martes, 11 de agosto de 2009

Nueva York para principiantes

El famoseo, la jet set, la clase alta o llámenlo como quieran (pero sin perderles el respeto, que ellos, aunque cueste creerlo, también son seres humanos) ha desarrollado una serie de estrategias evolutivas para, como toda especie preocupada por su supervivencia, hacer frente a estos tiempos tan aciagos. Aunque no puedan calificarse de medidas profundas (la profundidad es, por definición, imposible en el universo "osea, osea, qué fuerte"), sí son de una eficacia indiscutible. Lo cual no deja muy bien parada la inteligencia de ese vulgo que, en mayor o menor medida, se traga sin rechistar películas como Nueva York para principiantes y encima sale convencido de haber asistido a una incisiva crítica de la estupidez endémica que invade Hollywood. Cosa que, evidentemente, no es. ¿Y qué es pues Nueva York para principiantes? Pues sí, es una de esas estrategias que comentaba al inicio y que el pijerío ha desarrollado para seguir perpetuando el status quo que tanto ama.

La jugada consiste en afearse al máximo para evitar que cualquier mindundi sienta la tentación de querer ser como ellos y consiga, de este modo, quitarles el puesto. Porque esa es la paradoja de la existencia capitalista: su propia esencia, lo que permite que nazca, crezca y se reproduzca es algo tan poco elitista como la democracia, que nos hace hombres libres para poder trepar, pisotear y, en definitiva, triunfar a costa de otros. Sólo así pervive el capitalismo: fomentando el canibalismo entre sus hijos. De modo que si quieres seguir ahí arriba, procura que nadie desee realmente ocupar tu puesto.

Por eso, el glamour actual se ha reformulado para ser pues, no sé, más así, más de calle, más casual, más como tú y yo. O directamente para resultar odioso, como en esta peliculilla de gente superficial que permite dar rienda suelta a la mofa y el escarnio más evidentes. De ello se encarga el periodista protagonista, quien aparentemente pone en solfa la podredumbre del "universo-papel couché" cuando, en realidad, lo único que hace es taponar la entrada con sus invectivas "críticas" para, de este modo, ser el primero de la fila cuando abran la puerta al paraíso del lujo, la fama, el egocentrismo sin remordimientos y todo eso que debemos alejar de nuestras vidas para, según este tipo de cine, seguir siendo felices.

Uno creía que el chiringuito, de tan obvio y de tan simplón caería por su propio peso, pero leo las críticas (qué quieren que les diga, uno tiene estos arrebatos s/m) y a todos (salvo honrosas excepciones) parece haberles impactado el valor de los guionistas y del director a la hora de mostrarnos modelos idiotas, editores déspotas, agentes manipuladores y directores de cine snobs. ¡Fíjense qué fauna más novedosa! ¡Si son puros arquetipos, simplistas recursos tópicos que, de tan sobados, ya no utilizan ni los Morancos! Y aquí resulta que son lo más de lo más ácido y sarcástico.

Definitivamente, la estrategia les está saliendo a las mil maravillas: a la plebe nos venden que los jazucci pues, chica, que tampoco son para tanto, y a los medios de comunicación, vía los periodistas, les cuelan que son el putching ball contra el que golpear "intelectualmente". Y así, mientras los unos se resignan a comprar en el Dia y los otros creen que están ridiculizando el modus vivendi de los poderosos, la vida sigue igual (¡cuánto sabe de esto Julio Iglesias!).

Que los responsables del film tengan la desfachatez de invocar el recuerdo de La Dolce Vita responde, única y exclusivamente, a esta tendencia de cierto cine comercial a dotarse de supuesta legitimidad artística utilizando la cita, aunque no la referencia. Porque aquí sale la peli de Fellini para armar un par de escenas románticas, darle a todo un tono más chic y pare usted de contar. No hay en Nueva York para principiantes nada del asco ni de la bilis que supuraba el clásico felliniano, simplemente porque Simon Pegg mira con cinismo allí donde Fellini miraba con odio. Y por eso Nueva York para principiantes es otro gran triunfo del homo marbelliensis: gracias al cine (recuerden también El diablo viste de Prada), gracias a la tele (vean Dónde estás corazón, ejemplo de en lo que ha acabado el periodismo) y gracias a la maquinaria promocional (para entendernos: lo que sería esta critica cinematográfica fofa de hoy en día), los que confunden el candelero con el candelabro han conseguido que nos riamos cínicamente de ellos. Pero no que los odiemos.

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