Como ateo semiconvencido (en Navidades siempre me bajan las defensas y acabo rezando para que me toque la lotería), se me erizan los pelos cuando veo a un curita como el de La buena nueva arremangándose los hábitos para jugar al fútbol con la chavalería. De natural he sentido una aversión irreprimible hacia esta casta enlutada que se cree poseedora de la verdad y que, de vez en cuando, tiene el cinismo de bajar a nuestro nivel terrenal para echar un partidillo. Por tanto, reconozco que quizás no sea yo la persona más adecuada para acercarse con objetividad crítica a la película de Helena Taberna y su párroco-ONG decidido a mediar en un pueblo dividido por la Guerra Civil. Aún así, uno tiene muy inculcado, aunque solo sea por pura porosidad cultural, eso tan judeocristiano de la superación. Y si me perdonan los posibles deslices, intentaré demostrar(me) que soy capaz de argumentar con opiniones discutibles pero fundamentadas el rechazo que me ha provocado esta enésima visita cobarde a la gran herida de la reciente historia española.
Primero, lo bueno. He de reconocerle a Taberna el valor que tiene defender sin sonrojarse una propuesta tan buenrollista sobre la Guerra Civil, la memoria histórica, la dignidad de la mujer y el trasfondo happy flower de las Sagradas Escrituras. Además, escuchar en una película cómo un hombre confiesa antes de ir al paredón “Soy vasco y buen cristiano. Y si me quitan alguna de las dos cosas, prefiero morir” es cuanto menos sorprendentemente valiente y lúcido. Sobre todo ahora que nuestros nacionalismos intentan maquillarse de modernos para disimular su genética carca de terruño y sacristía (o esplai, en la versión catalana).
Los problemas surgen cuando en medio de todo esto se interpone la fe. Porque la directora tiene fe en que el entramado dramático de su historia se sustentará con la simple exposición (o mejor dicho, el simple apunte) de temas de gran calado histórico y humano. Pero es ahí, atrapada en la fe ciega de quien no pregunta, cuando la película se hunde en los abismos de la flacidez, en ese terreno de nadie donde uno ya cree haber hecho lo que debía trayendo a colación según qué temas, pero no tiene el valor de quedarse en la mesa para discutirlos, para defenderlos o (bueno, esto ya sería una utopía) para matizarlos gracias a las aportaciones ajenas.
Aunque bien pesado, probablemente el verdadero problema de este tipo de producciones (véase también Los girasoles ciegos) seamos nosotros, esos espectadores que frente a cualquier película enmarcada a finales de los treinta salivamos ante la posibilidad de un acercamiento riguroso y honesto a la Guerra Civil. Y atención, que no estoy hablando de proclamas fílmicas sobre buenos y malos; eso sería para mí lo de menos si ante mis ojos apareciera un producto con agallas, un producto comprometido moral y creativamente con sus propias premisas, sean las premisas que sean (p.e.: mi ateísmo no me impide disfrutar de Dreyer). La buena hora, por contra, no se atreve a llegar tan lejos, lo cual repercute en el valor artístico de la obra (bastante nulo y desapasionado) y en su valor moral (inexistente más allá de su difuso maniqueísmo). Insisto: quizás exigimos demasiado a nuestro cine y reclamamos rigor a unos artistas que de manera endémica viven (cómodamente) aferrados a ese costumbrismo de cartón piedra que se forja a base de detallitos folclóricos (aquí, cancioncillas de la época y bailes regionales) y un vestuario que parece siempre recién salido de la tintorería.
Y es que al final, La buena nueva es como Crónicas de un pueblo, con la particularidad ahora de que el tendero es un carlista enamorado de la mujer del médico, que es un socialista. Ah, y las monjitas son unas chivatas enfadadas con los jóvenes rojillos del pueblo, diablillos ellos que cuando pasan por delante del convento les hacen unos calvos. Sí, es tal la falta de intensidad del film, que la historia fraticida que relata es poco menos que una anecdotilla. Y todo por la carencia absoluta de valor por parte de los guionistas, siempre dispuestos a plantear conflictos para después dejarlos en el aire, en un ejercicio de ecuanimidad tan seguro como cobarde. Que el obispo, de visita en el pueblo, resuma una tensa comida entre bandos opuestos con un dicharachero: “ya ve, el horno no está para bollos” es quizás el mejor ejemplo de la persistente manera de tirar balones fuera que tiene esta obrita de roma factura visual y pésimas interpretaciones.
En definitiva, La buena nueva, tan evangélica ella, no quiere enemistarse con nadie. Al fin y al cabo, todo el mundo es bueno en el fondo, todo el mundo tiene sus sentimientos, todo el mundo sufre y padece... De hecho, parece increíble viendo tanta bondad y fragilidad humana campando por la pantalla que esos fuesen tiempos de guerra y de metódica infamia moral. Infamia moral mostrada con la sordina del estereotipo y cuyas causas no se quieren analizar nunca. Seguramente porque ese análisis convertiría el ejercicio de memoria histórica supuestamente reivindicado por el film en una escocedura mucho más dolorosa de lo que Taberna está dispuesta a soportar. Y además arruinaría ese tramo final de blandengue dramatismo integrador, con las mujeres del pueblo rendidas a la buena nueva del cura protagonista, que les montó una cooperativa textil (!),convenció a la más rojilla para que su hijo se hiciese monaguillo (!!) y ahora se las lleva de procesión, entre lágrimas, cirios y agua bendita, a las tumbas de los fusilados (!!!).
Nota al margen: Buscando las ilustraciones para esta crítica encuentro, entre el material promocional del film, un buen número de fotos con curas armados. En la película, curiosamente, la presencia conjunta de sotanas y fusiles es mucho más matizada y secundaria. ¿Vivimos tiempos tan fofos que hemos permitido que el marqueting sea más agitador que el arte?
viernes, 21 de noviembre de 2008
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