejeros).

Todos son ingredientes de una fórmula que Joel Hopkins amasa con eficacia y que, sobre el papel, no va más allá del producto para yayas, ese subgénero que habitualmente pasa desapercibido entre la avalancha de ruido teen y palomitero pero que, tal y como están las cosas, parece el asidero más rentable para mantener viva la entelequia a la que llamamos sala de proyecciones. Sin embargo, hay algo que de pronto brilla en esas imágenes re-vistas y en esos diálogos re-escuchados. Algo que, tratándose de una película que prefiere ser ficción a buscar un soplo de verdad, no podía llegar de otro ámbito que no fuese el de los mentirosos profesionales. O sea, el de los actores. Y es que la profesionalidad, el saber estar y la química entre Emma Thompson y Dustin Hoffman tiran de toda la cinta con una energía indiscutible, hasta tal punto que uno acaba creyéndose a estos dos liantes que, evidentemente, están en un productillo como este por la pasta, pero que a diferencia de muchos colegas, lo disimulan muy, pero que muy bien.)

lunes, 18 de mayo de 2009

Retrospecterrr: "Our Favorite Things"

Me gustaría conocer a ciertos encargados de comprar el material audiovisual de las bibliotecas públicas. A algunos, con los que comparto gustos retorcidos y bizarros, me los imagino disfrutando con la posibilidad de adquirir con dinero público productos de marcado carácter antisistema y underground.

Hace unos días me encontré con la maravilla Our Favorite Things, nacida de las retorcidas mentes del colectivo Negativland. Estos tipos y tipas llevan toda la vida batallando con las leyes de la propiedad intelectual y han tenido más de un susto judicial, sobre todo a partir de su apropiación-reconstrucción-deconstrucción-destrucción del I Still Haven't Found What I'm Looking For, de los U2.

Visitar su web es altamente recomendable, y darle un vistazo a este DVD también. He de reconocer que soy incapaz de tragarme enterito el CD musical que incluyen, entre otras cosas porque, a diferencia de otros raros sonoros (The Residents), lo de Negativland tiene más de concepto sonoro que de gozo musical propiamente dicho. Además, creo que la música en su caso es siempre subsidiaria del elemento visual.

Así que echemos un vistazo al DVD, cargadito de un corta-y-pega que se nutre básicamente de estímulos procedentes de la cultura de masas. El trabajo de Negativland, además de arduo técnicamente, arroja resultados sorprendentemente terroríficos: aislados de su entorno habitual, desvestidos del hipnotismo massmediático que tanto ayuda a su fácil digestión, los logotipos, los noticiarios, las imágenes de archivo, los anuncios, los hits musicales... todo lo que sufren nuestros maltratados ojos adquiere una dimensión perversa, casi demoníaca. Lo de Negativland es como aquello de escuchar a los Black Sabbath al revés y encontrarse con mensajes del Diablo. Solo que en el caso de Negativland es verdad.

Y como ellos mismos nos animan desde las notas de contraportada a saltarnos los copyright y reutilizar sus propias obras, aquí les dejo una de sus piezas más logradas, además de cien por cien cinéfila. ¡Tiembla Mel Gibson! ¡Tiembla Rouco Varela! ¡Tiemblen!

Negativland's Mashin' of the Christ