viernes, 28 de noviembre de 2008

Quantum of Solace

A menudo nos quejamos de ese descerebramiento que afecta a prácticamente la totalidad de la producción cinematográfica que, semana a semana, nos vomitan a los ojos. Pero igual de irritante me resultan esos profesionales del intelectualismo (de corto alcance, aunque ellos no lo crean) que van por la vida haciendo relecturas, revisiones y redimensiones (son muy re-dichos, ellos) de todo lo que se les pone por delante. A James Bond le ha pasado esto mismo en su última película, que es a la saga fílmica lo que La Fura dels Baus es al teatro: un bluf con ínfulas que cuando quiere ser profunda dice bien poco y que cuando quiere ser impactante acaba sobresaturando hasta el aburrimiento. No es casual que una de las escenas digámosle cumbres del film se desarrolle durante una representación de Tosca ejecutada (y nunca mejor dicho) por uno de esos grupillos teatrales de pijos que le dan al videoarte y que, a poco que pueden, siempre hacen salir a alguien vestido de camuflaje, por aquello de hacer una metáfora sobre la violencia.
No piensen que soy un carca de esos que patalea en el Liceo cuando Calixto Bieito estrena una de sus pajas mentales. De hecho, siempre he dado la bienvenida a cualquiera que, partiendo de la tradición sepa iluminarnos sobre ese pasado y, además, utilizar esa luz para despejar las sombras del presente y del futuro. Creo, en este aspecto, que la anterior Casino Royale era ejemplar a la hora de insuflar nueva vida al ya bastante gastadete agente 007. Pero viendo Quantum of solace no me queda tan claro que el film anterior abriese nuevos caminos por explorar. O para ser más exactos, me parece que la nueva aventura de Bond se ha creado para sofocar el fuego que implicó recrear, en carne del muy ajustado Daniel Craig, a un agente que, más que nunca, hacía uso de su licencia para matar. Su transformación en animal herido que responde a zarpazos permitió que el personaje sirviese para lo que ha de servir el cine: entretener, pero también reflejar esa condición (y muchas veces, mala condición) humana que, vibrante en la pantalla, interpela a las emociones de la platea.
Quantum of solace intenta seguir por la misma senda, pero despojándolo todo de complejidad. Si Casino Royale dinamitó unos arquetipos anteriores, la película ahora estrenada tiene la menos ilustre función de consolidar los nuevos arquetipos. La cual cosa, en cierto modo, nos devuelve al punto de partida y estancamiento que la era Craig pretendía finiquitar. Como Bond dice al final de la cinta, “nunca me he ido”. Y, efectivamente, Quantum of solace es como cualquiera de los films con Roger Moore, pero sin su humor (¡bien!), con menos marcha (ya no tan bien) y con una pátina de “nos tomamos todos y todo muy en serio” que, sin llegar a ser del todo irritante, intenta inyectar de gravedad existencialista el más bien debilucho riego sanguíneo de la historia ideada por los guionistas Paul Haggis, Neal Purvis y Robert Wade. Historia que, por otro lado, y en consonancia con lo dicho más arriba, depende totalmente de la trama del film precedente. Así que, si piensan ir a ver la película y no tienen muy fresca la parte anterior, revísenla si no quieren quedarse a veces descolgados.
A Quantum of solace le sobra autoría (¡eh!, que soy Marc Forster, un-director-con-un-mundo-personal) y le falta valor. Valor para no volver a disecar a Bond (cosa que hace devolviéndonoslo a redil de los buenos) y valor para, como decía antes, revolver el mito sin destruir su personalidad. En este segundo aspecto, la jugada de orillar conscientemente algunos de los signos de identidad de James Bond no actúa como un revulsivo para redefinirlo, ya que no se aportan nuevos elementos que sustituyan a los elementos obviados. Y, por eso, supuestamente se persigue la contundencia seca de cierto realismo (pálida copia, por otro lado, de la saga Bourne), pero solo se consiguen sosas escenas de acción rodadas con más ruido que nueces; en cuanto a las chicas Bond, nunca habían sido tan floreros; y por lo que respecta al malo, pues desearle el más rápido de los olvidos cinéfilos.La nueva operación 007 es, en definitiva, una operación fallida. Que se puede ver, que por momentos se puede disfrutar, pero que para nada transita los senderos prometidos por su precedente. Y para colmo, como toda creación ahogada en su propia arrogancia, cree descubrir grandes verdades aunque las exponga con la mayor de las simplezas: pues esto, se me olvidaba decirlo, va de análisis del nuevo tablero geopolítico, con los recursos naturales como tema de disputa. Lo cual permite vender mejor (ya saben, el ecologismo) el corto alcance de su reflexión. Porque, a estas alturas y viniendo de un film supuestamente apegado a lo adulto, ver a pobrecitos bolivianos poniendo carita de pena porque no les llega el agua es de un mundialismo barato del cual Bond debería negarse a participar.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Appaloosa

Lo siento, pero no puedo con ella. Es ver aparecer a Renée Zellweger con ese mohín perpetuo de niña a la que le han robado la piruleta, y empieza a hervirme la sangre. Que esta chica tenga un Oscar es uno de los muchos gags que jalonan la historia de estos premios, pero que un tipo cabal como Ed Harris haya contado con ella para Appaloosa entra directamente en el terreno del misterio insondable, del enigma que provocaría noches y noches de orgasmos mentales a Iker Jiménez. No me entra en la cabeza que, insisto, un tipo cabal como Ed Harris permita que la muchachita en cuestión le arruine, casi solita, su segunda película como director.

De todos modos, seamos justos: miss Zellweger es una parte importante, pero no la única, del semifracaso artístico de Appaloosa. El film se presenta como un western dispuesto a resucitar las esencias del género, con sus héroes taciturnos y de pasado oscuro, con sus duelos en calles polvorientas, con sus indios al acecho y con sus cabalgadas hacia la puesta de sol. Y de todo eso hay en el film, aunque engarzado con un desfallecimiento narrativo y más de una imprecisión de guión que transforma esos héroes taciturnos en simples tipos muditos. Además, los duelos se convierten en remedos no demasiado lucidos del spaguetti western, la aparición de los indios es un apunte más folclórico que necesario para la trama, y la puesta de sol resulta ser en una resultona postalita cinéfila. De hecho, toda Appaloosa es una postalita cinéfila; entiéndanme, una postalita de gusto indudable, pero en el fondo acartonada. Se nota que Harris, como director, ama el género y lo entiende, pero la irregularidad de tono del producto provoca en el espectador una incómoda ciclotimia: los toques de humor, por ejemplo, lejos de humanizar chirrían con el sustrato dramático de este retrato de dos amigos pistoleros que se dedican a poner paz en pueblos en conflicto y que, con la edad, empiezan a tener una visión diferente de la vida. Aquí está en el problema de Appaloosa: en no saber cómo mezclar el mito con un tratamiento realista del Oeste, y de este modo, lo "real cinematográfico" se trastoca en parodia cuando pone los pies en lo "real real".

Por ello, uno puede creerse a Viggo Mortensen y Ed Harris cuando hablan de sus cosas o planean su futuro aprovechando que el malísimo Jeremy Irons no se pasa por el pueblo. Menos creíbles resultan, sin embargo, cuando se ponen la coraza de tipos duros y se convierten en máscaras de un catálogo de poses de pistolero. Aquí, Harris como director es incapaz de traspasar el estereotipo y tras el rictus inexpresivo de sus personajes no consigue dejar brillar la pequeña chispa de ese torbellino interior que, supuestamente, determina las acciones de tipos como estos. Podemos, en definitiva, entender (y no siempre) qué es lo que motiva a estos pistoleros, pero de entenderlo a sentirlo desde la butaca hay un gran trecho que la película no transita. Nunca mejor dicho, el hábito no hace al monje y, en este caso, la ambientación y los estereotipos no son suficientes para fabricar un western. Un western que se quiere triste y que se queda en tristón. Como tristona es la equivocada tonalidad de la fotografía, que en este caso no ha sabido desprenderse o utilizar a su favor la frialdad propia de la filmación en vídeo de alta definición.

Y ahora vuelvo con Renée, que juega un papel fundamental para entender la evolución emocional del personaje de Ed Harris. Por desgracia, la actriz (?), respaldada por la dispersión general ya comentada, solo consigue generar en nosotros una pregunta: ¿cómo un pistolero curtido en mil batallas es capaz de enamorarse de una ripipi como esta y plantearse colgar las armas por ella? ¿dónde está la pasión? ¿o es que realmente no hay pasión y solo buenas formas? Pues va a ser que sí, porque en Appaloosa hay tiros y caballos, pero poco western que vaya más allá de las buenas formas para dejarnos una película que merezca el recuerdo.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Gomorra


Cinco motivos para verla

1. Por antiépica:
Aunque las citas a Scarface forman parte del entramado argumental del film, este acercamiento a los usos y costumbres de la camorra napolitana nada tiene que ver con la mirada que tradicionalmente Hollywood ha hecho al submundo de la mafia. Aquí no hay grandes persecuciones ni tiroteos operísticos. Tampoco los personajes son (anti)héroes megalómanos cegados por el poder. Gomorra es un ejercicio intencionadamente desapasionado que, con los instrumentos del documental, tan solo quiere exponer de manera frontal la inquietante y sólida infiltración del crimen organizado en el entramado social y moral del sur de Italia.

2.
Por contundente:

No debe entenderse la asepsia narrativa del film como una falta de intensidad o como una manera de rehuir el compromiso. Precisamente la fuerza, el impacto de la película está en su tono frío, que la despega totalmente de cualquier vestigio de ficción. Así, sin cargar las tintas en busca del espectáculo, sin recurrir a ninguna estratagema narrativa, Gomorra planta ante nuestros ojos la realidad en su estado más crudo. Y eso es, sin necesidad de despachar ningún discurso, un posicionamiento radical y comprometido frente a lo que se explica: simplemente mostrando cómo las pistolas conviven con el puchero, la extorsión con los buenos días, el ligoteo con el machismo o la violencia con los juegos infantiles se consigue decir mucho más sobre la descomposición de la sociedad napolitana que con cualquier estadística sobre muertes o volumen de negocio negro. Que la camorra haya obligado a exiliarse al autor del libro en el que se basa el film deja a las claras que al crimen organizado le importa menos reconocer su connivencia con el poder político que aparecer, como en la película, tal como es: un colectivo de asesinos que controla y manipula los estratos sociales desfavorecidos que cínicamente asegura proteger.

3.
Por pesimista:
Gomorra es una película que se va destilando poco a poco y eso, precisamente, le da más profundidad y calado. La frialdad expositiva a la que nos referíamos es también una manera de trasladar sutilmente al espectador el desencanto que siente el director ante lo que ve y nos transmite. Matteo Garrone plantea varias líneas argumentales para abarcar diferentes ámbitos de influencia de la camorra. Ámbitos que no están en los despachos de los políticos, sino en la calle, en los barrios populares. Y que ese microcosmos, en principio alejado de las esferas del poder corruptor, ya haya perdido su pureza y chapotee entre el miedo y la explotación, hace que la tristeza se vaya adueñando de toda la película. Hasta cierto punto, Gomorra resulta asfixiante y descorazonadora porque no nos plantea ningún happy end balsámico, no nos ofrece salidas. Y cuando las ofrece (caso del personaje del diseñador de moda) es a costa de un alto precio: la pura y simple renuncia que poco puede ayudar a que cambien las cosas.

4.
Por realista:

Con actores nos profesionales y siempre apegada a los personajes, la cámara de Gomorra parece ser una intrusa que entra de tapadillo en los barrios marginales donde se desarrolla la acción. Por momentos, parece un estudio antropológico que nos acerca a los ritos de iniciación, a las escalas de poder y, sobre todo, a la manera cómo la lógica del crimen convive y, de hecho, organiza la vida cotidiana. Todo el mundo está "subvencionado" por la camorra y, por ello, no es extraño que cualquier actividad diaria, desde hacer la compra a casarse, esté rodeada por el control omnipresente de las mafias. Mafias, por otro lado, que también se han globalizado: hay clanes chinos y colombianos, o los residuos tóxicos que se esconden ilegalmente en vertederos viajan por mares internacionales con licencia... ¡de ayuda humanitaria!

5.
Por cruda:

Al final, la amargura que deja Gomorra en el espectador no radica tanto en las muertes que nos muestra como en la convicción de que nada va a cambiar: la camorra está infiltrada en los despachos políticos (incluso financia la reconstrucción de la zona cero de Manhattan), pero lo que realmente le otorga poder es su control de la calle y del futuro: duele ver cómo se recluta a los jóvenes del barrio, verdaderos niños de la guerra que crecen a marchas forzadas no solo por imitación de lo que ven, sino básicamente porque los adultos les niegan la posibilidad de ser niños. En un momento del film, el responsable de un vertedero contrata a chavales para que, subidos en cojines, conduzcan camiones con residuos tóxicos. No vemos ningún accidente, no vemos ninguna muerte ni ningún acto violento hacia los pequeños, pero la crueldad con la que se les manipula, con la que se convierte en juego una salvajada, es seguramente el mejor resumen de lo que pretende, y consigue, transmitirnos Gomorra.

viernes, 21 de noviembre de 2008

La buena nueva

Como ateo semiconvencido (en Navidades siempre me bajan las defensas y acabo rezando para que me toque la lotería), se me erizan los pelos cuando veo a un curita como el de La buena nueva arremangándose los hábitos para jugar al fútbol con la chavalería. De natural he sentido una aversión irreprimible hacia esta casta enlutada que se cree poseedora de la verdad y que, de vez en cuando, tiene el cinismo de bajar a nuestro nivel terrenal para echar un partidillo. Por tanto, reconozco que quizás no sea yo la persona más adecuada para acercarse con objetividad crítica a la película de Helena Taberna y su párroco-ONG decidido a mediar en un pueblo dividido por la Guerra Civil. Aún así, uno tiene muy inculcado, aunque solo sea por pura porosidad cultural, eso tan judeocristiano de la superación. Y si me perdonan los posibles deslices, intentaré demostrar(me) que soy capaz de argumentar con opiniones discutibles pero fundamentadas el rechazo que me ha provocado esta enésima visita cobarde a la gran herida de la reciente historia española.
Primero, lo bueno. He de reconocerle a Taberna el valor que tiene defender sin sonrojarse una propuesta tan buenrollista sobre la Guerra Civil, la memoria histórica, la dignidad de la mujer y el trasfondo happy flower de las Sagradas Escrituras. Además, escuchar en una película cómo un hombre confiesa antes de ir al paredón “Soy vasco y buen cristiano. Y si me quitan alguna de las dos cosas, prefiero morir” es cuanto menos sorprendentemente valiente y lúcido. Sobre todo ahora que nuestros nacionalismos intentan maquillarse de modernos para disimular su genética carca de terruño y sacristía (o esplai, en la versión catalana).
Los problemas surgen cuando en medio de todo esto se interpone la fe. Porque la directora tiene fe en que el entramado dramático de su historia se sustentará con la simple exposición (o mejor dicho, el simple apunte) de temas de gran calado histórico y humano. Pero es ahí, atrapada en la fe ciega de quien no pregunta, cuando la película se hunde en los abismos de la flacidez, en ese terreno de nadie donde uno ya cree haber hecho lo que debía trayendo a colación según qué temas, pero no tiene el valor de quedarse en la mesa para discutirlos, para defenderlos o (bueno, esto ya sería una utopía) para matizarlos gracias a las aportaciones ajenas.
Aunque bien pesado, probablemente el verdadero problema de este tipo de producciones (véase también Los girasoles ciegos) seamos nosotros, esos espectadores que frente a cualquier película enmarcada a finales de los treinta salivamos ante la posibilidad de un acercamiento riguroso y honesto a la Guerra Civil. Y atención, que no estoy hablando de proclamas fílmicas sobre buenos y malos; eso sería para mí lo de menos si ante mis ojos apareciera un producto con agallas, un producto comprometido moral y creativamente con sus propias premisas, sean las premisas que sean (p.e.: mi ateísmo no me impide disfrutar de Dreyer). La buena hora, por contra, no se atreve a llegar tan lejos, lo cual repercute en el valor artístico de la obra (bastante nulo y desapasionado) y en su valor moral (inexistente más allá de su difuso maniqueísmo). Insisto: quizás exigimos demasiado a nuestro cine y reclamamos rigor a unos artistas que de manera endémica viven (cómodamente) aferrados a ese costumbrismo de cartón piedra que se forja a base de detallitos folclóricos (aquí, cancioncillas de la época y bailes regionales) y un vestuario que parece siempre recién salido de la tintorería.
Y es que al final, La buena nueva es como Crónicas de un pueblo, con la particularidad ahora de que el tendero es un carlista enamorado de la mujer del médico, que es un socialista. Ah, y las monjitas son unas chivatas enfadadas con los jóvenes rojillos del pueblo, diablillos ellos que cuando pasan por delante del convento les hacen unos calvos. Sí, es tal la falta de intensidad del film, que la historia fraticida que relata es poco menos que una anecdotilla. Y todo por la carencia absoluta de valor por parte de los guionistas, siempre dispuestos a plantear conflictos para después dejarlos en el aire, en un ejercicio de ecuanimidad tan seguro como cobarde. Que el obispo, de visita en el pueblo, resuma una tensa comida entre bandos opuestos con un dicharachero: “ya ve, el horno no está para bollos” es quizás el mejor ejemplo de la persistente manera de tirar balones fuera que tiene esta obrita de roma factura visual y pésimas interpretaciones.
En definitiva, La buena nueva, tan evangélica ella, no quiere enemistarse con nadie. Al fin y al cabo, todo el mundo es bueno en el fondo, todo el mundo tiene sus sentimientos, todo el mundo sufre y padece... De hecho, parece increíble viendo tanta bondad y fragilidad humana campando por la pantalla que esos fuesen tiempos de guerra y de metódica infamia moral. Infamia moral mostrada con la sordina del estereotipo y cuyas causas no se quieren analizar nunca. Seguramente porque ese análisis convertiría el ejercicio de memoria histórica supuestamente reivindicado por el film en una escocedura mucho más dolorosa de lo que Taberna está dispuesta a soportar. Y además arruinaría ese tramo final de blandengue dramatismo integrador, con las mujeres del pueblo rendidas a la buena nueva del cura protagonista, que les montó una cooperativa textil (!),convenció a la más rojilla para que su hijo se hiciese monaguillo (!!) y ahora se las lleva de procesión, entre lágrimas, cirios y agua bendita, a las tumbas de los fusilados (!!!).

Nota al margen: Buscando las ilustraciones para esta crítica encuentro, entre el material promocional del film, un buen número de fotos con curas armados. En la película, curiosamente, la presencia conjunta de sotanas y fusiles es mucho más matizada y secundaria. ¿Vivimos tiempos tan fofos que hemos permitido que el marqueting sea más agitador que el arte?

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Saw V

Estoy en la cola del cine para ver Saw V y, rodeado de nengs y nengnas ansiosos por recibir su dosis de sangre y sadismo, me vuelvo a preguntar: ¿cómo puede ser que, después de tres secuelas de progresiva decadencia artística, aún me martirice viendo lo que, a todas luces, será un pestiño? La respuesta me inquieta: la maquinaria publicitaria ha decidido que Saw V sea la película que hay que ver esta semana. Y uno, que de vez en cuando tiene estos ataques de idiotismo ovejero, pues vuelve a caer en la trampa de un cartel originalísimo (¿se han dado cuenta de que lo mejor de la saga Saw son... sus carteles?) y, qué narices, se deja dominar por esa pulsión de voyeur gore que, disparando el lado morboso, anula cualquier posible defensa procedente del rinconcito cerebral donde se ubica mi intelecto. Así que aquí me tienen, tropezando, como humano que creo ser, dos veces con la misma piedra.

Al salir, naturalmente, uno promete no volver a dejarse engatusar, pero Saw es quizás el ejemplo más palmario de eficacia a la hora de colocar el producto por parte de la maquinaria de Hollywood. ¡Si hasta hay un nutrido y fiel colectivo de frikis que ha conseguido hacernos creer a todos que la saga merece ostentar el privilegio de cierto culto cinéfilo! Pues vamos bien, porque viendo esta Saw V está más clarito que nunca que el gato ha sustituido a la liebre, que la imaginación (sádica, pero al fin y al cabo imaginación) de las primeras dos partes ha tomado ya un camino de no retorno, y que la rebaja de criterios de calidad ha llegado a cotas vergonzantes. Esta nueva parte tiene un look de baratillo que la acerca a una práctica de estudiante de audiovisuales; el guión es de una ridiculez absoluta; y las interpretaciones, pues bueno, provocan esa risa que solo es privilegio de los actores (malos) capaces de poner siempre la misma cara (o llamémosle rictus). Da igual que estén asustados, que vayan de sádicos, que se tengan que cortar una mano o, ya en el ámbito más privado, que intenten evacuar después de varios días comiendo en el chino de la esquina de los estudios (¿qué quieres?, el presupuesto no da para más). El rictus en el rostro de estos próceres de la interpretación no cambia nunca.

Pero es que además, la película como intriga es directamente infecta. Eso sí, como deferencia hacia el que se supone que es su público objetivo, nos va explicando toda la trama con monólogos autorreflexivos bien claritos, para que no nos perdamos nada del “complejísimo” entramado inventado por estos (aparentemente creativos) guionistas. Claro, como ellos tienen estudios y ustedes, el público, son únicamente descerebrados entes comedores de palomitas, pues se ven en la obligación de crear a un detective listísimo que, oye, ni la Jennifer Love Hewitt de Entre fantasmas: lo colocas en el escenario del crimen y lo infiere todo, todo, todo... mientras nosotros, el público idiota, vemos recreadas sus deducciones en unos bonicos flashbacks retocados con su pertinente virado de color. Así nadie se pierde ni tiene que calentarse los cacos innecesariamente.

Porque Saw V es una película hecha para que no se piense ni durante ni después de ella. Y tentado estoy de no hacer tal esfuerzo, pues no se lo merece por cochambrosa. Pero uno tiene la sensación de que si me trago esta bazofia y la defeco sin digerirla, los Men in Black de Hollywood se habrán salido con la suya. Así que, ¡Danger, danger!: este artículo acaba con “La reflexión cinéfila del Dr. Maligno” (quien odie los spoilers y las comidas de tarro producto de una ingesta descontrolada de Cahiers du cinema, que abandone la lectura aquí mismo).

Aquí voy. Bien mirado, Saw V es el colmo del cinismo: el señor este que se dedica a someter a crueles torturas a sus víctimas afirma sentir repugnancia por el asesinato... ¡porque él da siempre una oportunidad al futuro finado para que pueda conseguir su salvación! A veces es a costa de cargarse al compañero de sufrimientos o, en otras ocasiones, ha de sacrificar algún miembrecillo del cuerpo para poder salir con vida. Bah!, pecata minuta si lo que se consigue es que esta gente, normalmente gente mala con pecados que expiar, aprenda la lección y no vuelve a ser mala. Puro fascismo, vaya, vendido además con un discurso manipuladoramente seductor que convierte al asesino de los malos en un tipo pasado de vueltas, pero bien majete y, oye, pues con unas razones del todo comprensibles. Porque ¿qué va a ser mejor? ¿dejar que los chorizos entren por una puerta y salgan por otra, o hacerles algunas putadillas, aunque les puedan costar la vida? Pues en Disney, que distribuye esta peligrosa oda al ojo por ojo, lo tienen muy claro: a la hoguera con ellos y mantengamos vivo al ideador de las torturillas. Que con él todo es más diver, se hace justicia... y se perpetúa una saga que continuará dando pasta incluso a costa de almas cándidas como la mía, que cree en cosas tan arcaicas como los derechos humanos. Aunque, para qué negarlo, imaginarme a Julián Muñoz obligado a serrarse una mano por raterillo y novio de Isabel Pantoja no deja de producir en mi interior cierta excitación perversa. ¿Ven? Lo que les decía: se estrenará Saw VI y allí estaré yo, haciendo cola...

lunes, 17 de noviembre de 2008

"Happy. Un cuento sobre la felicidad"


Cinco motivos para verla

1. Por contagiosa:
Si con ese título la nueva película de Mike Leigh no era capaz de hacerte salir con una sonrisa de la sala es que, directamente, había fracasado en sus objetivos. Afortunadamente, se abandona la butaca del cine un poco más "happy" de como se ha entrado: gracias a su estilo fresco y directo, el film sabe acercarnos (e implicarnos) en la vida de Poppy, una treintañera que, como el Common People de The Pulp que baila en una escena, solo busca ser feliz. Y la película nos transmite la energía de esa búsqueda; una búsqueda que puede no dar siempre buenos resultados, pero que conviene no abandonar nunca. A lo mejor, la felicidad solo está en intentar conseguirla.

2.
Por divertida:

Entendiendo como divertido algo diametralmente opuesto a lo que propone cualquier comedia idiota que semana tras semana martiriza nuestras neuronas. Happy es una comedia que nace del dibujo preciso de los personajes, no de los gags taberneros añadidos con calzador. El optimismo extremo de Poppy ya es de por sí cómico, pero junto a ella tenemos una serie de secundarios (la profesora de flamenco, el instructor de autoescuela, la hermana y el cuñado de la protagonista) que ofrecen momentos realmente hilarantes. Estos personajes están bien engarzados en la trama y redondean el tono caricaturesco que a veces adopta el film, pero en ningún momento se rinden a la broma fácil. Aquí caricatura no es sinónimo de superficialidad; de hecho, todos los personajes, tras su fachada aparentemente naif, esconden una parte oscura que emerge de tanto en tanto para rasgar el mundo dulce creado por la protagonista.

3.
Por agridulce:
Si, como decíamos, la parte menos divertida de la vida de los personajes aparece de vez en cuando para amargar el sabor de lo que vemos, hay además dos momentos claves para entender que para Leigh, hablar de la felicidad implica, necesariamente, hablar de su ausencia. Esos momentos son la aparición de un indigente y la de un alumno conflictivo de la protagonista. Ella quiere ayudarlos, pero ante todo los mira con asombro, intentando asimilar esa parte fea del mundo que ha decidido desterrar de su vida. La mirada de la protagonista lo dice todo: no entiende que pueda haber infelicidad, violencia o desamparo. No entiende que todo el mundo no pueda ser feliz. Y aquí está la gracia de la reflexión de Leigh, una reflexión que realmente no es nada "happy": a lo mejor nuestra felicidad depende de conocer y aceptar sus límites, de ser conscientes de la infelicidad de los otros.

4.
Por creíble:

Ya se sabe, todo es cuestión de gustos, pero preferimos las historias a pie de calle de Happy que el correcto academicismo de El secreto de Vera Drake o ese tremendismo pasado de rosca de Todo o nada. Mike Leigh vuelve aquí a ese cine hecho de pinceladas de realidad que rápidamente encuentran la complicidad y el reconocimiento del espectador. Noches de juerga con las amigas, tardes en el pub, vida urbana en el extrarradio londinense... Leigh nos acerca a esos microcosmos con mucha más eficacia que, pongamos por caso, Ken Loach. Porque mientras que éste se ahoga en el discursismo sociopolítico, Leigh prefiere transmitir cosas de mucho más calado buscándolas en la aparente funcionalidad de la vida cotidiana. Y por ello Happy llega tan adentro: Loach nos dice cómo interpretar la realidad; Leigh nos la muestra en toda su complejidad y se pasea con nosotros mientras nos perdemos por ese complicado laberinto al que llamamos vida.

5.
Por la actriz:

Galardonada con el premio de interpretación en Berlín, Sally Hawkins se adueña del papel de Poppy con una facilidad extrema. Su reto no era fácil: conseguir que una chica tan risueña no resultase irritante y antipática. Y ciertamente lo consigue: de hecho, que a veces resulte cargante forma parte del dibujo del personaje ya que Happy pretende, sin prisas y de manera sutil, descubrirnos el gran secreto del personaje: quizás tanta risa y tanto optimismo sean una manera inmadura de cerrar los ojos a la verdad. Esa verdad que, sin palabras, pero de manera bien elocuente, refleja la cara de la actriz cuando, paralizada y desbordada por la realidad, es testigo de lo que quizás no quiere ver: el dolor ajeno.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Red de mentiras

Entre los grandes vendedores de humo de la cultura occidental, el director Ridley Scott ocupa un lugar preponderante. El hombre tuvo la suerte de estar en los rodajes de Alien y Blade Runner y, desde entonces, pretende hacernos creer, rodando bodrio tras bodrio, que él fue realmente el director de aquellas dos joyas del cine contemporáneo. Yo, permítanme que lo confiese, tengo mis dudas al respecto, y a las pruebas me remito: cuando el ínclito Scott metió mano a Blade Runner con la excusa esa de hacer un director's cut, nos despachó un destrozo narrativo (quitó la voz en off) y estético (añadió unas imágenes poéticas dignas de las películas de Barbie Superstar) que nunca jamás le perdonaré.
Eso sí, el hombre, como buen creador formado en la publicidad, vende (y se vende) con una indiscutible habilidad. Y si hace unas temporadas se nos ponía íntimo (Los impostores, Un buen año), ahora se reinventa como director de Grandes Películas (American Gangster y esta Red de mentiras). O sea, como director de dramas de regustillo épico que incorporan temas de calado humano e histórico, por aquello de dejar claro que Ridley ha sido siempre un intelectual incomprendido. Porque él nunca ha sido un simple creador de entretenimiento con presupuesto a cascoporro, no: tras sus efectos especiales, tras esa violencia de videojuego y esa ampulosidad narrativa tipo “gran buñuelo relleno solo de viento”, se esconde en realidad un pensador, un perspicaz analista del mundo actual. O eso se cree (y pretende hacernos creer) el propio interfecto, aunque conviene advertir que todo es falso: lo único que esconden películas como Red de mentiras es el ejercicio resultón de un alumno aplicado (después de tantos años, algo ha aprendido), pero no el trabajo de un alumno talentoso. Eso sí, se hace tan evidente el esfuerzo por resultar trascendente, por ser serio (en el sentido de riguroso), que algún profe premiará esa buena actitud con la cualificación que Scott sabe que no se merece, pero que tanto tiempo lleva trabajándose: la cualificación de autor.
Red de mentiras es una trama de espionaje monda y lironda, material de best-seller que Scott, en los últimos años a la búsqueda desesperada del beneplácito intelectual, pretende colarnos como literatura fina. Y por ello nos explica en dos horas y media (que siempre da como más empaque) lo que puede explicarse en noventa minutos. Y por ello no hace arrancar el motor de la intriga hasta bien pasada una hora, tiempo que dedica a divagar sobre los equilibrios de poder en la era del terrorismo global. Porque esto va del mundo post 11-S, por si no lo sabían, y va también de la política exterior de los EEUU, temas de candente actualidad que, ya por sí solos (o eso parece defender Scott) son suficientes para dar prestancia comprometida al producto. El problema es que el único compromiso de Red de mentiras es con ella misma como ficción palomitera, no con el trasfondo de la historia que explica. Y de este modo, cuando le interesa se pone trascendente (es un decir) y cuando sospecha que el respetable se aburre, pues saca a pasear la caballería, que ya se sabe que un ramillete de explosiones y persecuciones siempre alegran la vista.
Sobre ese ramillete de explosiones y persecuciones admito que el director se lo sabe montar. No solo porque rueda con eficacia y tensión la acción, sino porque lo hace con la habilidad suficiente como para ocultar la vacuidad de la otra parte, esa parte trascendente que, reconozcámoslo, ya desde aquellas palomitas volando a cámara lenta en Blade Runner, nunca ha sido el fuerte de míster Scott. Que a estas alturas nos venga con la cantinela de que los EEUU son muy malos y que todo este pollo que han montado responde a su mirada prepotente hacia “el otro” no es, ni mucho menos, descubrir la sopa de ajo. Aunque el director parece muy convencido de que sí, de que lo suyo es un gran descubrimiento, y como tal, con el arrojo expositivo de los grandes genios, nos explica un cuento ya sabido, sin percatarse del ridículo que comporta gritar tanto para no decir nada. Y es que aunque toda la película intenta negarse a sí misma, tras su fachada de cine realista, urgente, hecho a pie de calle, se esconde en realidad un producto con mentalidad hollywoodiense, un film que es la versión para todos los públicos de Syriana y que, a diferencia de aquella obra maestra, convierte definitivamente el conflicto iraquí en un decorado para la ficción. Por él vaga ahora un Leo DiCaprio que va de duro y tiene sus momentillos románticos con una autóctona (oh, que bonito e integrador), pero el nuevo camino ya está abonado y, cuando las dos neuronas de Stallone vuelvan a estar en conjunción, seguro que nos montará por allí una aventurilla con Rambo degollando todo lo que se mueva. Lo cual, si lo piensan fríamente, es más honesto que todo este tinglado de impostado compromiso creativo que Scott ha montado en su última película, un circo de tres pistas que, eso sí, se maquilla como si fuese el Cirque du Soleil.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Jonathan Rhys Meyers en "Los niños de Huang Shi"

“HE SIDO TAN AFORTUNADO...

(Que sí, que ya lo sabemos. Que dar la vida por el prójimo, y más si son unos niñitos chinos que han de escapar del invasor japonés, es muy gratificante y ayuda al crecimiento personal. Pero hubiésemos esperado un poquito más de espesor dramático en este viaje físico y personal que ni es muy físico -se pulen 500 millas en un momentico, cual paseo por los decorados montañeses de cartón-piedra de Máximo riesgo- ni muy personal. Más que nada porque los personajes están bastante desdibujados, los recursos melodramáticos son bastante sobados -esas miradas perdidas al infinito, esos cromillos paisajísticos...- y el trasfondo político-histórico es más superficial que las noticias de Piqueras. Eso sí, alguna lagrimilla se escapa. Y es que la fórmula "basados en hechos reales" pocas veces falla).

El Doctor Maligno contra los yanquis

De la biblioteca personal del Dr. Maligno emerge este texto aparecido en el QuèFem? de febrero de 2001. La globalización, la hegemonía yanqui y los calzoncillos de Tom Hanks son algunos de los temas tratados, que puedes leer aquí.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Un rockero de pelotas

Hemos tenido que ingresar de urgencias a mi tío el Dr. Maligno porque se le desprendió la retina después de ver Un rockero de pelotas. A estas horas aún espumaba un extraño líquido por la boca, aunque los médicos nos han dicho que su vida no corre peligro. Como sé que no le gusta fallar a su cita con los lectores del blog, y aprovechando que días antes yo había ido a ver la película con la pandi del insti, pues me encargaré de escribir el comentario de esta semana. Intentaré ser fiel al estilo de mi tío, aunque la verdad es que a mí se me da mejor eso del messenger y los sms.

En fin, sobre la película os diré que me encantó. Y no solo a mí. Chonchi incluso lloró en alguna escenita, y la Yeni ya se ha cambiado todas las fotos de Zac Efron que llevaba en la carpeta por las del nene cañón que sale en Un rockero de pelotas. Bueno, no me refiero al tipo viejuno ese que sale en el cartel; ese es el tío del prota, que era heavy y lo echaron de la banda en la que tocaba. Pero ahora se encuentra con un chavalín (el que le pone a la Yeni) que toca con sus amigos del cole y les ayuda a triunfar en el mundo del rock.

A mí el pavo en cuestión me moló, pero lo que realmente me gustó fue todo lo que se monta alrededor de la gira del grupo musical. Es superdivertido, con sus fiestas elegantes donde todo el mundo bebe agua y va acompañado de sus padres, que son una peña superlegal que te entiende y te apoya cuando quieres ponerte un piercing o te da un poco por el rollo siniestro de los Tokio Hotel. Si es lo que yo les digo a mis padres: total, no hacemos daño a nadie y así desarrollamos nuestra propia personalidad (como dice el psicólogo del insti). Además yo creo que más les valdría controlar al porrero de mi hermano, que se pasa todo el día escuchando a tipejos melenudos y sucios lanzando gritos satánicos.

En cambio, la música de Un rockero de pelotas es cañera, pero de la buena. De esa que puedes tararear y que dice cosas bonitas. Rock de verdad, con los cantantes que ves que lo sienten y que transmiten. A mí, me gustó tanto esta peli que por momentos se me hacía un nudo en la garganta de la emoción. Y es que veía a los papis bailando en los conciertos de sus hijos y era como estar en una gala de Operación Triunfo, con todos esos sentimientos a flor de piel que te enseñan que tus sueños siempre se pueden hacer realidad si tienes el apoyo de los que te quieren.

Estuve mirando por internet para, ¿cómo lo llama mi tío?... ah! sí, documentarme... y vi que la peli la ha dirigido el de Full Monty. No sé si os sonará el título. Yo la tengo en casa de un DVD de esos que regalaban con el periódico y, la verdad, se nota que las dos pelis están hechas por el mismo señor, un tal Peter Cattaneo. Yo lo resumiría diciendo que son pelis muy divertidas y humanas, que tratan temas importantes sobre la vida, como la familia, el compañerismo, el amor, y en el caso de Un rockero de pelotas, sobre cosas como el éxito y el hacerse supermegamillonaria.

No me diréis que no son cosas que os preocupan, y no esas chorradas llenas de vómitos que mira mi hermano ni esas historias con chistes que nadie entiende que tanta risa le dan a mi tío. Un rockero por pelotas no, no va de ese rollo que no lo pillas nunca y, como a mí siempre me gustan las cosas claras (como cuando corté con el Isma porque le encontré en el libro de Educación para la ciudadanía una foto de la megazorra de la Cuqui), pues yo le doy un diez a Un rockero de pelotas. Bueno, pues espero haberos animado a ir a ver esta peli y ahora os dejo, que he quedado con la pandi para apuntarme a los castings de Fama ¡a bailar!

viernes, 7 de noviembre de 2008

Hermanos por pelotas

Parece ser que se avecinan cambios históricos, por los menos a tenor de los orgasmos verbales que desde las corresponsalías en EE.UU. ha provocado la campaña electoral y la posterior victoria de Barack Obama. Hemos descubierto que nuestros periodistas, quizás aburridos de ese rigor que debería llevar implícito su oficio, se pasan al territorio de los poetas y aprovechan cada conexión para despachar frases grandilocuentes sobre la esperanza, los valores y los sentimientos del pueblo americano. Definitivamente sí, el cambio ya ha llegado y se inaugura una nueva era global: la que va del payaso (Bush, Aznar) al entertainer (Obama y, un poquito antes, Zapatero), la que va del idiota declarado al actor carismático capaz de ocultar con su glamour que, en el fondo, nos recitará el mismo guión que los de antes.
Veremos cómo se traslada esa nueva tendencia a la gran pantalla porque, de momento, el virus del idiotismo sin disfraces y como forma de vida se ha enraizado de manera potente en el terreno de la comedia hollywoodiense. El último ejemplo lo tenemos en Hermanos por pelotas, que más que una película es un síntoma de estos tiempos en los que ser tonto ya no es un derecho, es incluso un orgullo. Y, efectivamente, si se repasa la videoteca de los últimos ocho años de política norteamericana, queda bien clarito que la tontería se ha convertido, hoy por hoy, en una puerta directa hacia el poder.
Sobre el papel, Hermanos por pelotas podría parecer una mirada crítica e irónica a ese peterpanismos que ha convertido al mundo desarrollado en una caterva de coleccionistas de figuritas de Star Wars. Sus protagonistas son dos cuarentones que todavía viven con sus padres y que, por cosas del destino, se convierten en hermanastros. A partir de aquí se desencadena toda una serie de situaciones que buscan su comicidad en el hecho de mostrar a un adulto comportándose como un niño. Previsible, vaya. Pero en mi caso podría hacer el esfuerzo de perdonar tanta previsibilidad si los gags viniesen sustentados por alguna intencionalidad cercana a eso que hemos dado en llamar inteligencia. Desgraciadamente, a medida que avanza la película queda más y más claro que su realización no tiene por otro objetivo que permitir a sus responsables hacer, simple y llanamente, el imbécil. De este modo, sin nada que decir (o lo que es peor, sin nada que querer decir), Hermanos por pelotas se convierte en una comedia cien por cien bushniana, en un trabajo que, luciendo su genética estúpida, legitima la estupidez como valor y forma de relación social.
Y luego tenemos a la pareja de actores protagonista, unos válidos Will Farrell y John C. Reilly, que aquí deciden dar rienda suelta a sus impulsos más absurdos y martirizan al espectador con sendos ejercicios de egolatría interpretativa. Ya he dicho alguna vez que conviene mirarse con recelo cualquier película producida o escrita por alguno de sus actores, y el caso de Hermanos por pelotas es paradigmático: dado que Farrell y Reilly firman la historia y, a buen seguro, han conseguido llevarla adelante gracias a su poder en Hollywood, la parejita se dedica a improvisar ruidosamente y sin orden ni concierto como amos y señores que son del producto. Que se lo pasan muy bien resulta evidente, pero todos sabemos que el onanismo es un placer egoísta, y resulta imposible no sentir cierto odio hacia este par de burros que se están pagando la juerga a costa de nuestra entrada.O por lo menos a costa de la mía, porque curiosamente luego lees algunas críticas y descubres que detrás de estas infraproducciones hay un nutrido grupo de claca friki que tiene la suerte de escribir en medios de amplia difusión y que se atreve a reivindicar este tipo de productos con laxos argumentos como “si no le pides demasiado, te divertirá”. Pues no, esto ya no es una cuestión de argumentos. Es una cuestión de sentido común, y con la misma convicción con que ellos la defienden, yo les digo que Hermanos por pelotas no tiene absolutamente nada de divertida. Por otro lado, y con cierta preocupación, les alerto sobre el poder de estos palmeros críticos que a estas alturas aún encuentran irreverente el ya gastado y vulgar recursos del idiota diciendo caca-culo-pedo-pis. Porque no nos equivoquemos, no hay nada irreverente en ser idiota. Un idiota es, simplemente, un idiota. Y se merecerá todo el respeto del mundo, pero ahora que ya no nos gobierna el hombre-que-se-atragantaba-con-una-galleta, deberíamos aprovechar este nuevo amanecer de la humanidad para dejarnos de condescendencias con los bobos del mundo mundial. Y, sobre todo, con todos aquellos que les ríen las gracias.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Solo quiero caminar


Cinco motivos para verla

1. Por urgente:
No es una película redonda, de acuerdo, pero la energía de la adrenalina (como motor de la acción y, lo que es aún más importante, como motor de los sentimientos) campa tan a sus anchas por toda la película que se disculpa el caos narrativo de su tramo central. La primera parte, en cambio, es modélica, con un ritmo que no saca el pie del acelerador y que, a través del montaje paralelo, establece vínculos premonitorios entre los personajes. Más adelante, la tramoya de este golpe planeado por cuatro mujeres se le escapa al director de las manos, pero el romanticismo fronterizo y crepuscular del final hace remontar el vuelo a lo que, en realidad, es un drama existencial disfrazado de thriller.

2.
Por violenta:

Su dureza es seca y frontal, pero en ningún momento se regodea, tal y como nos tiene acostumbrados el cine comercial, en la morbosidad o el gore. En el universo corrupto creado por Díaz Yanes, donde todo se compra y todo se vende, los disparos en la cabeza, las venganzas o la tortura son casi, casi formas primitivas de comunicación. Formas que, además, han creado su propio subgénero dentro del cine. Y Solo quiero caminar se apunta gustosa a ese subgénero: ahí están las referencias a Grupo salvaje o el cine de Jean-Pierre Melville, cuyos protagonistas se regían por estrictos códigos morales que por su violencia, pero a veces también por su pureza, los condenaban a la marginalidad.

3.
Por vengativa:
No, no esperen aquí a Charles Bronson o Seagal solucionando lo que las leyes no pueden solucionar. El tablero de juego que propone Díaz Yanes es bien distinto: el submundo de las mafias centroamericanas, con sus propias reglas y códigos. Cuando en la partida entran cuatro amigas dispuestas a vengar los abusos cometidos contra una de ellas, todo salta por los aires y va más allá del simple ajuste de cuentas. En Solo quiero caminar se describe, en realidad, una guerra entre hombres y mujeres que, no por casualidad, se enmarca en la muy machista sociedad mexicana. Aunque lo mejor de todo, lo que aleja la cinta de la previsible diatriba feminista-castradora, es que en ese enfrentamiento a tiro limpio, donde ellas sin duda muestran mucha más compasión que ellos, también hay espacio (poco, pero lo hay) para el entendimiento. Y es aquí donde Díaz Yanes circunscribe una historia de amor capaz de demostrar bellísimamente lo intenso que puede ser lo efímero.

4.
Por las interpretaciones:

Quizás pondríamos un único pero: la no siempre ajustada presencia de Victoria Abril, un poco pasadita en su papel de madre coraje. Por suerte, la suya es una aportación secundaria, ya que en Solo quiero caminar el testigo de protagonista lo toma, poco a poco, Ariadna Gil. Y aquí está mejor que nunca, alejada de esa impostada fragilidad llorona que, a nuestro parecer, afeaba muchos de sus trabajos anteriores. Elena Anaya y Pilar López de Ayala están resultonas, y Diego Luna podría dar lecciones a Leonardo DiCaprio sobre cómo hacer personajes adultos sin perder la carita de niño.

5.
Por tarantiniana... a su manera:

No es descabellado citar a Tarantino como inspiración del nuevo film de Díaz Yanes. No quiere esto decir que Solo quiero caminar sea una copia de la estética patentada por el director norteamericano. Si hay puntos de contacto es porque ambos directores parten de una misma fuente: la elegancia de cierto cine clásico, que se revisa con reverencia, pero también sentido del humor. Y luego está la música, punto de anclaje importantísimo que si en Tarantino apela a los setenta, en Diaz Yanes conecta con cualquier música capaz de describir la rabia más dolida: el flamenco, los corridos o incluso Patti Smith.

lunes, 3 de noviembre de 2008

High School Musical 3

Hablemos de tamaños ahora que para ser un homo audiovisualis y no morir en el intento parece necesario saber cuántos píxeles de diferencia hay entre un monitor FullHD y un HD Ready, o qué es mejor, si tener imágenes grandes comprimidas o si disponer de formatos más pequeños pero sin compresión. Conviene, eso sí, partir del hecho que todo este laberinto de cifras y letras es un invento perverso de la industria para no decidirse nunca por un formato estándar y, de esta manera, sacarnos los dinerillos cada temporada navideña con sus nuevos aparatejos.

Francamente, la superaltísima resolución y los pantallotes es, en el entorno doméstico, un puro y simple lujo innecesario que nos quieren colar (mejor dicho, nos van a obligar a consumir) los mismos tipejos que inventan formas para ver las películas cada vez más pequeñitas en consolas portátiles y teléfonos móviles. Así, lo tienen todo atado y bien atado, por arriba y por abajo.

Otra cosa es el cine como industria, un sector en el cual la revolución digital de la alta definición sí que está cambiando radicalmente la manera de hacer y pensar las imágenes. Pero ¿qué tiene que ver todo esto del tamaño con una película ya de por sí tan minúscula como High School Musical 3? Pues que, aparte de demostrar que el cerebro de los personajes también puede comprimirse hasta que se convierta en algo casi imperceptible, la peliculilla de marras certifica que el trasvase “sala de cine-salita de estar” (o a la inversa) es siempre un paso traumático. Que (y no quiero sonar nostálgico) una película pensada para una pantalla grande será, indefectiblemente, un cromillo cuando la veamos en casa, por mucho home cinema que tengamos. E, inversamente, que una "cosa" como High School Musical 3, pensada y facturada con mentalidad televisiva, nunca será capaz de llenar la magnificencia de una pantalla de sala cinematográfica.

Y cuando hablo de “llenar” no lo hago metafóricamente. HSM3 es técnicamente una chapuza: proyectada en el cine, resulta visualmente feota, fatalmente marcada por una fotografía plana, sin profundidad ni gusto cromático. Es una peli que, como las dos partes anteriores, debería haberse estrenado directamente en televisión, que es un espacio más fácil de llenar, con unos estándares técnicos menos exigentes. Pero, claro, aquí hay negocio y ahora el film hará pasta también en la gran pantalla, por donde pasea su condición de formato intruso sin ningún tipo de remordimiento. Total, como la chavalería es fácil de contentar...

Pues sepan, capitostes de la Disney, que eso es una falta de respeto, un desprecio absoluto a quienes les pagan con su entradita los yates y mansiones en Beverly Hills. No es de recibo que tengan que apoquinar una entrada completa para ver una película que ofrece la mitad; no es leal con el cliente que se gaste toda la pasta por un subproducto que hace daño a los ojos ya desde la primera escena. Porque pocas veces he visto un número musical tan penoso y caótico como el de ese inicio en la cancha de básquet habitada por una masa informe de gente que, supuestamente, se mueve bajos los designios de una coreografía. Y lo peor es que luego hay más, como ese croma chapucero del cielo estrellado que cubre la caseta en el árbol del pipiolo protagonista. O ese horripilante baile a dos en el terrado del instituto, iluminado de forma absolutamente pedestre y amenizado por el “salero” que el pipiolo anteriormente mencionado se gasta a la hora de bailar.

Eso sí, su semiflequillo y sus pantalones a la altura de la rodilla no se desplazan ni un milímetro, como corresponde a todo aquel que pretenda marcar estilo y quedar bien en las fotos del Súper Pop. Pero no quiero calentarme, que de las carencias artísticas de este producto quizás ya hablaremos otro día; por ahora, más urgente me parece denunciar el morro de la gran industria, que ofrece baratijas como esta, sin unos mínimos exigibles, y luego nos bombardea con paternalistas mensajes contra el pirateo. Mensajes que, ojo, defienden la calidad del original frente a la copia. ¡Ja! Si casi estoy seguro que un screener de HMS3 se ve mejor en casa que la versión en 35 mm de los cines. Es una pura cuestión de tamaño.