viernes, 26 de diciembre de 2008

El intercambio

Sin duda, El Intercambio es una buena película. No es, sin embargo, esa obra maestra que tanto crítico ciegamente eastwoodniano pretende vendernos, sobre todo ahora que ser ciegamente eastwoodniano se ha convertido en la manera más rápida y segura de ganar prestigio entre los cenáculos cinéfilos más chics. Cenáculos que, curiosamente, unas cuantas décadas atrás tildaban a Eastwood de fascista, aunque esa sería otra historia. O, bueno, en realidad no, porque pretendo comentarles hoy cómo ciertos artistas, que lo han sido siempre, son hoy más artistas que antes. Y todo gracias a esas modas críticas que, viniendo de quienes vienen (los modernos (a)críticos cinematográficos de prensa, peligrosos especímenes), deberían siempre ponerse en entredicho.
Si realizasen, siguiendo un símil enológico, una cata a ciegas de El intercambio, seguramente saldrían con la impresión de haber visto poco más que un correcto tv-movie, que es como ahora llaman al telefilme de toda la vida, pero con un plus de qualitée. La historia basada en hechos reales de una mujer dispuesta a mover cielo, tierra y despachos policiales corruptos para encontrar a su hijo secuestrado es el previsible compendio de gritos de madre coraje (Angelina Jolie, muy puesta aquí en su rol-pensado-para-ganar-un-Oscar) envueltos por el celofán del sufrimiento ejemplarizante. Todo, afortunadamente narrado por un tipo que sabe colocar un plano tras otro y que hace elegantes movimientos de cámara sin que parezca que está rodando en Tokyo durante una alerta por terremotos. Sí, El intercambio es, visto el panorama de inmundicia actual, un ejemplo de aplicada caligrafía, de gozosa discursividad visual y dramática en estos tiempos en los que solo parece cotizar la simplicidad del sms. Pero poquita cosa más: su visionado es tan placenteramente transitable como inspeccionar un cuaderno de caligrafía primorosamente realizado a plumilla. Un ejercicio para nota y pare usted de contar.
Eso sí, cuando el profe-crítico mira el nombre del propietario del cuaderno, ¡ah!, resulta que la primorosa pulidez de las redondillas de las “o” y la ausencia absoluta de borrones de tinta pertenecen a Clint Eastwood. Y, claro, la cosa cambia. Lo que en otros hubiese sido aplicado academicismo, en Clint es una maestra reivindicación del clasicismo. Lo que en otros hubiese sido cierta tendencia tramposilla a la sensiblería maniquea, en Eastwood es emocionante recuperación del melodrama como género canónico. Sí, a Eastwood se le perdona todo seguramente porque el crítico cinematográfico se ha transformado ya en el nuevo funcionario del periodismo, un tipo a quien se le han acabado las ganas de pensar y le resulta más rentable aplicar directamente la fórmula Eastwood=obra maestra. Como tampoco se equivocará de mucho (es indudable: un Clint más o menos bueno siempre es una garantía), pues a poner el piloto automático y a estirarse a la bartola, que es lo que las distribuidoras y las empresas periodísticas esperan y exigen de un crítico que se precie de serlo. Pues, no sé si se han fijado, a este pobrecillo personaje hace tiempo que la prensa lo somete a mobbing sin que nadie se queje, reduciendo sus opiniones a minicomentarios que demuestran el poco amor que los directores de periódico le tienen al cine, seguramente porque es un sector en crisis y ya no gasta tantos dinerillos en publicidad como antes. Y en este nuevo panorama, en los periódicos ya no se piensa sobre cine, se habla simplemente de cine. Así que para qué darle vueltas: ¿que toca babear con Eastwood?, pues allá vamos, que así tenemos contentos al jefe, a la distribuidora y a esa opinión pública que ya hace tanto tiempo que renunciamos a tener como interlocutora.
Y es que, en este mundo de forzadas unanimidades, uno ve El intercambio y casi le sabe mal ir a la contra de tanta opinión macanudamente positiva. Pero es inevitable admitir que a Eastwood se le ve últimamente un pelín yayete en lo emocional. Su nueva película se tropieza con esos momentos feotes, tópicos y facilones que no deberían figurar en el manual de estilo de un genio como él. Momentos como los del manicomio, con sus locas despeinadas y sus electroshocks administrados por enfermeras con cara de amas sadomaso de las SS. O momentos como los del juicio, dramáticamente más falso que una crónica de Antena 3. En definitiva, hay en El intercambio la misma simplonería general a la hora de tratar las emociones que en Million Dollar Baby o Banderas de nuestros padres, esas otras dos supuestas obras maestras contra las que me continúo rebelando aún a costa de perder algunas amistades.Sin embargo, tampoco quiero ser injusto: El intercambio es buen cine, pero un cine de poco espesor; es una crónica bien narrada pero apenas reflexionada, un drama que explica algo importante pero que no dice nada interesante al respecto. El intercambio es una película que se nota realizada desde la cabeza, no desde las entrañas. Y aunque una película surgida de la cabeza excelentemente amueblada de Eastwood es siempre un plato de gusto exquisito, en este caso uno se queda con cierta sensación de hambre. La receta está perfectamente equilibrada (una parte de drama con interpretación llorona, una parte de crítica social con regusto progre-feminista, una parte de elegante reconstrucción de la época y otra de planificación eficazmente rigurosa), pero le falta a todo el plato ese toque del genio, esa brizna de pimienta que nadie parecía necesitar, pero que al final realza y redimensiona los sabores hasta provocar en nuestro paladar el placer inédito de la obra maestra... que no es ni será El intercambio.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Ultimátum a la tierra

¿Cómo pretenden que me crea una película cuyos dos momentos de digámosle clímax emocional se desarrollan en un McDonald's y en un cementerio militar plagadito de soldados caídos en honor a Bush? Ultimátum a la Tierra es, en este sentido, la quintaesencia de la americanada, en tanto que pretende ser universal en su mensaje sin ni siquiera plantearse la posibilidad de renunciar un poco a ese localismo yanqui que, en su rancio y prepotente egocentrismo, se impone como la única manera de ser y pensar en este mundo. Partiendo de esta premisa, pues resulta del todo lógico que si dos extraterrestres tienen que quedar para hablar de sus cosillas, lo hagan en un McDonald's, catedral de la vida social moderna que, supongo, habrá puesto unos cuantos dinerillos para salir en este flojillo blockbuster y, además, hacerlo por todo lo alto: acogiendo entre sus efluvios de fritanga y lejía toda una profunda conversación sobre la esencia de la vida humana. Y no, no hay ni un ápice de ironía o sarcasmo en la escena. Los dos aliens despachan sin sonrojarse cosas como "los seres humanos son autodestructivos, pero también tienen la capacidad de hacer el bien" y uno espera infructuosamente que salga de un momento a otro el payaso Ronald McDonald y les dé en la cabeza con uno de esos martillos de broma que hacen ñic ñic. Pero, como decía, esto va en serio y, inflamada de grandes conceptos leídos en el Reader's Digest, Ultimátum a la Tierra se erige como la última creación de la cultura yanqui en estado puro: una cultura con el suficiente mal gusto como para hablar de lo humano y lo divino (bueno, es un decir) mientras intenta no mancharse con los chorretones del ketchup de una de esas hamburguesas con sospechoso sabor a barbacoa.
El problema de Ultimátum a la Tierra no es que sea ridícula, que lo es, sino que se crea todo lo que dice. Su mensaje ecologista es puro fast food ideológico que, naturalmente, no está pensado para hacernos reflexionar sino para meternos el miedo en el cuerpo, que es la más vieja de las maneras de control social. La cosa va más o menos de unos señores del hiperespacio que vienen a Manhattan en una bolita y que tienen un único objetivo: preservar el ecosistema terrestre a costa de acabar con su principal amenaza. O sea, nosotros. Desgraciadamente, el extraterrestre en cuestión es un Keanu Reeves con el mismo traje de Matrix, pero con bastantes menos luces. Para colmo, en su cruzada ecologista se encuentra con una señora y un niñito que le enseñan cuán poderoso es el amor (esto, of course, pasa en la escena del cementerio que comentaba al principio) y, por tanto, cómo de injusto sería acabar con nuestra especie sin ni siquiera darle otra oportunidad. En fin, un pastel ñoño y risible que quizás viene darle la razón a Aznar (!no puedo creer que esté escribiendo esto¡): el ecologismo es ya el nuevo dogma, y toda la maquinaria massmediática ha encontrado una nueva causa a la que adherirse, una nueva causa que les permita hacer aquello que tan bien les sale: lanzar consignas, grandes verdades que, en realidad, solo lo son a medias, pero que te hacen estar a la moda y, a la vez, si eso ayuda a salvar a un delfín, pues vivir en la inopia acrítica con la conciencia un poquito más tranquila.
Si por algo pasará a la historia (que no lo hará, pero bueno) Ultimátum a la Tierra será por iniciar la que sospecho va a ser una nueva invasión de cine comercial presuntamente educativo y concienciado que llenará nuestras pantallas de florecillas del bosque y ballenas en peligro de extinción. Todo servido en bonitas postalitas que, como en este caso, tienen incluso un halo místico del todo idóneo para atraer feligreses y convertirlos a la nueva fe. No es casual que la estética de esa bola que se posa en Central Park me recordase, con sus colorines, a las portadas de los libros de la Iglesia de la Cienciología u otras asociaciones patrañeras que le dan a las lucecillas new age para deslumbrar al personal. Porque esto es Ultimátum a la Tierra: una etérea esfera de luz y de color a la que le quitas los tres efectillos digitales y el robot gigante (lo único realmente poderosos de este anodino film) y se te queda en una persecución del todo sosilla, pero salpicada de ese ecologismo (simplista) que hoy por hoy todo lo redime y legitima.

PD: Sí, este es el remake del clásico que en 1951 dirigió Robert Wise, pero por respeto a esta joya de poderoso mensaje humanista, no insistiremos en la vinculación existente entre uno y otro film.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Jude Law en "My Blueberry Nights"

“GRACIAS POR ESCUCHARME

(Es lo mínimo que se podía esperar: que te agradezcan la paciencia que supone ser el hombro sobre el que lloran sus soledades todos los personajes de My Blueberry Nights. Porque en la nueva película de Wong Kar-wai se habla mucho y se verbalizan todos esos sentimientos que en sus dos anteriores y más famosas películas quedaban prioritariamente suspendidos en el halo de lo poético y lo sugerido. Seguramente por ello, esta película no gusta a sus seguidores, que pueden seguir babeando con su esteticismo extremo, pero que no tienen materia para darle al coco e ir de cinéfilos intelectuales buscando lecturas metafísicas a los colorines y las cámaras lentas. Los que siempre nos hemos quedado un poco fríos ante la apariencia de anuncio televisivo de Deseando amar y los que sentimos cierta aversión hacia la pedantería insufrible y onanista de 2046, seguramente disfrutaremos más de My Blueberry Nights. Aquí hay personajes que sufren sin que te entren ganas de abofetearlos por blanditos, y aunque da la sensación de que se trata de tres cortos pegados y no siempre al servicio del tronco central de la historia, la emoción de ciertos pasajes y personajes se concreta en diálogos que ya no son el simple colchón para planos bonitos. Así que, aunque aún balbucee un poco al hablar, damos desde aquí las gracias a Wong Kar-wai por atreverse a bajar del limbo de los estetas y decirnos cosas que finalmente se pueden escuchar. Y, encima, tener la modestia de agradecérnoslo a través de Jude Law).

viernes, 12 de diciembre de 2008

Crepúsculo

¡Qué dura es la vida de los padres en las películas americanas!: le das a tu hijita todo tu cariño, le enseñas a trinchar el pavo para que sea una ama de casa decente y, cada noche, la colocas en tu regazo para leer juntos la Biblia, ¿y qué te da ella a cambio? Disgustos, solo disgustos: o se lía con un negro y te lo trae a cenar, o se apunta a una pandilla de rebeldes sin causa. O, como en Crepúsculo, se echa de novio a un vampiro que se alimenta de la sangre animal, aunque en realidad no le haría ningún feo a una buena yugular humana.
De todos modos, viendo esta películilla basada en un best-seller de saldo y convertida, vaya usted a saber por qué, en fenómeno de masas adolescente, la Paternal América Profunda puede dormir tranquila: sí, los muchachos que se llevan a nuestras hijas pueden tener el colmillo un poco afilado, pero su aspecto de tontolabas y un funcionamiento neuronal ad hoc los convierten en tipejos sanotes a los cuales es fácil disculpar ese look a medio camino entre James Dean y el cantante de The Cure. Sí, lectores y lectoras amantes de la ultratumba, estos nosferatus adolescentes que seducen a nuestras jovencillas dan mucha risa con su palidez de Maybelline, sus labios rojos Margaret Astor, su eyeliner MaxFactor y esa mirada perdida que algunos quieren vendernos como seductora y que en realidad explicita la oquedad mental que albergan sus cráneos de modelitos de pasarelas.
El chupasangre protagonista es tan tierno, es tan fofo, es tan de esta nueva generación de niños sensibles con los pantalones caídos, que resulta imposible encontrarle un sitio en el árbol cinéfilo-genealógico de la estirpe macarra-salidorra iniciada por Christopher Lee. Así que papis, tranquilos, que los vampiros ya no están aquí para abrirnos las puertas del lado oscuro, ya no representan ninguna ruptura con nada, ya no se pierden por laberintos de pasión orgiásticos-eróticos a golpe de mordisco. No, en Crepúsculo ha nacido el nuevo muerto viviente, la sublimación de cierto imaginario femenino bastante carca creado y difundido desde los púlpitos más neocon: se trata de que el chavalín las ponga como perras en celo (o esa fue mi impresión durante la proyección), pero que no pase del piquito para evitarnos caer en las redes de eso tan sucio llamado deseo y que convierte el sexo (bueno, aquí el mordisco) en un pecado mortal, en una guarrada que ensucia el amor puro en lugar de culminarlo. Para dejarlo clarito: este nuevo vampiro es la desarticulación de todo lo que representa el vampiro clásico (la atracción del abismo, el poder del placer sin límites) del mismo modo que la discografía completa de El Canto del Loco desarticula la rebeldía juvenil que alguna vez albergó el rock'n'roll.
Definitivamente, los padres americanos lo tienen mucho más fácil desde que triunfan como modelo culturales estos gamberretes de pacotilla, rebeldillos de postal que rondan a sus hijas, pero que en el fondo luchan cristianamente por llegar vírgenes al matrimonio. Y, bueno, si no es el caso siempre nos quedará un buen spray antivioladores. Así protege el padre del film a su hija púber, una protección que, ¡dónde va usted a parar!, resulta mucho más taxativa (y cómoda) que la de, por ejemplo, los padres españoles, habitantes de sociedades permisivas y libertinas que, como castigo, tienen ahora que aprenderse un rap ridículo para explicarles a sus retoños las ventajas de ponerse el condón.
Todo el trasfondo de Crepúsculo es, en definitiva, una milimétrica operación destinada a comerle el tarro a nuestros jovenzuelos de hormonas alteradas. No está lejos de aquellas películas “educativas” que tan de moda se pusieron en las escuelas yanquis en los años cincuenta, aunque en este caso la moto se vende a través de un look de apariencia trasgresora. Trasgresión de tintes góticos bien medidos y políticamente correctos, eso sí. No vaya a ser que algún espectadorzuelo se nos tuerza y le dé por aficionarse a la estética de las películas perversas y amorales de Tim Burton.Y si el fondo del film es de un empozoñamiento peligroso, la forma a duras penas supera el ridículo de una telenovela. Crepúsculo está llena de ese kitsch involuntario que busca desesperadamente el romanticismo para quedarse en la pura postalita publicitaria. Pues aquí se ama, se camina, se sufre o se lucha como en un videoclip o un anuncio de Dolce&Gabbana. Pura pasión de compra y venta, objeto de consumo controlado y controlable que para nada proporciona aquel placer secreto nacido del deseo culpable de ser mordidos/as por Drácula. De ser inoculados por el virus de la rebeldía definitiva: el poder de la eternidad. Ese poder que solo pertenece a los muertos vivientes y al que nunca podrán aspirar los muertos en vidas que pasean su juventud marchita por las nieblas de parque temático que envuelven Crepúsculo.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Frances McDormand en "Un gran día para ellas"

“EL AMOR NO ES UN JUEGO

(Y ese es precisamente el principal problema de esta comedia romántica: que es poco juguetona. Lo cual no desentona en el actual panorama adocenado de historias amorosas rancias y sin chispa. Otra cosa es que, como es el caso de Un gran día para ellas, se pretenda participar en una liga diferente: la de los Cukor, LaCava, Sturges y otros genios de la comedia clásica norteamericana. Entonces, la película en cuestión empalidece hasta límites patéticos y deja ver cuál es su principal problema: creer que reproduciendo la formas se recupera también el espíritu de aquel cine. Pero no. Porque aquí el ritmo de los gags, el frenesí de la puesta en escena y el glamour son solo una cuestión de vestuario, decorados y, de acuerdo, por momentos elegante planificación. ¿Pero qué me dicen de esos personajes estereotipados hasta la exageración?¿O de la superficialidad de sus relaciones, dignas de aquellos insertos románticos que tanto afeaban las películas de los Marx? Y lo que es peor: ¿no resulta irritante ese mensajito carca y de corto alcance sobre lo que es o no es el verdadero amor? Con menos seriedad impostada y con más apego -y un punto de cinismo- al juego de poderes que implica toda relación amorosa, la comedia de los treinta decía cosas más interesantes y profundas que este melodramilla con un único punto a favor: la gran Frances McDormand).

lunes, 8 de diciembre de 2008

Corazones rebeldes


Motivos para verla

1. Por los abueletes y el profe:
Esta coral formada prácticamente en su totalidad por octogenarios es, independientemente de su afición al repertorio rockero, todo un microcosmos humano que merece atención. Su manera de enfrentarse a la música es, a la vez, su manera de enfrentarse a la vida: por encima de ataques al corazón, cánceres y dolorosas desapariciones, el show debe continuar. Y aunque suene a tópico, ver la cohesión del grupo, su mutuo respeto alejado de la competitividad y, sobre todo, escuchar el humor teñido de negro con el que todos afrontan su luminoso crepúsculo vital es toda una lección de profunda humanidad. Sarcásticos, divertidos, comprometidos e incluso salidorros, estos abueletes están de vuelta de todo y viven esta segunda juventud con los pies en el suelo, sin el descerebramiento típico de estos tiempos tan peterpanescos. Toda una lección que se refuerza con la presencia de Bob Cilman, director musical de la coral que, además de hacer de puente generacional con la música del siglo XXI, trata a sus pupilos con respeto no exento de dureza. Los trata, en definitiva, como personas, no como inválidos.

2.
Por el repertorio:

El film documenta los ensayos de la gira americana de Young@Heart, y sobre todo la dificultosa incorporación de tres nuevos temas en el repertorio: Fix you, de Coldplay, Yes We Can, de Alain Toussaint y Schizophrenia... de ¡Sonic Youth! Ver precisamente la cara de los abuelos cuando escuchan por primera vez el tema de los reyes del noise es uno de los momentos más hilarantes de la película. Y aunque esto pueda hacer sospechar que toda la operación va de reírse de unos yayetes haciéndose pasar por punkies, la realidad es bien diferente: los arreglos musicales huyen del efectismo para buscar las texturas más cálidas, y las letras de las canciones escogidas se redimensionan, toman un nuevo sentido al ser cantadas por personas con el peso de toda una vida a sus espaldas. Nunca The Clash, Bowie, Talking Heads o Bee Gees habían sonado tan diferentes, tan nuevos.

En definitiva
:
Con sus espectáculos, los componentes de Young@Heart demuestran que el rock no es una cuestión de edad, sino una actitud. Como dice uno de los abuelos, "cantamos fuerte y potente para no oír el crujido de nuestros huesos", una definición perfecta para un tipo de música que siempre ha reivindicado la radicalidad de la energía juvenil como motor vital que no tiene porqué agotarse con los años. Compruébenlo sintiendo la fuerza de la interpretación de Fix up, con bombona de óxigeno incluida. ¿No les recuerda a los American series, los discos de versiones que Johnny Cash grabó durante los últimos años de su vida?

Motivos para no verla

1. Por condescendiente:
La pesadísima voz en off del director del documental se encarga también de entrevistar a los yayos y, en cada pregunta o acotación, se cuela ese molesto tonillo paternalista del que trata a los ancianos como niños pequeños. La mirada del documental contradice el espíritu del proyecto Young@Heart: solo hay que ver esos penosos videoclips que, con dudoso sentido del humor, convierten a los abuelos y abuelas en hijos de la estética MTV. Todo el respeto con el que Bob Cilman trata a sus protegidos se pierde en un film tramposo y con un objetivo más cercano a reírse "de" los yayos que a reírse "con" los yayos. Afortunadamente, la realidad es muy tozuda y con poco más de dos frases ante la cámara, muchos de ellos dejan en evidencia la bisoñez de quien los está filmando.

2.
Por sensiblera:

Como documental, Corazones rebeldes no pasará a la historia del género, dada su vulgar factura y su poca capacidad para estirar de todos los hilos de reflexión que apunta. Seguramente tampoco lo pretende, ya que a medida que avanza el metraje queda más claro que aquí, de lo que se trata es de buscar la lagrimita fácil aprovechando que, vaya usted a saber por qué, los niños, los abuelitos y los animalitos siempre despiertan nuestra ternura. La visita de la coral a una cárcel desprende un buenrollismo forzado que, por facilón y sensiblero, le quita fuerza a la verdadera energía positiva que da sentido al trabajo musical de los protagonistas. Por momentos, Corazones rebeldes parece jugar en la liga de la academia de Operación Triunfo. Una lástima, porque la experiencia vital de estos abuelos y abuelas merecía un tratamiento menos dramatizado y más honesto y profundo.

En definitiva:
El documental insiste una y otra vez en la idea de que la música es una energía que mantiene vivos a los protagonistas, pero su discurso es tan superficial y repetitivo que a veces suena a mensajito de gabinete new age de musicoterapia. Qué lejos está Corazones rebeldes de, por ejemplo, Buena Vista Social Club, éste sí un documental ejemplar que unía vejez y música con el respeto que ambas merecen.

viernes, 5 de diciembre de 2008

La ola

Había una vez un instituto de adolescentes y adolescentas alemanes y alemanas que albergaba en su interior púberes en la edad del pavo. Tenemos a un macizorro que participa en el equipo de waterpolo y que está enamorado de una compañera díscola e independiente, pero él quiere formar una familia (el pobre es huérfano, o algo así) y ella quiere viajar a Barcelona ("ciudad de artistas", sic). Entre sus compañeros encontramos a una hippie libertaria con rastas, a un pobre muchacho objeto de todas las mofas y, claro, a los rebeldillos de la clase, que le dan a la marihuana y el skate. ¡Ah, sí! Aparece también un profe que pretende enseñarles qué es la autocracia utilizando métodos, digamos, prácticos.
Tranquiliza comprobar que no solo en España tenemos esta persistente manía de mirar al pasado sin ningún valor, poniendo vendas antes de encontrar las heridas. Si con La buena nueva convertimos la Guerra Civil en un melodrama de amoríos con cura en medio, los alemanes consiguen transformar el nazismo en un peli de instituto, a medio camino entre la iconografía videoclipera yanqui y el dramatismo de cartón piedra de El internado. Estimados lectores, si han conseguido permanecer inmunes a esa maquinaria promocional que nos ha vendido La ola como una reflexión sobre la posible vuelta del totalitarismo en Alemania, quizás no sepan eso, que La ola va de un experimento pedagógico que se le escapa de las manos al profe y que convierte a todos los alumnitos en führers potenciales. Quizás sí hayan oído que la película ha sido todo un fenómeno en Alemania aunque, visto lo visto, uno piensa que su éxito en taquilla responde en realidad al estilo MTV de la propuesta, con su musiquita guitarrera, sus niños y niñas cañón y esa descripción de la vida colegial que, vaya usted a saber porqué, tan poco se parece a la real, pero tan atractiva resulta (quizás por idealizada) para cierto público acnéico.
Así que pretender colarnos La ola como una reflexión sobre la latencia del nazismo en nuestro mundo actual es, además de falso, un insulto a esa joya llamada La cuestión humana que estos días comparte (muchísimas menos) pantallas con el film que nos ocupa. Déjenme hacer de profe y hagan los siguientes deberes: comparen el sustrato ético de La ola con el de La cuestión humana, dos acercamientos a la sombra larguísima de Hitler, y descubrirán la diferente entre un decorado del far west en Almería y el gran cañón del Colorado. Si La cuestión humana ahonda en la (per)versión moral del nazismo, La ola se queda en los uniformes, las consignas de pacotilla y los saludos. Y aún así, todo ello se trata con una superficialidad que no puede ocultar en realidad el miedo a mirar al monstruo de cara. Es sintomático que en la escena en la cual los muchachos del cole eligen el saludo para identificar al grupúsculo que han creado, repasen gestos “históricos” como el puño cerrado o los movimientos de dedos al estilo Ronaldinho o Eminem, pero nadie recuerda esa palma de la mano extendida que a todos nos viene a la cabeza cuando pensamos en el asunto. Qué poca valentía, tratándose de una película que dice hablarnos de la posibilidad del renacimiento de ciertas formas aborrecibles y bien fresquitas en la memoria.
En fin, que La ola es al final la aventurilla pasada de rosca de un grupillo de chicos y chicas díscolos e inmaduros que, mientras tanto, dirimen sus escarceos amorosos y buscan su lugar en el mundo. Porque, como manda el manual del buen guionista, cada personaje de esta historia coral tiene un trauma que superar, una debilidad que supuestamente lo humaniza y lo acerca emocionalmente al espectador. Acercamiento ciertamente difícil, sobre todo cuando, en los “momentos serios” del guión, se despachan diálogos ¡en la discoteca! de la siguiente profundidad:
-¿Contra qué tiene una persona que rebelarse hoy en día? De todas formas, ya nada tiene sentido, ¿verdad? La gente ahora solo piensa en su propio placer. Lo que le falta a nuestra generación es una meta conjunta que nos haga una piña.
-Son los tiempos que vivimos. Mira a tu alrededor. ¿Quién es la persona más buscada en Internet? La maldita Paris Hilton.
Tal cual lo trascribo para que ustedes y ustedas puedan hacer lo que no hace el director: reírse a carcajadas ante la perspicacia de estas líneas de diálogo y, por extensión, de la tesis global del film.Una tesis por otro lado ciertamente confusa, como siempre que uno entra en estos jardines con la intención de pringarse lo menos posible. Lo que viene a decirnos La ola es que todos, como masa, somos manipulables. Pero paradójicamente, parece inferirse de la trama que nuestro sentido último como seres humanos, la manera de crecer como personas, es a través de la masa en versión rollete solidario. Eso sí, que luego venga un tipo sin escrúpulos y nos coma el tarro, ah, eso es una cosa muy mala que dice bien poco de ese tipo sin escrúpulos. Ya que, como todo el mundo sabe y a todo el mundo le gusta creer, el Holocausto fue cosa de Hitler y unos cuantos iluminados. ¿Nuestra responsabilidad como masa? Ninguna, pobrecitos de nosotros.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Alex (Paco León) en "Madagascar 2"

“¡GENIAL. HAS PILLADO MI ROLLO!”

(Efectivamente, es básico pillarle el rollo a Madagascar 2 porque si no, la peli es un rollo, pero en otro sentido. Como digna heredera de Shrek, la joya de la corona de DreamWorks, la segunda aventurita de unos animales del zoo en medio de la vida salvaje es una acumulación irregularmente afortunada de humor referencial y supuestamente cool. O sea, o te va ese estilo urban funky de El Corte Ingles que ha llenado nuestro niñerío de rap baboso, pantalones de culo XXXXL y pose de duro del Bronx, o la mitad -qué digo la mitad, o la totalidad- de Madagascar 2 se convertirá en un insufrible recital de gracietas más insoportables que un reconcentrado de todas las temporadas de El Príncipe de Bel Air. Eso sí, tras su fachada fanfarrona se esconde -qué digo se esconde, se expone pornográficamente- un indigesto discursito sobre la paternidad, la amistad y el compromiso que si a estas alturas resulta indignante no es por su raigambre carca, sino por su extenuante y poco original repetición película tras película. Eso sí, no hay nadie como los yanquis colocando su producto: aquí todo son chistes sobre Manhattan y el american way of life, más que nada para que nuestros niñitos vayan aprendiendo ya cómo deben comportarse, pensar, sentir y razonar para, dentro de unos años, ser unos urbanitas-capitalistas- ecologistas de pro. Una última cosa: Paco León, ¡abandona el doblaje y dedícate a lo que te sale bien: haz del Isma en Aída!).

lunes, 1 de diciembre de 2008

La cuestión humana


Cinco motivos para verla

1. Por absorbente:
Al principio, puede resultar arduo sumergirse en las oscurísimas aguas de esta trama de arranque hitchcokiano y desenlace abstracto. Pero poco a poco la densidad de sus atmósferas, a veces descolocantemente histriónicas, a veces hipnóticamente estancadas en la pura contemplación, acaban atrapándonos y llevándonos de manera precisa al corazón de las tinieblas de la trama. En la investigación que le encomiendan a un psicólogo de empresa hay algo de las pesquisas de Ciudadano Kane, pero pronto las pistas dejan de apuntar a Rosebud. Mientras intenta discernir qué provoca los extraños comportamientos de su director general, el protagonista hará más bien un viaje similar al de Apocalypse Now y con destino hacia la parte más salvaje del ser humano.

2.
Por contundente:

Esa parte salvaje que vamos descubriendo no tiene, como en el caso de la película de Coppola, una ritualización tribal. Aquí, los ritos de sumisión y poder se articulan a través de los mecanismos de funcionamiento de las empresas capitalistas y sus departamentos de recursos humanos. Pero la cuestión humana que plantea La cuestión humana no sería solo una necesaria (pero, en el fondo coyuntural y anecdótica) crítica a la moral capitalista ya que apenas vemos cómo es la vida laboral. La cuestión que nos plantea sobre la humanidad es si podremos alguna vez superar el grado de perversión absoluta personificada en el Holocausto. El film de Nicolas Klotz, que habla de las heridas de la memoria acercándose a veces a Philippe Garrel, nos enfrenta directamente a una conclusión realmente impactante y dolorosa: quizás no todo acabó con la liberación de los campos de concentración. Quizás los modelos de sociedad construidos a partir de aquella infamia nacieron perversamente contaminados del fundamento nazi: aquel que reduce la cuestión (o la condición) humana a la nada.

3.
Por inquietante:
Sería muy fácil caer en el discursismo, pero si La cuestión humana es una película de rigor pocas veces visto en la pantalla es porque utiliza el cine para plantear, además de las reflexiones sociales e históricas ya comentadas, otra pregunta de calado: ¿cómo el arte (en este caso, el cine) puede representar el horror de lo irrepresentable? Y a su manera, la cinta encuentra sus propias respuestas huyendo radicalmente de la "representación" (que son la base de La lista de Schindler o la reciente El niño con el pijama de rayas) para apuntarse a la "impresión". El horror conceptual del nazismo no se ve, flota en los despachos de la empresa para la que trabaja el protagonista, y altera caóticamente su propia vida. Con recursos visuales que pueden recordar a David Lynch, y con un elegantísimo y a la vez frío, casi quirúrgico, estilo pictórico enraizado en el surrealismo más onírico, La cuestión humana es en realidad una película de terror. Una película que, sobre todo en su segunda mitad, cuando todas las piezas del puzzle empiezan a encajar, es capaz de transformar cualquier actividad laboral cotidiana en un acto marcado por la sombra de la "ética" maquinal nazi.

4.
Por el estilo interpretativo:

Todos actúan marcados por una extrema concisión inexpresiva, pues ellos también son parte de esa visión analítica del mundo que, como en algún momento verbaliza el director de la empresa, considera a los "trabajadores" como asépticas "unidades productivas". Visualmente, los personajes suelen aparecer mirando a cámara, quietos y aislados en fondos lisos y monocromos, casi deshumanizados. No obstante, este orden se va resquebrajando de manera sutil con el avance de la investigación, y el rostro vampírico y duro del protagonista (un espléndido Mathieu Amalric) va descomponiéndose a medida que descubre no tanto los secretos de su empresa como la podredumbre de los valores que han sustentado su vida. Que sustentan el mundo que le ha tocado vivir.

5.
Por la música:

Juega un papel fundamental a dos niveles: en la propia trama (la creación de una orquesta de trabajadores es la coartada que utiliza el protagonista para ir metiendo las narices por la empresa) y a un nivel más conceptual. La música es lo que nos hace humanos, lo que nos diferencia de las animales, pero aquí no es signo de civilización. La música en La cuestión humana, en tanto que creación nacida de lo más íntimo de nuestra especie, es la llave que abre las puertas más ocultas de la condición humana. Y bien sea a ritmo de los New Order, a través del trance provocado por la música rave o mediante la perfección matemática de un cuarteto de cuerda, algo incontrolado de nosotros mismos se desencadena en el momento de la escucha. A destacar, además, la partitura compuesta por Syd Matters, que ayuda con sus canciones de inquietante fragilidad a envolver, aún más, la película de la neblina de las pesadillas.