Entre los grandes vendedores de humo de la cultura occidental, el director Ridley Scott ocupa un lugar preponderante. El hombre tuvo la suerte de estar en los rodajes de Alien y Blade Runner y, desde entonces, pretende hacernos creer, rodando bodrio tras bodrio, que él fue realmente el director de aquellas dos joyas del cine contemporáneo. Yo, permítanme que lo confiese, tengo mis dudas al respecto, y a las pruebas me remito: cuando el ínclito Scott metió mano a Blade Runner con la excusa esa de hacer un director's cut, nos despachó un destrozo narrativo (quitó la voz en off) y estético (añadió unas imágenes poéticas dignas de las películas de Barbie Superstar) que nunca jamás le perdonaré.
Eso sí, el hombre, como buen creador formado en la publicidad, vende (y se vende) con una indiscutible habilidad. Y si hace unas temporadas se nos ponía íntimo (Los impostores, Un buen año), ahora se reinventa como director de Grandes Películas (American Gangster y esta Red de mentiras). O sea, como director de dramas de regustillo épico que incorporan temas de calado humano e histórico, por aquello de dejar claro que Ridley ha sido siempre un intelectual incomprendido. Porque él nunca ha sido un simple creador de entretenimiento con presupuesto a cascoporro, no: tras sus efectos especiales, tras esa violencia de videojuego y esa ampulosidad narrativa tipo “gran buñuelo relleno solo de viento”, se esconde en realidad un pensador, un perspicaz analista del mundo actual. O eso se cree (y pretende hacernos creer) el propio interfecto, aunque conviene advertir que todo es falso: lo único que esconden películas como Red de mentiras es el ejercicio resultón de un alumno aplicado (después de tantos años, algo ha aprendido), pero no el trabajo de un alumno talentoso. Eso sí, se hace tan evidente el esfuerzo por resultar trascendente, por ser serio (en el sentido de riguroso), que algún profe premiará esa buena actitud con la cualificación que Scott sabe que no se merece, pero que tanto tiempo lleva trabajándose: la cualificación de autor.
Red de mentiras es una trama de espionaje monda y lironda, material de best-seller que Scott, en los últimos años a la búsqueda desesperada del beneplácito intelectual, pretende colarnos como literatura fina. Y por ello nos explica en dos horas y media (que siempre da como más empaque) lo que puede explicarse en noventa minutos. Y por ello no hace arrancar el motor de la intriga hasta bien pasada una hora, tiempo que dedica a divagar sobre los equilibrios de poder en la era del terrorismo global. Porque esto va del mundo post 11-S, por si no lo sabían, y va también de la política exterior de los EEUU, temas de candente actualidad que, ya por sí solos (o eso parece defender Scott) son suficientes para dar prestancia comprometida al producto. El problema es que el único compromiso de Red de mentiras es con ella misma como ficción palomitera, no con el trasfondo de la historia que explica. Y de este modo, cuando le interesa se pone trascendente (es un decir) y cuando sospecha que el respetable se aburre, pues saca a pasear la caballería, que ya se sabe que un ramillete de explosiones y persecuciones siempre alegran la vista.
Sobre ese ramillete de explosiones y persecuciones admito que el director se lo sabe montar. No solo porque rueda con eficacia y tensión la acción, sino porque lo hace con la habilidad suficiente como para ocultar la vacuidad de la otra parte, esa parte trascendente que, reconozcámoslo, ya desde aquellas palomitas volando a cámara lenta en Blade Runner, nunca ha sido el fuerte de míster Scott. Que a estas alturas nos venga con la cantinela de que los EEUU son muy malos y que todo este pollo que han montado responde a su mirada prepotente hacia “el otro” no es, ni mucho menos, descubrir la sopa de ajo. Aunque el director parece muy convencido de que sí, de que lo suyo es un gran descubrimiento, y como tal, con el arrojo expositivo de los grandes genios, nos explica un cuento ya sabido, sin percatarse del ridículo que comporta gritar tanto para no decir nada. Y es que aunque toda la película intenta negarse a sí misma, tras su fachada de cine realista, urgente, hecho a pie de calle, se esconde en realidad un producto con mentalidad hollywoodiense, un film que es la versión para todos los públicos de Syriana y que, a diferencia de aquella obra maestra, convierte definitivamente el conflicto iraquí en un decorado para la ficción. Por él vaga ahora un Leo DiCaprio que va de duro y tiene sus momentillos románticos con una autóctona (oh, que bonito e integrador), pero el nuevo camino ya está abonado y, cuando las dos neuronas de Stallone vuelvan a estar en conjunción, seguro que nos montará por allí una aventurilla con Rambo degollando todo lo que se mueva. Lo cual, si lo piensan fríamente, es más honesto que todo este tinglado de impostado compromiso creativo que Scott ha montado en su última película, un circo de tres pistas que, eso sí, se maquilla como si fuese el Cirque du Soleil.
viernes, 14 de noviembre de 2008
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1 comentario:
Pues lo del Sr. Scott es una verdadera pena... Yo hace mucho que no tengo ningún interés por nada de lo que hace... Y menos interés tendré después de leer lo que parece ser su próximo proyecto: http://www.slashfilm.com/2008/11/12/worst-idea-ever-ridley-scott-is-directing-monopoly/
¡¿Monpoly?!.Cielo santo. La cosa está mu mala.
Por cierto doctor... Tendrá que incluir un nuevo "referrer off-line" dentro del Google Analitics: Un anuncio de papel colgado en el tablón de una EOI de Barcelona :D
Un saludo
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