viernes, 22 de mayo de 2009

Ángeles y demonios

La saga cinematográfica nacida a partir de las novelas de Dan Brown es ciertamente un producto difícil de encajar en todos los sentidos: tiene los ropajes de una superproducción, pero huye, no sé si intencionadamente, de la más mínima corrección narrativa. En este tipo de cine taquillero estamos acostumbrados a encontrarnos con la apatía de lo pulidito y la factura bien aplicada pero impersonal; en cambio Ron Howard nos ofrece, tanto en El Código Da Vinci como en esta Ángeles y Demonios, un ejercicio de cine rematadamente malo, de psicotronía que nos retrotrae a los balbuceos accidentalmente surrealistas del fantástico de serie Z.

Leo por ahí que Ángeles y Demonios, el film, es mejor que su antecesor, como si a estos niveles de mezquindad fuese posible distinguir entre la basura y la porquería. No obstante, hagamos tal esfuerzo crítico, aunque solo sea para discrepar de la opinión general: Ángeles y Demonios es infinítamente más aburrida que El Código Da Vinci; eso sí, es taimadamente más hábil a la hora de vomitarnos encima su inmundicia. Aquí ya ni se preocupan por darle un poco de carisma a los buenos y los malos de la ficción, meros títeres al servicio de una trama con menos vericuetos que el cerebro de Yola Berrocal. No obstante, la nada que habita en el corazón de la cinta se infla mediante una perpetua aceleración visual, que conviene no confundir, como parece que les ocurre a algunos críticos, con el ritmo narrativo. Eso sí, tal aceleración produce -por lo menos durante la primera mitad del film- un eficaz simulacro de intensidad. Simulacro que permite repartir papeles en la saga: si El Código Da Vinci era renacentista, a Ángeles y Demonios le corresponde el papel de barroca. O, bueno, para ser más precisos y menos insultantes con la historia del arte, Ángeles y Demonios sería un film "churrogueresco" (nótese la broma para universitarios y lectores con alto nivel cultural).

A lo que íbamos, que todo empieza con cierta gracia, pero el buñuelo se deshincha a medida que Tom Hanks llega, curiosamente siempre con un par de minutillos de retraso, al lugar donde se comete un crimen. La primera vez cuela, por aquello de seguir los mandados de todo relato de tensión, pero cuando el truquillo se repite... ¡tres veces más!, uno empieza a mosquearse ante la evidencia de que la cosa se mueve entre la sinvergüenza y el puro choteo. No, señor Howard, llegar a última hora tampoco es sinónimo de trepidación.

Por otro lado, el desarrollo de la intriga se autodinamita de tanto despreciar la inteligencia del espectador. Si en El Código Da Vinci teníamos, aunque fuese a niveles delirantes, algún que otro personaje al que agarrarnos (la Tautou) y una serie de enigmas de cierto fuste, en Ángeles y Demonios todo es de un rutinario que espanta: llega Hanks al escenario del crimen, ve algo raro, lo interpreta gracias a sus enciclopédicos conocimientos y ya sabe cuál es el siguiente punto al que debe acudir. Como en un juego de pasar pantallas, vaya, pero con la desgracia (para nosotros) de que el único que juega es el bueno de Tom. Te fastidias, que la PlayStation es mía.

Sin embargo, y como decía al principio, nunca acabas de posicionarte del todo ante el producto: tanta guarrindonguería narrativa, tanta previsibilidad (¡y eso que yo no había leído el libro!), tanto barroquismo de cartón piedra contrasta con una manifiesta voluntad de tesis, con un indisimulado deseo de tejer una reflexión sobre lo humano y lo divino, sobre la convivencia entre ciencia y religión. Y, además, esa reflexión se hace con una voluntad, ehem, crítica. El resultado de esta jugada es, sin embargo, otro de los simulacros barrocos del film, que parece regodearse dando mamporros a la iglesia católica como institución.

A primera vista, sorprende que una cintilla palomitera insista una y otra vez en meterse en jardines anticlericales en vez de pasearse plácidamente por la habitual corrección política que todo lo invade. ¡Si hasta nuestros amigos los curas se han mosqueado ante lo que se presenta como una clara reivindicación de lo racional frente a la fe, mostrada aquí poco menos que como una superchería para las masas! Y, ciertamente, Ángeles y Demonios, tan cerrilmente dispuesta a ir contracorriente, propone algún que otro gozoso asidero para los que, como el que suscribe, viven en el descreimiento absoluto. Pero, nuevamente, todo responde a la ampulosidad del barroquismo mal entendido, al mucho ruido de las pocas nueces.

Si El Código Da Vinci metía el dedo en la llaga de un entramado ideológico basado en el machismo, esencia perversa del catolicismo, Ángeles y Demonios resulta mucho más corto de miras porque no se arriesga a desvelar o interpretar nada, sino que se limita a ser el vocero de un lugar común: la Iglesia, como institución, es una empresa sustentada en juegos de poder que tienen bien poco de divinos. De este modo, envuelta en escenas trepidantes, algún que otro momento gore y varios efectillos digitales, se da lustre nuevo a una idea vieja que, como idea vieja, es ya un tópico. Y que, como tópico, es ya algo digerido y aceptado. La película pertenece a esta era de la transparencia informativa, que no es más que otra manera de ser opacos sin que el respetable se dé cuenta: la iglesia está corrupta, los banqueros son unos ladrones, el capitalismo está en crisis. Hoy por hoy sabemos más de todo y, por ello, creemos que lo sabemos TODO. Pero en realidad, que veamos cómo está de malito el mundo, que el desastre no sea un secreto, en vez de inquietarnos, nos da seguridad. Y Ángeles y Demonios, aunque no quiera parecerlo, ayuda a este estado de las cosas. Pues es el suyo un certero entretenimiento para salir bien felices del cine: como todo es descifrable, podemos dormir tranquilos.

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