Parece ser que se avecinan cambios históricos, por los menos a tenor de los orgasmos verbales que desde las corresponsalías en EE.UU. ha provocado la campaña electoral y la posterior victoria de Barack Obama. Hemos descubierto que nuestros periodistas, quizás aburridos de ese rigor que debería llevar implícito su oficio, se pasan al territorio de los poetas y aprovechan cada conexión para despachar frases grandilocuentes sobre la esperanza, los valores y los sentimientos del pueblo americano. Definitivamente sí, el cambio ya ha llegado y se inaugura una nueva era global: la que va del payaso (Bush, Aznar) al entertainer (Obama y, un poquito antes, Zapatero), la que va del idiota declarado al actor carismático capaz de ocultar con su glamour que, en el fondo, nos recitará el mismo guión que los de antes.
Veremos cómo se traslada esa nueva tendencia a la gran pantalla porque, de momento, el virus del idiotismo sin disfraces y como forma de vida se ha enraizado de manera potente en el terreno de la comedia hollywoodiense. El último ejemplo lo tenemos en Hermanos por pelotas, que más que una película es un síntoma de estos tiempos en los que ser tonto ya no es un derecho, es incluso un orgullo. Y, efectivamente, si se repasa la videoteca de los últimos ocho años de política norteamericana, queda bien clarito que la tontería se ha convertido, hoy por hoy, en una puerta directa hacia el poder.
Sobre el papel, Hermanos por pelotas podría parecer una mirada crítica e irónica a ese peterpanismos que ha convertido al mundo desarrollado en una caterva de coleccionistas de figuritas de Star Wars. Sus protagonistas son dos cuarentones que todavía viven con sus padres y que, por cosas del destino, se convierten en hermanastros. A partir de aquí se desencadena toda una serie de situaciones que buscan su comicidad en el hecho de mostrar a un adulto comportándose como un niño. Previsible, vaya. Pero en mi caso podría hacer el esfuerzo de perdonar tanta previsibilidad si los gags viniesen sustentados por alguna intencionalidad cercana a eso que hemos dado en llamar inteligencia. Desgraciadamente, a medida que avanza la película queda más y más claro que su realización no tiene por otro objetivo que permitir a sus responsables hacer, simple y llanamente, el imbécil. De este modo, sin nada que decir (o lo que es peor, sin nada que querer decir), Hermanos por pelotas se convierte en una comedia cien por cien bushniana, en un trabajo que, luciendo su genética estúpida, legitima la estupidez como valor y forma de relación social.
Y luego tenemos a la pareja de actores protagonista, unos válidos Will Farrell y John C. Reilly, que aquí deciden dar rienda suelta a sus impulsos más absurdos y martirizan al espectador con sendos ejercicios de egolatría interpretativa. Ya he dicho alguna vez que conviene mirarse con recelo cualquier película producida o escrita por alguno de sus actores, y el caso de Hermanos por pelotas es paradigmático: dado que Farrell y Reilly firman la historia y, a buen seguro, han conseguido llevarla adelante gracias a su poder en Hollywood, la parejita se dedica a improvisar ruidosamente y sin orden ni concierto como amos y señores que son del producto. Que se lo pasan muy bien resulta evidente, pero todos sabemos que el onanismo es un placer egoísta, y resulta imposible no sentir cierto odio hacia este par de burros que se están pagando la juerga a costa de nuestra entrada.O por lo menos a costa de la mía, porque curiosamente luego lees algunas críticas y descubres que detrás de estas infraproducciones hay un nutrido grupo de claca friki que tiene la suerte de escribir en medios de amplia difusión y que se atreve a reivindicar este tipo de productos con laxos argumentos como “si no le pides demasiado, te divertirá”. Pues no, esto ya no es una cuestión de argumentos. Es una cuestión de sentido común, y con la misma convicción con que ellos la defienden, yo les digo que Hermanos por pelotas no tiene absolutamente nada de divertida. Por otro lado, y con cierta preocupación, les alerto sobre el poder de estos palmeros críticos que a estas alturas aún encuentran irreverente el ya gastado y vulgar recursos del idiota diciendo caca-culo-pedo-pis. Porque no nos equivoquemos, no hay nada irreverente en ser idiota. Un idiota es, simplemente, un idiota. Y se merecerá todo el respeto del mundo, pero ahora que ya no nos gobierna el hombre-que-se-atragantaba-con-una-galleta, deberíamos aprovechar este nuevo amanecer de la humanidad para dejarnos de condescendencias con los bobos del mundo mundial. Y, sobre todo, con todos aquellos que les ríen las gracias.
viernes, 7 de noviembre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario