jueves, 26 de marzo de 2009

Confesiones de una compradora compulsiva

Bueno, pues esto va de una chica que lleva un pavo encima que pa qué. Como corresponde a una mente privilegiada como la suya, vive con la ilusión de trabajar en una revista de moda. Sí, sí, esa cosa consistente en hacer pasar hambre a una jovencitas para que les entren improbables modelitos diseñados por insufribles artistas que se creen el centro del mundo.

Lo que pasa es que la pobre, pues tiene un problemilla: que le da a la tarjeta de crédito más que Pocholo... aunque con fines diferentes, ya que nuestra muchacha es norteamericana y, como es bien sabido, los pijos yanquis de las películas podrán ser gente muy idiota, pero a sana y simpaticota no les gana nadie. En realidad, la protagonista de esta comedia (perdóname, Billy Wilder, por usar el término en vano) es un nuevo ejemplo del arquetípico "tonto admirable" que, al parecer, tan imbricado está en el imaginario estadounidense. Tan solo es necesario fijarse en Forrest Gump o en algunos de los recientes ocupantes de la Casa Blanca. Representan, todos ellos, la idea esa de que cualquiera tiene una oportunidad en la Gran América, aunque le hubiese ido mucho mejor a la Gran América si algunos ni tan siquiera hubiesen tenido la oportunidad de tener oportunidades.


Y es que resulta irritante ver a esta niñata con menos luces que Joan Saura el día que aceptó ser Conseller de Interior de la Generalitat. Si ya es del todo insoportable, como licenciado en periodismo, tener que escuchar a Patiño y otras harpías (incluso masculinas) dando lecciones de profesionalidad desde sus púlpitos hediondos, que ahora aparezca esta jovenzuela cortita en Confesiones de una compradora compulsiva y consiga triunfar en la prensa siendo, simplemente, idiota, provoca desazón, regomello y mucha mala hostia.


Mala hostia sobre todo porque nadie, nadie en la película, ni quien la dirige, ni quien la interpreta y sospecho que ni tan siquiera ni quien la ilumina, parece preocupado ante la estupidez que está creando. La aneuronal naturaleza de los personajes no es ningún recurso para criticar toda esa planicie mental que hace mover al mundo. Ni un apunte mínimamente crítico, vaya, a este sistema que provoca compulsivas ganas de comprar... y que, según Montilla y otras mentes ilustres, solo se recuperará si seguimos comprando. No, Confesiones de una compradora compulsiva es simplemente una aburridísima reescritura de ese viejo esquema cómico sobre un personaje cuya mentira, que va creciendo como una bola de nieve, tan solo conocemos los espectadores. En este caso, la mentira pretende buscar nuestra complicidad apelando al bolsillo: ¿quién, como la protagonista, no se ha pasado con la tarjeta de crédito? ¿quién no lo ha ocultado a los demás? Bueno, en realidad, a mí eso no me ha pasado nunca, y a los pobres que conozco en una situación similar, no lo están por la compra compulsiva de bolsos Gucci, sino por esa hipoteca que el banco casi les regaló cuando fueron a domiciliar la nómina.


Pero, claro, ni ellos ni yo somos americanos. Lo cual seguramente nos hace difícil entender esa patología que lleva a la protagonista a terapias formadas, naturalmente, por frikis con supuesta (y fallida) función cómica dentro del film. Lo de la función cómica, por cierto, es otra de esas cosas difíciles de entender. Más que nada porque la comicidad de Confesiones de una compradora compulsiva hay que buscarla y rebuscarla con verdadera dedicación. A no ser, naturalmente, que ustedes consideren gracioso ver a Isla Fisher dando saltitos, grititos y, en general, cualquier otra muestra de emotividad (?) histriónica ante un escaparate, un nuevo trabajo, un tío bueno o el cobrador del frac. Porque, no sé si les he dicho que el tonto amable yanqui es una tipología que se pasa el día dando saltitos, grititos y diciendo "oh, my god" cada vez que ocurre algo excepcional ante sus ojos.


Esta característica, por otro lado, es peligrosamente contagiosa, como demuestran las interpretaciones de juzgado de guardia de todos los secundarios y, en especial, de Joan Cusack y John Goodman, personas a las que, hasta hoy, consideraba mínimamente inteligentes. Pero, en fin, todo el mundo te decepciona. También consideraba mínimamente inteligente a P. J. Hogan, director de este engendro, y miren con lo que me ha salido. Eso sí, como siempre hay que ofrecer algo a lo que el periodista cinematográfico (ese peaso de profesioná) pueda agarrarse para seguir haciendo el vago, pues Hogan coloca una boda, ideal para añadir un poco de azúcar rancio al conjunto y de paso facilitar comentarios del tipo "sigue fiel a su estética e intereses como autor" (recuerden que antaño, cuando a Hogan le funcionaban las neuronas, firmó las apreciables La boda de Muriel y La boda de mi mejor amigo, películas con boda, y no obstante inteligentes).

1 comentario:

Allau dijo...

Insisto, búsquese cosas más dignas de comentario. ¿Para cuándo, la por otra parte odiosa, "Un conte de Noel"?