jueves, 25 de marzo de 2010

Los hombres que miran fijamente a las cabras

George Clooney actúa a veces como el listillo de la clase, ese tipo arrogante que se sabe el ojito derecho del profe y que, por ello, se permite hacer lo que en otros sería causa de castigo (p.e.: escribir cien veces en la pizarra "no iré por ahí haciendo el idiota"). Sí, Clooney puede ser idiota y nadie le toserá la tontada, sobre todo si, como es el caso de Los hombres que miran fijamente a las cabras, se lleva consigo a otros amigotes aficionados a disculpar su gusto por la juerga borrica con aquello tan irritante de "la autoironía" y el distanciamiento que implica "la mirada intelectual". Así, con ponerle unas gotitas de sarcasmo cultureta y rodarla con un mínimo de dignidad estética, consiguen vendernos como oro la misma mierda que en el fondo facturan los hermanos Wayans y otros estandartes de la comedia chusca. Eso sí, las parodias cinéfilas de los Wayans piensan en, ehem, la diversión de espectador, mientras que Los hombres que miran fijamente a las cabras piensa en la (auto)diversión de esta gauche divine hollywoodiense (solo faltan los Coen), que ha ido creando una peligrosa endogamia de la cual, como ocurre con las casas reales, únicamente pueden salir hijos cortitos.

Claro, es que es muy diferente reunirse en la barra de un bar con unas birras y parir una comedia (ey, ¿y si ponemos a la tetuda de la Pamela Anderson?) que quedar alrededor de un plato de sushi y hacer lo mismo, pero sustituyendo a las pibas por unas cuantas imágenes del cretino de Bush. Sin una intención clara más allá de lo facilón, tanto una como otra táctica darán los mismos resultados: una idiotez. Lo que pasa es que poner a la tetuda de la Anderson está intelectualmente peor visto.

Los hombres que miran fijamente a las cabras no sabe contra qué dispara y, claro, en algún momento da en el blanco. La idea de una organización secreta del ejército norteamericano dedicada a desarrollar técnicas de combate psicológico-pacifistas tiene su qué, pero se hunde en su propia absurdidad. Sin una mesurada combinación de sus elementos, la crítica, por un lado, se vuelve soezmente obvia, y el surrealismo de las situaciones, por el otro, pierde todo su componente transgresor. De este modo, la cinta en cuestión no hace la pupita que pretende, más que nada porque se muestra incapaz de trascender el idiotismo de los personajes y dar más carga de profundad a temas-bomba simplemente apuntados, como el infantilismo de la cultura norteamericana (desde los hippies hasta Star Wars), la paranoia extrema como esencia misma de los ejércitos, o la oscura presencia de las grandes corporaciones capitalistas en todo, todo, todo lo que ocurre a nuestros alrededor.

Eso sí, uno se imagina a Clooney echándose unas risotadas a costa de Ewan McGregor (convertido literalmente en este film en aprendiz de Jedi). O a Kevin Spacey dando gracias al cielo por haberse cruzado en el camino con un director que le deje campar a sus anchas histriónicas (y, por otro lado, nada graciosas). O a Jeff Bridges, quizás lo único salvable de la función, ufano por volver a desempolvar a Lebowski. Entre todos se montan este sarao de agobiante pedantería, pero insultante nadería. Un sarao que significa un paso más en esa supuesta exploración paralela al amercanus stupidus que Clooney lleva ya varios años realizando, muchas veces alcanzado igual o superiores niveles de estupidez que su objeto de estudio. Aunque eso él y su progre pack, claro está, nunca lo admitirán.

martes, 23 de marzo de 2010

Brothers

Las vidas de Tobey Maguire y Jack Gyllenhaal están curiosamente conectadas por su parecido físico, hasta el punto que algunos rumores apuntaban a Gyllenhaal como sustituto de Maguire en la saga Spiderman. Era cuestión de tiempo que Hollywood decidiese ponerlos juntos en una pantalla y, además, convertirlos en hermanos, como ocurreen el film... Hermanos. Aunque, la verdad, su consanguinidad en la nueva cinta de Jim Sheridan es bastante accesoria pese a lo contundente del título. Y es que este drama familiar de manual (tan correctito como insulso) bien podría haberse llamado Cuñados, Primos segundos o Tobey se fue a la guerra. Al principio parece, pero solo parece, que la cinta explorará las siempre pantanosas aguas de las relaciones familiares a través de dos hermanos luchando por el amor de la mujer de uno de ellos, pero bien rápidamente Sheridan se aparta de este escabroso escenario (escabroso para los EEUU, no para Europa, que aquí somos más guarretes) y decide explorar las heridas que las recientes guerras están dejando en la sociedad norteamericana.

Bueno, eso de "explorar las heridas" le queda un poco grande a este enésimo retrato del soldadito que va a misa antes de viajar a Afganistán. Quizás Sheridan pretenda defender su acercamiento al tema maquillándolo de ese pacifismo políticamente correcto (ya saben: no, aunque en el fondo sí, a la guerra), pero su visión digamos "humanista" se diluye por completo cuando, como apuntábamos, decide aparcar el estudio de personajes para entrelazarlo, hasta diluirlo, con la aventura trágica del protagonista en el frente antitalibán.

Vale, vale. Quizás no sea del todo correcto decir que Hermanos se despreocupa de la evolución emocional de los personajes, pero desde luego lo hace con poca garra: si por un lado no quiere entrar a fondo en los lazos que unen a cuñado y cuñada (la soledad, apechugar con una situación que no entienden), tampoco es que Sheridan se luzca cuando aparca a los moritos malos y se centra en la vida de los que viven la ausencia de un ser querido. Porque, y no me dirán que a estas alturas el tópico ya repugna, nuestra familia-de-militar-amante-de-su-país mata las horas haciendo tortitas, arreglando la cocina con la ayuda de un grupo de nerds cerveceros y, claro, yendo a patinar con la niñas. ¿Qué mejor sitio que la pista de hielo para que nuestra Natalie Portman (muy bien en su papel) y nuestro Jack Gyllenhaal (éste, no tan bien) se crucen miraditas de protoamor mientras Tobey Maguire (aquí, pésimo zombie sobreactuado) lucha for the country?

La pareja patinadora sucumbe, claro, al calor de la chimenea y fumando un cigarro (¿un porrito, quizás?), que ya se sabe que es la manera de darle un toque adulto y transgresor a cualquier historia actual. En ese momento, y entre calada y calada, el personaje de Portman pretende demostrarle al cuñado que ella no es la tipa distante y disciplinada que parecía ser en el instituto. "Es un tópico", suelta. Y no sabemos si se refiriere a su imagen escolar, a la conversación junto al fuego o a toda la película en su globalidad.

Y es que Hermanos es una postal de la América profunda que, precisamente por eso, es incapaz de encontrar algo de verdad en su trama emocional. Aquí, sin duda, la culpa la tiene el director Jim Sheridan, que baja del limbo fabulador y poético de su anterior En América (película, por cierto, muy reivindicable) para poner sus piececitos irlandeses en la tierra firme de las camisas a cuadros, los bares de Moe y las familias cuyos abuelos siempre tienen pinta de Sam Shepard. Y, claro, este es un terreno ajeno al cineasta, que por pura desconexión emocional no tiene más remedio que retratarlo a través del lugar común. A no ser que, en una jugada de perversa mirada crítica, Sheridan venga a decirnos que todo en los EEUU (la familia, la guerra, sus valores) es pura postal, puro espectáculo. Juzguen por ustedes mismos, aunque viendo a tanto talibán de crueldad extrema o la manera perversa de utilizar la imagen de los niños (1), uno tiene la sensación de que Sheridan anda loco por creerse la postalita que filma.

(1) Aquí hay tema para rato. Deberíamos empezar a pensar qué nos pasa con la infancia, qué juego perverso nos lleva a sobreprotegerla (ahora resulta que controlar el Facebook a un hijo es ir en contra de su derecho a la intimidad) mientras, por otro lado, utilizamos y manipulamos la imagen de la muchachada de manera absolutamente deplorable. En el caso de Hermanos, ahí tienen a las dos niñitas del soldado, siempre dispuestas a enternecer corazones, mientras que en Afganistán los niños saludan y sonríen a los soldados yanquis, o asisten con cara de susto a las salvajes torturas que cometen sus padres.

Taquilla española del 19 al 21 de marzo

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jueves, 18 de marzo de 2010

Shutter Island

La parte final de la filmografía de Scorsese es la crónica anunciada de un despiste. Sus últimas películas son un cúmulo de buenas ideas atrapadas entre las arenas movedizas de relatos irregulares, arrítmicos y poco cohesionados que nos obligan a dirigir la mirada hacia el casillero del guionista. Y es que ocupar ese puesto debe imponer lo suyo: Martin es una leyenda en vida, hay que admitirlo, y a ver quién es el guapo con las agallas suficientes como para cogerse una buena pelotera con el maestro (Paul Schrader lo hizo... y a la vista están los resultados) y decirle "no" a sus delirios.

La otra solución es, directamente, apostar por el delirio, que es la táctica empleada por Laeta Kalogridis para fabricarle a Scorsese el libreto de Shutter Island. Quizás por eso, sin ser la gran película madura que aún nos debe Marty, el nuevo film del cineasta tiene más claro lo que quiere ser que el resto de sus erráticos títulos anteriores. Y lo que Shutter Island quiere ser no es más que un entretenimiento con la mirada descaradamente puesta en la taquilla, aunque por lo menos guiñándole de vez en cuando el ojillo al cinéfilo más exigente, que se sentirá satisfecho con la eficaz creación de atmósferas enfebrecidas y la evidente apuesta por la estilización de los tópicos del cine de terror más granguiñolesco.

Eso sí, no esperen mucho más: la trama supuestamente intrigante sobre la búsqueda de una asesina desaparecida del manicomio es de aquellas que se ve venir a la legua. Y si a Scorese parece importarle un pimiento la construcción argumental de un misterio que enganche, tampoco se muestra demasiado interesado en desarrollar algunos de los elementos colaterales que darían otro lustre al conjunto. Me refiero a esos apuntes, por otro lado livianos y tontorronamente tópicos, en torno a la sombra alargada del nazismo como trauma y como conducta social no extirpada. De este modo, las "reflexiones" sobre la violencia como motor humano se convierten en un elementos efectista más a sumar a lo que por momentos parece un paseo por el Túnel del Terror de cualquier decadente parque de atracciones urbano (y me remito a escenas como la de las celdas piranesianas, donde no faltan brazos que surgen de la oscuridad para asustar al pipiolo de DiCaprio).

El pipiolo DiCaprio, por cierto, es para este cronista el otro problema de Shutter Island (y, también, de las últimas obras de Scorsese). Supongo que incluso a Martin le debe costar encontrar financiación en el idiota Hollywood actual, pero no sé si la mejor jugada para conseguirlo es arrejuntarse con el-ídolo-de-las nenas-que-lucha-incesantemente-por-ser-un-actor-adulto. Reconozcamos que el chico lo intenta, pero no ayudan demasiado ni su físico eternamente juvenil ni su tendencia a interpretar los traumas del personaje como si tuviese un ataque de retortijones. Eso sí, el actor es el que más provecho está sacando de esta entente que, a nivel creativo, se mueve a años luz del anterior "matrimonio" Scorsese-DeNiro. Por cierto, Robert DeNiro hace una pequeña colaboración en el film y, aunque parece escapado del rodaje de Frankenstein, llena de savoir faire los pocos minutos de los que dispone.

Finalmente una acotación que, quizás, sea producto de la lostmanía que sufre quien esto subscribe: por momentos, Shutter Island me pareció extrañamente conectada con la serie televisiva creada por J.J. Abrams. Aunque, en este caso, Scorsese se ha inspirado solo en las formas de Perdidos, ya que, en los referente al fondo, está lejos de la fuerza simbólica y la energía perturbadora de la teleserie, que sabe jugar más eficazmente con la ambigüedad y las trampas de su argumento. Aún nos queda por ver cómo acabará Perdidos, pero dudo que sus creadores tengan el mal gusto de, como hace Scorsese al final de su película, explicarlo todo todito por si usted, espectador al que por lo visto se presupone tonto, aún no lo había pillado.

martes, 16 de marzo de 2010

Taquilla española del 12 al 14 de marzo

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sábado, 13 de marzo de 2010

Avatar

Que James Cameron es un tipo con un gusto pésimo lo demuestra la cancioncilla final de Avatar, capaz de competir en gorgoritismo irritantemente ñoño con la también cameroniana manera de cerrar Titanic (Celine Dion. Perdón por traérsela de nuevo a la memoria, amigo lector). También podría encabezar un eventual museo del kitsch ese bosque que sirve de escenario al film y que se ilumina al pasar, no sé si en un intento de citar a las baldosas de El mago de Oz o (más bien, vistos los resultados) al cutre videoclip de Billy Jean.

Y no me negarán que el avatar de Sigourney Weaver es como para formar un dúo cómico (?) con el Jar Jar Binks de Star Wars. Episodio I. Para (los pocos) que aún no han visto lo último de Cameron, les diré que un avatar es como otro yo adaptado a diferentes ecosistemas, pero siempre controlado mentalmente a distancia por su dueño. Como imagino que el director y guionista era consciente de que lo suyo no era el colmo de la originalidad (ahí tienen Second Life haciendo mucho ruido y pocas nueces), pues va y se le ocurre ponerle al avatar de la pobre Weaver una camiseta de la NBA talla XXXXL. Con ello quizás llame la atención pero, desde luego, da al traste con toda la elegante sobriedad machorrona que la actriz ha ido construyendo a lo largo de su trayectoria artística.

En fin, que Avatar hace, así de sopetón, un poco de pupa a los ojos (ese dragón con más colorines que la colección de pegatinas de un Fórmula 1), y he de confesarles que, a eso de la hora de metraje, y ante la perspectiva de pasar otra hora y media más ahí metido, me dio un bajón considerable y empecé a meditar seriamente si deseaba seguir aguantando el ecologismo barato de Cameron y su edénica alternativa. Una alternativa, por cierto, que haría empalidecer en peluchismo al universo Ewok que tanto daño ha hecho al cine fantástico y al mundo en general.

Pero yo no sabía que el muy listillo de James ya hacía tiempo que me tenía en su manos y que iba a hacer conmigo lo que se le antojase. Y no necesariamente porque la segunda parte del film mejore, sino porque su milimétrica barraca de feria funciona de ese modo: ventilando desde el principio toda su carga de superficialidad (hala, aquí va la "tesis", por si alguien la quiere) y yendo a continuación al tajo. Que no es otro que devolverle a la gran pantalla su capacidad de fascinar y recordarnos su origen circense. Su excepcionalidad, vaya, su condición de realidad paralela a la realidad para lelos que nos toca vivir día a día. Porque ir a ver Avatar es algo más que ir al cine. Se nota en las colas, en la sala de butacas, en los ohhs que se escapan...

El mayor logro de Avatar es, por tanto, recuperar sensaciones perdidas, resetear nuestra mirada para que, durante la proyección, nos sintamos como la primera vez que vamos al cine. Y, aunque se nos venda con eso del 3D, conviene apuntar que el profundo impacto del film no procede de su novedad, ni técnica ni narrativa. Procede, precisamente, de la recuperación de unos esquemas míticos y dramáticos muy, muy viejunos pero que, siendo como son difíciles de utilizar bien, parecen desterrados del cine de entretenimiento actual.

Por lo que respecta a los aspectos técnicos, y seguramente como consecuencia del autoasumido y orgullosamente defendido "clasicismo" narrativo del producto, Avatar hace menos ostentación de sus novedades hi-tech de lo que uno podría esperar a raíz del ruido publicitario generado entorno a este tema. O, para ser más precisos, no es que Avatar no sea un importante paso técnico. Lo es, pero no se nota. Prestemos atención a, por ejemplo, los Na'vi, criaturas dotadas de una expresividad indiscutible y que rápidamente se humanizan ante nuestros ojos hasta el punto de hacernos olvidar su condición sintética y/o apariencia de Pitufo con sobredosis de hormonas del crecimiento. Menos redondo me parece, como ya he apuntado al principio, el planeta Pandora, al cual le sobran unas cuantas manos de pintura y que, por momentos, atufa un pelín demasiado a escenario de videojuego de Nintendo para niños cienciólogos.

Y en cuanto al 3D, pues qué quieren que le diga. Apostaría toda mi fortuna (es la ventaja de no tener fortuna) a que Cameron, cuando se ponía a planificar Avatar, lo hacía clarisimamente con una mirada 2D. Lo cual responde, creo, a dos de la características básicas del cineasta canadiense: su visión comercial y, al hilo de lo dicho unos párrafos antes, su background clásico. Sobre el tema comercial, está claro que el amigo James se plantea Avatar como un escurrebolsillos, y no sería de recibo marcar demasiadas distancias entre la versión 3D y 2D. De este modo, como el film bidimensional no decepciona en cuanto a espectacularidad, actúa como "coche escoba" de los que quieren ver la peli pero les da palo pagar por las gafitas 3D. A la vez, el 2D recupera a fans que, tras la experiencia tridimensional, quieran repetir sin maltratar aún más el bolsillo. Negocio redondo, vaya.

Centrémonos ahora en lo del background clásico de Cameron. Es de agradecer que, en las escenas de diálogos, el cineasta no nos maree ni despiste con innecesarias profundidades de campo, pero cuando puede dar rienda suelta a la nueva tecnología, tampoco detecto yo un esfuerzo demasiado estudiado por, disponiendo de nuevos instrumentos, narrar de manera nueva. El 3D puede que ya esté consolidado como sistema (aunque por ahí siguen batallando diferentes estándares de proyección), pero aún ha de pasar, visto Avatar, un tiempo hasta que se consolide como lenguaje. Porque ahí sigue estando el marco rectangular del plano para marcar las fronteras que el 3D pretende saltarse. Y porque Cameron sigue mirando con los ojos de quien cuenta con ese rectángulo para explicar, organizar y dar sentido a las imágenes que rueda. Así, Avatar se estira hacia atrás, pero no consigue trascender los bordes y caminar hacia esa experiencia de surround sensorial que, en principio, es (o debería ser) el signo de identidad del 3D.

viernes, 12 de marzo de 2010

Crazy Heart

Normal. La industria norteamericana del entretenimiento está tan acostumbrada a dar(se) premios que, un día u otro, tenía que equivocarse. Le ha pasado recientemente con Jeff Bridges, a quien, supongo, querían darle un Grammy y, ¡qué despiste el nuestro!, van y le dan un Oscar. Porque sus canciones en directo en la peli Crazy Heart bien merecen un galardón. Otra cosa es que su interpretación le haya valido la estatuilla al mejor actor del año. Vamos, que el hombre afina, pero en lo que a interpretar a un country-singer decadente se refiere, Bridges poco más que nos presenta una versión 2.0 de su inmortal El Nota de El Gran Lebowski.

De este modo, Crazy Heart viene a certificar una de esas normas no escritas de los Oscar, según la cual cualquier tipo o tipa que haga algo fuera de su ámbito de trabajo habitual (y, preferiblemente, lo acompañe con un personaje marcado por el desaliño corporal) tiene bastantes números para ganar el premio de la Academia, siempre tan generosa con esta clase de esforzados intérpretes. La película, por cierto, también confirma una sospecha que el que suscribe lleva muchos años madurando: toda película discreta, o directamente mala, que tenga pocas nominaciones pero, entre ellas, a su actor/actriz principal, suele de manera casi infalible darle suerte al intérprete. Hagan memoria: sucedió, por ejemplo, con Charlize Theron por la muy monstruosa Monster.

En definitiva, que creo más rentable comprar la banda sonora de Crazy Heart (detrás está el habitualmente infalible T-Bone Burnett), que pasar por taquilla, ya que este dramilla de cantante-que-se-parece-a-Bukowski es, cuanto menos, de un academicismo tan academicista que deja a este cronista ( siempre en busca de fuego visual) más frío y desencajado que Barcelona tras la nevada-que-nadie-preveía. Y es que es todo de un sobado...: carreteras desérticas, habitaciones de motel, tragos de whisky, resacas y canciones en el porche forman toda una iconografía potentemente mítica que, sin embargo, el director debutante consigue despojar de vida hasta pasearse peligrosamente por la superficialidad visual de cualquier anuncio del Departamento de Turismo de New Mexico (caso de existir tal departamento).

Y ya que la historia de amor y redención del protagonista es todo huesos, uno se anima un poquillo cuando parece intuir que el film engordará retratando los entresijos de la industria musical (en este caso, la muy potente y aquí prácticamente desconocida, escena country). Pero la cinta se limita a enseñarnos un representante ruin, despreciable y pesetero (ya ves qué novedad) y desaprovecha el juego que hubiese dado el choque generacional representado por el maestro (Bridges) y su pupilo. Un pupilo interpretado, por cierto, por Colin Farrell con coleta. Es lo máximo que me atrevería a destacar de su trabajo.

La maquinaria publicitaria ya hace tiempo que nos viene vendiendo esta peliculilla como la sorpresa del año. Es lo que nos dicen siempre de las producciones baratitas con estrellas dispuestas a cobrar menos para ser más "libres artísticamente". Entiendo, amigos lectores, que les excite el morbillo cinéfilo, pero la cosa al final es bastante decepcionante. No obstante, si aún persisten en su intención de verla, he aquí dos razones definitivas que quizás les hagan desistir: sale un niño y una mamá divorciada. Afortunadamente, no aparece ningún perrillo lanudo y grandote, pero el mal ya está hecho y, al final, lo que prometía ser un trago largo se acaba convirtiendo en un caramelete de wishky... 0,0% alcohol.

Taquilla española del 05 al 07 de marzo

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Como decíamos ayer...