martes, 4 de agosto de 2009

Up

Lo de Pixar es imparable. Con Up vuelven a demostrar que llevan el cine en las venas. Que aún es posible devolver a la pantalla (y al espectador) la emoción primitiva, primigenia, que implica hacer algo tan mágico, tan surrealista, tan inexplicable como ver desfilar ante nuestros ojos a un puñado de vidas imaginadas, pero palpitando de manera muy real durante hora y media.

Maravillosa. Como ya se lo habrán dicho por activa y por pasiva, amigo lector, yo no me voy a extender más. Tan solo les recomiendo que vayan a ver Up (a ser posible sin niños) y que babeen un poco con su buen gusto, su elaboradísima sencillez y su capacidad de ir directa al corazoncito. Por mi parte, quiero aprovechar estas palabrillas para darle unas cuantas vueltas a otros aspectos, quizás colaterales, del film pero que, espero, sirvan para aportar algo más que la manida retahíla de frases hechas (ciertas, pero en el fondo un pelín sobadillas) que loan la genialidad de la cinta.

En primer lugar, quiero dejar claro que pese a su deslumbrante belleza, Up me parece inferior a su precedente Wall·E. Seguramente tiene algo que ver la ligera sensación de déjà vu que, por momentos, campa por las imágenes del nuevo producto Pixar. Vale, ellos han patentado (que no inventado) la fórmula y es justo que la exploten al máximo, pero hay en Up un cierto discurrir mecánico que chirría ligeramente. Me refiero a la muy astuta manera de plantear la narración: primero se presenta a los personajes hasta conseguir atrapar a la platea; a continuación se desarrolla una aventurilla que haga evolucionar los elementos apuntados en la primera parte y, finalmente, se llega a un clímax de indiscutible energía poética. En Wall·E, el esquema se hacía diáfano y avanzaba engrasadamente de una etapa a otra. En Up se hace evidente y, en la parte central, se encalla un poquillo.

Eso no es óbice para admitir que la primera media hora de la película es seguramente una muestra del mejor cine que hoy por hoy pueda crearse. La manera de utilizar las elipsis narrativas para explicar la vida del abuelete protagonista y, sobre todo, la magistral táctica para dotar de sentido emocional a los objetos (una foto, una figurita, un mueble...) demuestran que Pete Docter y compañía han visto mucho cine (CINE, no cine) y que, lo mejor de todo, han sabido extraer de ello las lecciones exactas para resucitar una manera de explicar que los lerdos son incapaces de reproducir (ver prácticamente cualquier estreno) y que los modernos más recalcitrantes (y estomagantes) creen haber superado (ver lo último de Gus Van Sant).

Ese clasicismo ancla Up a toda una tradición cinematográfica, pero sin esclavizar al producto, dejando que respire por él mismo hasta encontrar su propia personalidad, su propia manera de decir. Por momentos, sufrí una especie de cruce de cables y me venía a la memoria, cada vez que el protagonista salía al porche, al Eastwood de Gran Torino, pues ambas película beben en el fondo del mismo manantial de la eterna juventud creativa. Y el que suscribe, que como ya dije en alguna ocasión es un poco insaciable cuando se pone ante una pantalla, acabó soñando con un menage a trois que, junto a los dos yayos mencionados invitase a la cama redonda a otro venerable senior: Hayao Miyazaki. Porque lo de la casa flotante propulsada por globos de colores es, me juego lo que sea, herencia suya y producto del confeso amor que desde Pixar sienten por la obra del papá de Chihiro.

Quizás a causa de esta morbosa cópula imaginativa de genios acabé perdiendo el norte y no pude disfrutar del todo de la propuesta de Up. Pensar en lo que Miyazaki hubiese hecho con la historia me provocó más de un coitus interruptus, sobre todo al constatar que en Disney siempre están más por darle cancha al sentimentalismo que a la fantasía extrema, irracional, salvaje y primitiva típica del cineasta nipón. Sí, no les negaré que de vez en cuando me sentía un poco incómodo ante las que, para mí, son (puntuales) derivas facilonamente lacrimógenas que salpican el argumento de Up.

Qué quieren que les diga, lo de llevar la casa literalmente a cuestas, como una condena eterna que ata al protagonista a un pasado que se niega a superar, me resulta a veces una metáfora un poco cutrilla, por evidente. Pero hasta cuando se ponen un poco ñoños, los chicos de Pixar dan sopas con hondas a todos sus competidores en el campo de la animación (comparen, comparen con la tontada esa de Ice Age) y a buena parte del cine actual en general. ¿El truco? Su honestidad. Porque mientras nos relajan el lagrimal y nos estrangulan el nudo en la garanta, los responsables de la película parecen decirnos: "sí, a veces somos llorones y un poco cursis, incluso hasta políticamente correctos, pero no nos vamos escondiendo por las esquinas, no queremos engañar a nadie. No hacemos cine para comerte la cabeza con rancias apologías llenas de moralina barata. Hacemos cine para que te emociones". Y entonces, absolutamente desarmado, el espectador responde: "¡Pues lo conseguisteis!".

De nuevo.

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