A menudo nos quejamos de ese descerebramiento que afecta a prácticamente la totalidad de la producción cinematográfica que, semana a semana, nos vomitan a los ojos. Pero igual de irritante me resultan esos profesionales del intelectualismo (de corto alcance, aunque ellos no lo crean) que van por la vida haciendo relecturas, revisiones y redimensiones (son muy re-dichos, ellos) de todo lo que se les pone por delante. A James Bond le ha pasado esto mismo en su última película, que es a la saga fílmica lo que La Fura dels Baus es al teatro: un bluf con ínfulas que cuando quiere ser profunda dice bien poco y que cuando quiere ser impactante acaba sobresaturando hasta el aburrimiento. No es casual que una de las escenas digámosle cumbres del film se desarrolle durante una representación de Tosca ejecutada (y nunca mejor dicho) por uno de esos grupillos teatrales de pijos que le dan al videoarte y que, a poco que pueden, siempre hacen salir a alguien vestido de camuflaje, por aquello de hacer una metáfora sobre la violencia.
No piensen que soy un carca de esos que patalea en el Liceo cuando Calixto Bieito estrena una de sus pajas mentales. De hecho, siempre he dado la bienvenida a cualquiera que, partiendo de la tradición sepa iluminarnos sobre ese pasado y, además, utilizar esa luz para despejar las sombras del presente y del futuro. Creo, en este aspecto, que la anterior Casino Royale era ejemplar a la hora de insuflar nueva vida al ya bastante gastadete agente 007. Pero viendo Quantum of solace no me queda tan claro que el film anterior abriese nuevos caminos por explorar. O para ser más exactos, me parece que la nueva aventura de Bond se ha creado para sofocar el fuego que implicó recrear, en carne del muy ajustado Daniel Craig, a un agente que, más que nunca, hacía uso de su licencia para matar. Su transformación en animal herido que responde a zarpazos permitió que el personaje sirviese para lo que ha de servir el cine: entretener, pero también reflejar esa condición (y muchas veces, mala condición) humana que, vibrante en la pantalla, interpela a las emociones de la platea.
Quantum of solace intenta seguir por la misma senda, pero despojándolo todo de complejidad. Si Casino Royale dinamitó unos arquetipos anteriores, la película ahora estrenada tiene la menos ilustre función de consolidar los nuevos arquetipos. La cual cosa, en cierto modo, nos devuelve al punto de partida y estancamiento que la era Craig pretendía finiquitar. Como Bond dice al final de la cinta, “nunca me he ido”. Y, efectivamente, Quantum of solace es como cualquiera de los films con Roger Moore, pero sin su humor (¡bien!), con menos marcha (ya no tan bien) y con una pátina de “nos tomamos todos y todo muy en serio” que, sin llegar a ser del todo irritante, intenta inyectar de gravedad existencialista el más bien debilucho riego sanguíneo de la historia ideada por los guionistas Paul Haggis, Neal Purvis y Robert Wade. Historia que, por otro lado, y en consonancia con lo dicho más arriba, depende totalmente de la trama del film precedente. Así que, si piensan ir a ver la película y no tienen muy fresca la parte anterior, revísenla si no quieren quedarse a veces descolgados.
A Quantum of solace le sobra autoría (¡eh!, que soy Marc Forster, un-director-con-un-mundo-personal) y le falta valor. Valor para no volver a disecar a Bond (cosa que hace devolviéndonoslo a redil de los buenos) y valor para, como decía antes, revolver el mito sin destruir su personalidad. En este segundo aspecto, la jugada de orillar conscientemente algunos de los signos de identidad de James Bond no actúa como un revulsivo para redefinirlo, ya que no se aportan nuevos elementos que sustituyan a los elementos obviados. Y, por eso, supuestamente se persigue la contundencia seca de cierto realismo (pálida copia, por otro lado, de la saga Bourne), pero solo se consiguen sosas escenas de acción rodadas con más ruido que nueces; en cuanto a las chicas Bond, nunca habían sido tan floreros; y por lo que respecta al malo, pues desearle el más rápido de los olvidos cinéfilos.La nueva operación 007 es, en definitiva, una operación fallida. Que se puede ver, que por momentos se puede disfrutar, pero que para nada transita los senderos prometidos por su precedente. Y para colmo, como toda creación ahogada en su propia arrogancia, cree descubrir grandes verdades aunque las exponga con la mayor de las simplezas: pues esto, se me olvidaba decirlo, va de análisis del nuevo tablero geopolítico, con los recursos naturales como tema de disputa. Lo cual permite vender mejor (ya saben, el ecologismo) el corto alcance de su reflexión. Porque, a estas alturas y viniendo de un film supuestamente apegado a lo adulto, ver a pobrecitos bolivianos poniendo carita de pena porque no les llega el agua es de un mundialismo barato del cual Bond debería negarse a participar.
viernes, 28 de noviembre de 2008
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