miércoles, 29 de abril de 2009

Taquilla española del 24 al 26 de abril

Clica en la parrilla para ampliarla:

Fuente: www.filasiete.com

Rudo y Cursi

Quien acuñó por primera vez esa idea de que el fútbol es la metáfora de la vida no tenía, desde luego, un alto aprecio por la existencia humana. Además, contribuyó fatalmente a la legitimación social de niñatos con flequillos imposibles, paletos exiliados a equipos turcos y otras variantes de la inutilidad humana solo equiparables a los pilotos de Fórmula 1 y los participantes de rallys dispuestos a colarnos sus gestas como un ejemplo de superación solidaria. Por otro lado, con eso de que el fútbol es como la vida se ha generado toda una corriente filosóficobalompeica cuyo desastroso resultado es la proliferación de especialistas argentinos que adornan de soporífera verborrea lo que no es más (o lo que no debería ser más) que un deporte. Fíjense, por ejemplo, en el narrador de Rudo y Cursi, un cazatalentos porteño que no desaprovecha ningún inciso entre los diálogos para colarnos sus reflexiones sobre la profundidad ontológica del fútbol, sin percatarse de que su poesía barata provoca en el espectador no pocos instintos asesinos. Lo cual certifica, en cierto modo, que todo lo relacionado con el fútbol tiene la no demasiado encomiable capacidad de excitar al energúmeno que llevamos dentro.

No, Rudy y Cursi no es una reflexión sobre la vida a través del balompié y aledaños. No lo es, aunque lo pretende, y ese fracaso potencia aún más la absurda pedantería de los comentarios de la voz en off. Eso sí, Rudo y Cursi es futbolera al cien por cien: si el negocio de este deporte se basa en la repetición malsana de tópicos ("el fútbol es así", "esa es la grandeza del fútbol", "hay que respetar al rival", ¡ja!), la películita en cuestión (que, ya saben, reúne de nuevo a Gael García Bernal y Diego Luna tras Y tu mamá también) no le anda a la zaga a la hora de recopilar lugares comunes. Esto va del ascenso y caída de dos hermanos de pueblo que se convierten en estrellas de la cancha y, claro, no tardan en ahogarse en la coca, el lujo, la fama mal digerida y las Nurias Bermúdez de distinto pelaje. Todo quizás muy real, pero también aburridamente previsible y formulario tal y como aquí se expone. Lo cual, bien mirado, no deja de tener sus ventajas. El slang mexicano es tan incomprensible para la platea española que se agradece un argumento tan simplón: ello facilita el seguimiento (si es que consiguen mantenerse despiertos) de toda la trama.

Para colmo, Rudo y Cursi no encuentra nunca el punto, y su pretensión de ir agriando el tono de comedia inicial resulta por lo general una pretensión fallida, cuando no cae de cuatro patas en el dramatismo más ridículamente impostado. Para disfrutar en la medida de los posible de este productillo, uno ha de moverse por las bandas (¿han visto qué oportuna metáfora futbolística?). La línea general del film es menos atractiva que un discurso de la sosainas de González-Sinde, pero la química entre García Bernal y Luna sigue funcionando a las mil maravillas. Por otro lado, los apuntes (demasiado) colaterales sobre el kitsch cultural mexicano, el papel de la mujer y el poder de las mafias permiten, cuanto menos, acercarse a la vida de verdad. La que queda después de los goles y que solo se atreve a aparecer en los planos finales de la película. Pero esa ya es otra historia que, naturalmente, no tiene ningún interés... futbolístico.

martes, 28 de abril de 2009

Armin Mueller-Stahl en "The International"

"TODOS ESTÁN IMPLICADOS"

(La contundente confesión de uno de los malos del film podría hacernos pensar que TheInternational es una afilada mirada a la corrupción generalizada de nuestro mundo, pero no esperen encontrarse aquí con una especie de Syriana en clave bancaria. Sí, en la nueva película de Tom Tykwer las entidades financieras, los políticos y las guerras se hermanan para controlar el mundo, pero la exposición de estas realidades es, de tan obvia y conocida, bastante inofensiva. De hecho, entre analizar la podredumbre moral que nos envuelve o montar un eficaz thriller, la cinta se queda con la segunda opción, por lo que todo el entramado geopolítico-sociológico-moral está puramente al servicio de la intriga.

Y cabe decir que el conjunto es ciertamente eficaz. The Internacional, que relata la lucha de un investigador de la Interpol contra un poderoso banco aficionado a dar puntos estrella a golpistas y traficantes de armas, podría pasar por una parte más de la saga Bourne, solo que en este caso sí utilizan el trípode. Tom Tykwer nos pasea por medio mundo (curiosamente, los personajes NUNCA tienen jet lag) y teje la intriga con elegancia y momentos poderosos (la escena en el Guggenheim de Nueva York). Pero llega un punto en el que guionista y el director pretenden forzar la máquina y sacarle a su naranja más zumo del que puede dar. Entonces, ya en el último tercio del film, una serie de giros dramáticos intentan dotar a la acción de cierto poso reflexivo y derivarlo todo hacia una especie de reflexión moral sobre el papel de la justicia y el individuo.

Pero, entre que ya no queda tiempo y que la esencia del producto no era esa, toda la parte final se diluye como un azucarillo y se queda en una, en el fondo, infantil pataleta contra los poderes que todo lo controlan. Recuperando la conexión con las aventuras de Bourne, The International sigue demasiado aferrada al esquema de buenos y malos, y por ello no consigue lo que si conseguía su referente: hacer palpable al espectador la angustia de vivir en un mundo donde ya no está tan claro dónde encontrar a los buenos y dónde a los malos. ¿A ver si el personaje de Armin Mueller-Stahl va a tener razón y todos, hasta en el cine comercial, estamos implicados en la perpetuación de un sistema pestilente que, en el fondo, ya nos va bien?)

martes, 21 de abril de 2009

Señales del futuro

¡Qué desgracia! Ya solo nos queda el gimnasio para ser más felices, para hacer más llevadero nuestro paso por este valle de lágrimas. Y no les voy a descubrir nada si les digo que esto del gimnasio da una pereza enoooorme, así que a sufrir, que para eso nos han puesto en este mundo. Porque si hemos de confiar en que siguiendo las directrices de Rouco Varela vamos a vivir mejor, pues lo tenemos un poco crudo: nos saldrá una úlcera de estómago cada vez que veamos a Zapatero y, qué quieren que les diga, la sola idea de tener como guía a este señor con cara de amargado (a imagen y semejanza de su jefe Ratzinger, vaya) pues es, cuanto menos, estéticamente poco seductora.

Así que, agredido visualmente por tanto vestuario negro abotonado hasta el cuello, uno busca refugio en otros gurús que desprendan más positividad y vistan mejor, pero ya ni en ellos puedes confiar. Como Rouco and company, tampoco la espiritualidad de nuevo cuño pretende mejorarnos la vida. Bien al contrario: reincide en el discursito del miedo, que convendrán conmigo que no es una manera muy agradable de vivir, aunque dé tantos réditos a conferenciantes episcopales, paladines cienciólogos, políticos de variado pelaje y presentadores de las noticias nocturnas de Telecinco.

Si hasta el cine se apunta a la espiritualidad del terror. Vean esta espantosa (en todos los sentidos) Señales del futuro y entenderán lo que les digo. Aunque envuelta en cierto espíritu ufológico que la entronca con toda una tradición de la cultura sci-fi (sin duda, lo único bueno del producto y lo único, quiero pensar, atribuible al interesante pero aquí muy despistado Alex Proyas), Señales del futuro vira bien pronto hacia un tremendismo que no superaría ni Michael Moore esnifando el polvillo de oro de su Oscar. Resulta que esta historia de encuentros en la tercera fase (o con Hacienda, visto el look de los visitantes) es en realidad un panfleto sobre la necesidad de creer no para vivir mejor hoy (que es lo que cuenta) sino para asegurarse una parcelita en el paraíso mañana, tan pronto se acabe el mundo.

Su propuesta es tan perversa que se regodea en la destrucción masiva mostrando con todo tipo de detalles la caída de aviones y el descarrilamiento de metros, detallitos que te dejan bastante mal cuerpo sobre todo si tienes que coger el transporte público para volver a casa tras la proyección. Y no piensen que me escandaliza el hiperrealismo con que se muestran los desastres y la muerte masiva, me molesta la instrumentalización que se hace de estos elementos para convertirnos en temerosos corderillos. Es curioso que, a diferencia del cine catastrofista reciente, el desastre no tiene aquí causa ni culpables: no hay terroristas, no hay cambio climático, no hay guerra... La destrucción en Señales del futuro es suprahumana, está fuera de nuestro alcance y responde al puro azar de las fuerzas naturales. Pero no vean en ello un desesperanzado discurso sobre la nimiedad de la existencia. Resultaría una propuesta demasiado inteligente y, sobre todo, demasiado realista para quien, con productos como estos, quiere llevarnos al huerto dando sentido al sinsentido de la vida.

Y es que el fin del mundo que vaticina el film SÍ tiene sentido, según los gurús que han pergeñado este productillo vistoso, pero tendencioso: el fin del mundo se cepillará a todo bicho viviente, pero si usted ha vivido en la fe, como el papaíto de Nicolas Cage, pues lo llevará mucho mejor. Así que, a seguir las directrices de Rouco, a vivir con miedo... y a apuntarse al gimnasio.

Taquilla española del 17 al 19 de abril

Clica en la parrilla para ampliarla:


Fuente: www.boxoffice.es

viernes, 17 de abril de 2009

Philippe Petit en "Man on Wire"

"¿POR QUÉ? NO HAY UN PORQUÉ"

(Si lo dice el propio responsable de idear, planificar y ejecutar el famoso paseo por el alambre entre las Torres Gemelas, pues qué remedio, tendremos que creerle. Sin embargo, resulta menos creíble -o como mínimo, menos deseable- que el director del documental se contente con esa respuesta del funámbulo Philippe Petit cuando le preguntan por las motivaciones de su espectacular número. De acuerdo, entendemos todo eso de que Petit quería hacer arte y crear un momento mágico. Entendemos que la creación es un acto puro, sin porqués y bla, bla, bla, pero uno tiene la sensación de que este Man on Wire fracasa precisamente porque no se plantea ningún porqué, fracasa desde el momento en que sacrifica la mirada externa, la mirada analítica, la mirada documental, en definitiva, para ponerse al servicio del relato del propio personaje. Y siendo un personaje tan evidentemente egocéntrico, la película acaba explicando las cosas cómo quiere el implicado. O sea, impregnándose de un peligroso autobombo que quizás sea justo con el artista, pero que nada nos dice sobre la persona.

Y la verdad es que se intuye que lo verdaderamente interesante de Philippe Petit se esconde tras la figura pública de Philippe Petit. El documental, sin embargo, se niega a escarbar en esa zona y se convierte, simple y llanamente, en la descripción pormenorizada de una gesta (entrar ilegalmente en el World Trade Center, tirar el cable con nocturnidad y pasearse por él durante 45 minutos). Esa descripción, sin embargo, deja de lado a las personas que lo llevaron todo a cabo, personajes anónimos que nos explican lo que hicieron, pero que no nos dicen casi nada de quiénes son. Tan solo las aportaciones de la exnovia de Petit y las de un colaborador que rompe a llorar indican que ahí, en el recuerdo de ese día de 1974, hubo muchas más cosas que una simple performance suicida.

Man on Wire deja al espectador con hambre: ¿de dónde surge Petit? ¿qué le lleva a dedicarse a los espectáculos circenses? ¿cómo consigue involucrar a tanta gente que no conoce en sus visionarias locuras? ¿de dónde saca el dinero para costearse tantos viajes París-Nueva York-París? Pueden parecer detalles nimios, pero sin duda hubiesen abierto el camino para conocer más a la persona que decide permanentemente caminar por el filo de la vida, a su (intuimos) magnético despotismo con los demás. Esto, sin embargo, no parecer agradar al propio Petit y, dado que Man on Wire, es SU historia, poco veremos de su pasado o de su vida post-Torres Gemelas. Un periodo, por cierto, que se adivina infinitamente interesante si leemos entre líneas el análisis (cortito, fugaz, de tapadillo) que la ex del funámbulo hace sobre la manera cómo la fama cambió la vida de todos.

Hay en este trabajo documental, por tanto, poca chicha donde hincar el diente. Nos queda, eso sí, una milimétrica planificación que, combinando imágenes de archivo y recreaciones en blanco y negro, muestran el proceso de toma ilegal de las Torres Gemelas con un trepidante estilo de thriller. Sí, Man on Wire pasa como un suspiro e incluso nos pone en tensión, pero todo se desvanece tan pronto aparecen los títulos de crédito finales. Bueno, no todo se desvanece: quedan en la memoria las fotografías de Petit suspendido a más de 400 metros de altura, verdadera poesía visual que no necesitaba de un documental como éste para expresarse. Se glosa por sí misma.

Un apunte final: la cinta ganó el Oscar al Mejor Documental y uno sospecha que el premio solo puede entenderse desde una perspectiva yanqui. Las Torres Gemelas siguen siendo la mayor pesadilla del imaginario colectivo norteamericano, y Man on Wire, que describe también su construcción, seguramente remueve muchos sentimientos entre el público neoyorquino. En cierto modo, la película les devuelve a una ciudad más inocente, más pura, más loca. Una ciudad donde cualquiera podía falsificar un pase de entrada, permanecer toda la noche en la azotea del edificio más alto de mundo y, al día siguiente, cruzar de una torre a otra coronando lo que fue (y ya no es) uno de los puntos más cercanos al cielo.)

jueves, 16 de abril de 2009

Por alusiones

Caídos por La VANGUARDIA ETERNA

La necrológica del Comité Profesional sobre Lluís Bonet: “Uno de los mayores expertos en cine de España. Redactor jefe de Espectáculos y crítico”. Lo traté poco, pero se dejaba leer. Nada que ver con el magnífico “Dr. Maligno”, a quien echaron del suplemento Que fem? después de haberle tenido castigado porque las distribuidoras amenazaron con retirar la publicidad del periódico si no cesaban sus criticas demoledoras. El acojonamiento fue mayúsculo.

Buenos días y buena suerte.

Fuente: http://manueltrallero.wordpress.com/

Aclaración del Dr. Maligno: Pues sí, así fue. ¿No habíamos superado eso de la censura? Sí... siempre que el tema de la pasta no se cruce de por medio. Vean, por tanto, el respeto que la prensa tiene a sus lectores, a la libertad de opinión y al Periodismo. Así, en mayúsculas.

Control

El videoclip es el arte de embalsamar, de fijar un look, una sonoridad y una estética para su venta y consumo inmediato. No hay voluntad ni tiempo para buscar una complicidad intensa con el espectador, y por ello, una película de los años ochenta puede emocionarnos más allá de su estética pasada de moda, mientras que un videoclip de la misma época apesta a cadáver y apela, directamente, a la nostalgia irónica del espectador. Un videoclip es una foto fija del signo de los tiempos en que fue realizado, y todo lo que atrapa queda fosilizado pues es función primordial de este tipo de productos la transformación del músico en icono, en marca. Es, en cierto modo, otra forma de mitificación, pero por la vía rápida y, en la mayoría de los casos, con fecha de caducidad.

Anton Corbijn quizás sea el único realizador de videoclips que, sin apartarse de las constricciones propias del género, ha sabido impregnar algunos de sus trabajos de verdadera fuerza emocional. Pienso, por ejemplo, en su colaboración con Depeche Mode y en la tristeza de ese rey que vaga por el campo buscando un lugar donde sentarse. Desgraciadamente, en Control, su primera aventura como director cinematográfico, Corbijn no ha conseguido zafarse de la contaminación videoclipera, no tanto en los visual como en lo filosófico. Control sucumbe al formol audiovisual que comentábamos al principio y, como se espera de todo videoclip, nos ofrece una ilustración del universo de Joy Division y su atormentado cantante, pero en ningún momento interpreta, analiza o, cuanto menos, se posiciona (y nos obliga a posicionarnos, a implicarnos) frente a ese espíritu. Control es la angustia existencial del corpus creativo de Curtis y su grupo atrapada en metacrilato, como esos escorpiones de las colecciones de insectos.

El blanco y negro y la metronímica manera de narrar pueden hacernos pensar que Corbijn ha optado por un distanciamiento consciente, pero esta medida que puede ser respetuosa con la tragedia vital de Curtis suena en realidad a incapacidad para ir más allá de la superficie de la instantánea (Corbijn es fotógrafo, qué casualidad). En Control, las cosas pasan pero no se sienten, las cosas se acumulan según dicta la cronología oficial del grupo, pero su exposición es más pedagógica que realmente informativa. Porque a estas alturas, todo el mundo sabe (o por lo menos, todo el mundo que irá a ver el film sabe) quién, cómo, cuándo y a qué suenan Joy Division. Y Control no responde (ni tan siquiera se plantea) la pregunta que falta: ¿por qué Joy Division? ¿Por qué Ian Curtis?

De este modo, el film se acomoda a la sombra del mito y vive de sus rentas. La esforzada interpretación de Sam Riley es reseñable, pero no deja de ser, como todo el film, un ejercicio de mimetismo. También le agradeceremos a Corbijn que nos acerque al final de Ian Curtis con delicadeza (es, de hecho y paradójicamente, el único momento vivo del film), pero sin todo nuestro background, sin la potente irradiación del mito de Curtis, Control no sería más que un deslavazado biopic. Tiene suerte el director de que el objeto de su rutinario trabajo sea un personaje tan poderoso y respetado como Ian: le ha ganado las simpatías de cierta crítica snob y, de paso, se ha beneficiado del fuego de un artista que no se puede embalsamar. Seguramente por eso, solo hizo dos videoclip estrictus sensu: uno, en vida. El otro fue postmortem... y lo firmó Anton Corbijn.

martes, 14 de abril de 2009

Al final del camino

La nueva película del director de El penalti más largo del mundo (ay) y El club de los suicidas (ayayay) atesora uno de los momentos más desconcertantes que pueden verse en la pantalla, una sucesión de imágenes que se pegan a la retina y que, desgraciadamente, se anclan en lo más profundo del cerebro para, con nocturnidad y alevosía, volver a visitarnos a modo de pesadillesca reivindicación de un (cierto) cine español.

La escena en cuestión vendría a ser como el orgasmo fingido de Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally, pero en clave ortodóncica: el personaje de Javier Gutiérrez, que por puro capricho del guionista está haciendo el Camino de Santiago, coincide con una joven que, al parecer, también se dedica al peregrinaje. Su primer encuentro es en el lavabo de una fonda. Lavabo, por cierto, presidido por tres meaderos masculinos aderezados con sospechosos chorretes marrones. En fin, que ambos se encuentran lavándose los dientes frente al espejo y, a cada cepillado sigue una miradita coquetona que, supuestamente, va poniendo a cien a la parejita. De hecho, cada vez se cepillan con más rapidez, ejercicio que lleva a ambos a un momento climático jalonado por jadeos y el consiguiente aumento de espuma dentífrica en sus bocas. Sabemos, a partir de entonces, que se aman.

Uno quisiera pensar que la sordidez del decorado, la abundancia de espuma babosa y la vulgaridad del cepillado orgásmico responden a una consciente apuesta por el feísmo, como si Roberto Santiago se hubiese empeñado en inventar el neorrealismo con flúor. Pero no. Tanta marranería estética es fruto, simple y llanamente, del puro cutrerío audiovisual, característica que ya forma parte del corpus creativo de Santiago. El problema aquí es que Al final del camino se pretende una comedia romántica de cierta elegancia o, cuanto menos, que intenta mirarse en esas celebérrimas guerras de sexo que tantos grandes momentos de ingenio cómico y afilada mirada a las relaciones humanas nos han despachado algunos clásicos de Hollywood. La base argumental establece claramente esos paralelismos: una periodista y un fotógrafo que se odian han de hacerse pasar por novios para poder realizar un reportaje. Juntos emprenden el Camino de Santiago siguiendo al objetivo de su investigación periodística: un supuesto gurú de acento argentino que, según dicen, es capaz de retornar el amor a las parejas más estropeadas.

La idea desde luego no es muy original y, viniendo de nuestros guionistas, siempre más amigos de la fórmula que de la personalidad, uno ya se espera los previsibles equívocos y el uso obvio del viaje como metáfora del cambio personal de los personajes. Pero ni por esas: Santiago es incapaz incluso de seguir el manual del género, no porque quiera transgredir la fórmula a la que él mismo se apunta, sino porque su zafiedad da al traste con cualquier asomo de eficacia narrativa y ya no digamos cualquier asomo de gag. Cualquier asomo de gag que apele a la inteligencia del espectador, se entiende, porque gags de los otros, de los idiotas en versión hispanocarpetovetónica, los hay a porrillo: ¿qué otra cosa puede salir de este grupo humano con, entre otros, una maruja, un coreano y un ligón que se hacer pasar por gay?

Que Al final del camino es un producto cómico infecto es algo que ya no nos irrita. Estamos acostumbrados gracias a esa larga tradición de humor subdesarrollado que algunos quieren colarnos como tradición a reivindicar. Lo que realmente irrita de la película es su falta de modestia, sus vanos intentos por apelar a la "conexión sentimental" con el espectador, siempre a base, eso sí, de situaciones y diálogos que dejan poco a la sutileza y que, precisamente por eso, ahuyentan rápidamente cualquier atisbo de emoción sincera. Si la escena del lavabo nos habla de la vulgaridad intrínseca del film, hay otro momento que ejemplifica el fracaso de Al final del camino a la hora de buscar el "factor humano" de la historia. Y es que ver a toda la cuadrilla paseando junto a un río mientras cantan una canción de Nino Bravo no es desde luego, aunque así lo pretenda el director, un gran momento de hermandad, sino uno de los muchos desvaríos kitsch (categoría: vergüenza ajena) que jalonan este viaje con un Fernando Tejero certificando sus limitaciones actorales, una Malena Alterio nuevamente desaprovechada, y un paisaje norteño que, por no ser, no es ni una postalita bonita. Seguramente porque lo del Camino de Santiago no era más que una excusa para pedir la colaboración de la Xunta gallega, que ya se sabe que el cine español está en crisis... aunque no solo económica, añadiría yo.

Taquilla española del 10 al 12 de abril

Clica en la parrilla para ampliarla:

Fuente: www.boxoffice.es

jueves, 9 de abril de 2009

Ralph Fiennes en "La duquesa"

"YO TAMBIÉN ABORREZCO TODO ESTO"

(A este drama de época le pierde cierto tufillo a best-seller romántico à la Danielle Steel. O, para ser más precisos, le pierde la mala conciencia que parece arrastrar el director cuando el material que tiene entre manos (o las "recomendaciones" del productor) le obligan a coquetear follestinescamente con los amores y las infidelidades. Como a Saul Dibb los cuernos de la duquesa Giorgiana y su amor imposible con el futuro primer ministro de Inglaterra no parecen interesarle, todo se describe con una frialdad pasmosa aquejada de ese academicismo tan british. Bien, es una elección no del todo errónea para acercarse a un microcosmos (la aristocracia de la Europa pre-revolución francesa) que anteponía las formas a los sentimientos.

El problema es que Dibb tampoco se decide del todo a enfocar su mirada hacia los modos y costumbres de ese microcosmos. Por ello, cuando se pone romántico, es imposible sentir la intensidad que parece consumir a sus personajes, y cuando se pone analítico, nos quedamos con ganas de más, esperando que se decida a profundizar en el, según las crónicas, pionero y activo papel que Giorgiana desempeñó, como mujer, en la política de su tiempo.

Pero ni una cosa ni la otra o, en todo caso, las dos cosas sin que ambas se armonicen del todo. Claro, tienes a Keira Knightley y lo que corresponde es hacer que todo gire a su alrededor, que para algo es la estrella. Pero aquí hemos escogido una frase de Ralph Fiennes, su marido en la ficción, porque el verdadero filón dramático del film está curiosamente en los personajes secundarios. De acuerdo, el drama de una adolescente obligada a casarse con un duque que solo la quiere para tener un heredero (masculino, claro) es un material potente, pero como decíamos no es esto lo que realmente parece estimular al director, que rueda los amoríos y traiciones con más elegancia que brío.

El verdadero meollo de La duquesa, aquello que hubiese hecho de la película algo más que "otra historia de amor con corsé" reside en las tímidas acotaciones sobre un mundo que quiere cambiar para que todo siga igual. Y reside, sobre todo, en ese duque hosco y déspota que, al decir la frase que encabeza este texto, certifica gracias a la matizada interpretación de Fiennes que, en el fondo, él vive atrapado en la misma jaula que ella: el orden social obliga a la duquesa a tragar con la reprobable crueldad emocional de su marido, pero éste, también en base a ese mismo orden social, ha de desempeñar su papel de esposo dominante, sean cuales sean sus sentimientos.

Pero, claro, ir por ahí hubiese alejado La duquesa de lo que nos quieren vender: una lujosa revisitación del pasado con love story trágica, apuntes feministas para todos los públicos y, ¡toma descaro!, conexiones (según la campaña publicitaria) con la vida de la mitificada Diana de Gales. El problema es que ni lo que nos quieren vender nos lo venden con ganas, entre otras cosas a causa de la absoluta falta de química entre Keira Knightley y su amante interpretado por Dominic Cooper. Nos queda por tanto disfrutar de lo mucho e interesante que se pasea por los márgenes de la historia; nos queda, en definitiva, disfrurar de lo que la película no se atrevió a ser.)

martes, 7 de abril de 2009

Taquilla española del 3 al 5 de abril

Clica en la parrilla para ampliarla:

Fuente: www.boxoffice.es

Monstruos contra Alienígenas

Fíjense en el personaje del m¡litar, una parodia de la caricatura de la broma del retrato apayasado de un militar. O sea, un tipejo abofeteable de tan desesperado como va por intentar ser divertido. Bien, pues fíjense en una de las condecoraciones de su uniforme y descubrirán que lleva una insignia con la cabeza de Shrek. Ahí, en ese pin, está resumida toda Monstruos contra Alienígenas y, me temo, toda la filosofía de la división animada de DreamWorks. Porque Shrek (me refiero a las innecesarias segunda y tercera parte) ha sido lo peor que le podía pasar a los dibujos animados. Ha sido la peste bubónica de un género que, infectado por el virus de eso que -vaya usted a saber por qué- algunos llaman humor adulto, ha olvidado las historias para centrarse en los chascarrillos. Un virus que lo ha llenado todo de un humor referencial para consumo onanista del propio guionista y la camarilla de friquis que aplauden capacidades intelectuales de tan alto rango como reproducir literalmente un diálogo de Star Wars.

DreamWorks está llena de estos tipejos que, en lugar de contar cosas, acumulan citas sobre la cultura popular a la espera de que la nostalgia del espectador haga el resto, como en esos programas de televisión que repasan las décadas pretéritas a base de las canciones que fueron éxito entonces. Pues vale, pero la cosa ya apesta a refrito del refrito y la fórmula se ha asentado peligrosamente en el terreno del puro patetismo graciosete-irritante, cuando no directamente de lo idiotamente previsible (véase la escena del presidente de los EEUU tocando un Casiotone).
Pero es que aún hay más: DreamWorks está llena de tipejos que, además, se adscriben a una de las actitudes más indignantes de la especie humana: el peloteo. Ya me imagino a estos animadores y guionistas, con sus gafapasta, su ristra de bolis en el bolsillo de la camisa y su risita sudorosa y nerviosa mientras enseñan al jefe Spielberg la bromita que han puesto sobre E.T. o Encuentros en la tercera fase (sí, aquí se vuelve a hacer coña sobre la famosa secuencia musical de John Williams. Lo último en bromas cinéfilas, vaya). En fin, todo muy repelente.

Puedo admitir que todo lo anterior sea, en el fondo, un problema mío, una falta absoluta de conexión entre lo que a ellos les hace gracia y lo que a mí me hace gracia. Debo ser, lo reconozco, un tío raro porque Aterriza como puedas me parece una soberana tontería, y Monstruos contra Alienígenas no anda lejos de ese tipo de humor que tanto parece haber influido en la generación amamantada por los mass media de los setenta. Aún así, suponiendo que exista esta falta de conexión, resulta bastante evidente que la nueva película de los papás de KungFu Panda (uf) está muy por debajo de sus anteriores "logros". Los diálogos han perdido chispa, los personajes no tienen ningún encanto (¡alarma, alarma: no vais a vender ni un muñequito!) y el, digamos, meollo argumental sobre el derecho a ser diferente parece no interesar a nadie: ni al público ni a los responsables del film, que se lo ventilan con un par de escenitas de forzada "intensidad dramática" (la chica gigante sola en su habitáculo mientras la cámara, oh qué gran recurso cinematográfico, se aleja de ella).

El problema de Monstruos contra Alienígenas es que está pensada como presentación del nuevo sistema 3D y eso ha acabado capitalizando toda la atención creativa del equipo. En el film son más importantes los travelling circulares (los hay a porrillo) que la trama, una aburridilla batallita entre los extraterrestres y un equipo especial de mutantes que pretende retrotraernos a los tiempos del terror Universal y la ciencia-ficción de los años 50. Y, como corresponde a la filosofía DreamWorks, el recurso consiste simplemente en expoliar el imaginario popular (La mosca, El ataque de la mujer de 50 pies, La mujer y el monstruo, Godzilla) sin ir mucho más allá. Esa ausencia de ambición es la que marca la extensa frontera entre lo gracioso y lo tocado por la gracia, o sea, entre DreamWorks y Pixar. Si los primeros imitan, los segundos recrean, y por eso los gags de este film son una patochada y los de Wall·E (o Monstruos S.A., que es un referente más acorde) son un gozo. Monstruos contra Alienígenas, en fin, se plantea como una película "al estilo de" la ciencia ficción de serie B; no dudo de que Pixar, con este material, hubiese trabajado intensamente en fabricar una película que "fuese" ciencia ficción de serie B. Que fuese lo que no es Monstruos contra Alienígenas: una película con credibilidad.

jueves, 2 de abril de 2009

Jean-Paul Roussillon en "Un cuento de Navidad"

"NO NOS CONOCEMOS A NOSOTROS MISMOS"

(En realidad, la frase es de Nietzsche pero la dice el pater familias de la película, así que me permitirán que se la acabemos atribuyendo. Más que nada porque esta erudición reflexivo-filosófica es característica común a la mayoría de los miembros del clan emponzoñado que retrata Un cuento de Navidad. Y esa literalidad es también la que acaba distanciando al espectador tras dos horas de diálogos y monólogos que parecen pensados para hacer malabares con las ideas.

La sombra agobiante de los padres sobre los hijos, la herencia genética como marca, la cruel sutileza del odio familiar, la desorientación existencial... son temas realmente interesantes que Desplechin coloca sobre la mesa de manera cruda, pero su invitación a que reflexionemos al respecto va en detrimento muchas veces de la entidad de esas sombras que, a modo de personajes, parecen únicamente pensadas para escupir sus emociones por la boca. Es todo muy discursivo, muy... digámoslo ya, francés y, al final, resulta un pelín cargante tanto toque d'auteur, tanta digresión erudita al servicio del cuerpo ideológico de la historia, pero totalmente ajena a un núcleo dramático que, en realidad, no existe.

Y es que esa amputación de los recursos habituales de la dramaturgia, esa frialdad expositiva y esos giros argumentales que hacen evolucionar a los personajes a trompicones son, está claro, decisiones premeditadas que, desde una posición teórica, se aplauden y vitorean. Otra cosa es que, en no pocas ocasiones, esa premeditación cerebralmente experimental nos expulse de la pantalla, se muestre tan orgullosamente autosuficiente e inflamada por su indiscutible rigor intelectual que nos niegue la posibilidad, aunque sea mínima, de sentir algo (desprecio, simpatía, tristeza... pero no indiferencia) hacia esta pandilla de friquis burguesitos cargados de traumas (o eso nos dicen). Quizás la intención del director era precisamente esa. Pues muy bien, la cosa le ha salido muy bien, pero puestos a elegir, uno prefiere los desajustes emocionales de Los Tenenbaums a los desajustes intelectuales de la familia de Un cuento de Navidad. Estos últimos podrán ser más profundos y nietzschenianos, pero me los creo menos.)

miércoles, 1 de abril de 2009

Ana María Polvorosa en "Mentiras y gordas"

"ESTA MARÍA HACE QUE ME COMA AÚN MÁS LA CABEZA"

(Pues, chica, casi que lo mejor es que sigas fumando, ya que ésta parece ser la única manera de que tu cerebro haga un poquito de ejercicio. Y, de paso, das el mismo consejo a tus coleguis de Mentiras y gordas, una pandilla de empanaos tontainas que, gracias a este ejemplar guión, se erigen en la mejor campaña antidrogas que ministerio alguno pueda idear.

Uno, que no asistió al pase bajo los efectos de ningún porro, también empezó a comerse la cabeza a los pocos minutos de arrancar la proyección. ¿Qué pretende ser este producto? ¿Un retrato de la juventud actual? Lo niegan los propios responsables de la cosa y, ciertamente, a la cosa le falta empaque, valentía y rigor para dar, cuanto menos, algo sobre lo que reflexionar. Y es que cuando no se quiere (o no se sabe) pensar la realidad, se suele salir con aquello de "no hay que generalizar" o "esto es una historia particular que no representa a toda la juventud". Pues vale, pero en este caso, me da que el huir de la generalización oculta, en realidad, la cobardía de quien apuesta por lo seguro y lo irresponsable: azuzar el morbo y cargar las tintas (aquí hay mucho sexo y muchas drogas) y que salga el sol por donde quiera.

Porque, al final, después de darle vueltas y vueltas, creo descubrir la verdadera intención de Mentiras y gordas: quitarle la ropa a los guapillos y guapillas teen del panorama actual y sacarle todo el rédito económico posible al striptease. No se engañen: esto, en definitiva, es como si en el instituto de la teleserie Física o química se hubiese colado un camello. Así, a las escenas de las duchas del gimnasio se le puede añadir algún que otro colocón, que siempre da mucho juego.

Que los hábitos y costumbres de los jóvenes actuales puedan parecerse a los reflejados en la película (o sea, pastilleo cada fin de semana) no lo dudo. Incluso puede aplaudirse cierto acercamiento verista al fenómeno (que no a la cultura) de las drogas, pero nada de todo esto desprende credibilidad y, lo más importante, honestidad. Y no lo hace porque aquí no hay personajes, hay trozos de carne que Menkes y Albacete fotografían con evidente delectación en busca del calentamiento global y, naturalmente, el escándalo más rentable. Y lo consiguen, del mismo modo que, pongamos por caso, lo hace un anuncio de Dolce&Gabbana. Porque si primero tuvimos constancia de las mujeres objeto y, después, de los hombres objeto, con este film (y Crepúsculo y aledaños) se consolida ahora un nuevo espécimen de la fauna audiovisual: el/la niñato/a objeto. Lo cual, en el fondo, convierte Mentiras y gordas (¿un drama, una comedia?) en un eficaz producto para solaz de lectores del Super Pop y/o pajilleros de variadas edades, por mucho que los pobres actores paseen por la pantalla sus tetas púberes, sus penes juveniles y sus abdominales de tableta de chocolate convencidos de que están rodando las Historias del Kronen del siglo XXI.)