¡Qué penita ver en lo que ha quedado el género de atracos perfectos! Esta vertiente del cine negro, antaño excitante, intensa y moralmente ambigua, se ha convertido en los últimos tiempos en una acumulación de tópicos empaquetados con más o menos elegancia, pero nula capacidad de trascender su condición de engaño premeditado. Y claro, cuando uno ya tiene un poco de callo en esto de ver películas, a los argumentos de este tipo, tan dependientes de la sorpresita final, se les acaba cogiendo el tranquillo. O sea, que te los ves venir de lejos, como en el caso de esta nimiedad llamada The Code.
Los atracos perfectos en el cine se empezaron a torcer cuando alguien pensó que la gracia de este tipo de propuestas consistía, además de marear al espectador, en colocar cara a cara a dos actores de peso para que desarrollen eso que la crítica ya ha convertido en etiqueta recurrente: un duelo interpretativo. Entonces, la película trasciende su propia condición de ficción (o sea, se olvida de que nos tiene que explicar algo, y explicarlo bien) para centrarse en los guiños cinéfilos al espectador supuestamente cómplice. A mí, la fórmula no me gusta y, por lo general, resulta poco productiva, pero si se hace bien pues proporciona algún que otro momento de gozo. En The Code, se pretende que Morgan Freeman y Antonio Banderas mantengan su duelo interpretativo, pero seamos honestos: ni el uno ni el otro son nada del otro mundo, por mucho chascarrillo autorreferencial que hagan sobre sus carreras cinematográficas, y por mucho que se apunten un poco a la línea (nefastamente) emprendida por los reyes de la autoparodia: De Niro y Pacino.
¿Qué queda entonces si el argumento carece de sorpresas y los protagonistas tienen menos química que un menú vegetariano? Pues ponerle unas velas a san David Mamet y san Sindey Lumet para que, tras sus El último golpe y Antes que el diablo sepa que has muerto, vuelvan a poner el género donde le corresponde. Porque si lo hemos de esperar de la fofa Mimi Leder, pues vamos apañados. Vale, la chica rueda con cierta gracia, pero es lo menos que se le puede pedir a un producto de este tipo. Ahora bien, cuando se trata de dar un poquito de espesor a los personajes, de crear cierta química entre ellos, The Code fracasa absolutamente y demuestra cuán aburrida puede llegar a ser una película cuando cada actor va a la suya: Freeman hace de Freeman... y lo hace muy bien. Su pupilo y cómplice en el robo de una joyería aparentemente infranqueable es Antonio Banderas. Y, bueno, pues Antoñito ya no lo hace tan bien.
Si ya es de juzgado de guardia que la presentación de su personaje vaya acompañada de los rasgueos de una guitarra española y de unos compases de ridícula inspiración moruna, la cosa empeora cuando nuestro malagueño más internacional (¿será por etiquetas?) se empeña en robarle el plano a Morgan. Y, claro, mientra Banderas despliega a cada segundo sus sonrisitas machotas, su entrecejo fruncido y, de vez en cuando, alguna mirada extraviada que, aparentemente, nos viene a decir que le está dando al tarro, el bueno de Freeman se lo come con patatas sin ni tan siquiera mover un músculo facial. Definitivamente, Antonio Banderas debería replantearse sus últimos trabajos, porque con la anterior Mi novio es un ladrón y con esta The Code (en ambas, mira por dónde, interpreta a un caco) no conseguirá otra cosa que provocar el hartazgo del respetable, saturado ya de sus caritas de latin lover y, desde luego, enfadado ante la evidencia de que sí, realmente Banderas es un buen ladrón: nos está robando siete euros y, lo más importante, una hora y media de nuestra vida.
Por este despropósito pulula también una chica rusa (Radha Mitchell) porque, se me olvidaba comentarlo, The Code está muy atenta a la realidad social del mundo globalizado y aquí se adentrar en el submundo de la mafia rusa. Que es, claro está, una pura excusa exótica para pasearse por saunas llenas de hombres tatuados que, suponemos, debieron proporcionar algún que otro disfrute a la directora Mimi Leder.
La chica, decíamos, pulula por la trama con la intención de apuntalar el elemento romántico del film, pero por mucho morreo salvaje que se dé con Banderas, la fruición de opereta con que se retuercen los labios y se agarran la cabeza está lejos de la pasión y muy cerca de ese afectamiento latino que, de repente, parece querer reivindicar el antaño muso de Almodóvar (seguimos con las etiquetas). Así, pues, ni el sexo, ni los robos ni el rock'n'roll (¡esos apuntes de chunda chunda discotequero!) consiguen funcionar en esta cinta, de la cual es imposible creerse nada. Constatación que, hasta cierto punto, es todo un triunfo si pensamos que la cosa va de gente que miente permanentemente a los demás. Aunque, la verdad, como espectador hubiese deseado que no me hubiesen incluído en la mentira.
2 comentarios:
Miedo me da. No tenía idea de esta película hasta que hoy mismo he visto el anuncio en medio de las noticias.
Me ha parecido un producto semejante a Flawless, donde Caine se come con patatas a la Demi Moore.
Me gusta Freeman como actor, pero he de reconocer que se vende al mejor postor apareciendo en productos como el que comentas. Lo de Banderas es un misterio; quizás es que el chico es puntual, se aprende el guión y sabe ponerse en la línea azul del foco, porque si no, no lo entiendo.
Tomo nota y me doy por avisado. Gracias.
Saludos.
Doctor, lo suyo es masoquismo y alevosía: si va a ver películas como ésta, ¿qué esperaba encontrar?
Y más ahora que Banderas va contando por ahí que ha cambiado de agente porque con el anterior sólo interpretaba birrias.
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