Reconozco que empecé el primer libro de Harry Potter y lo dejé a la mitad. Mea culpa: desde aquí quiero confesarme, publicitar esta profunda tara en mi formación cultural ya que, lo admito, no conocer el Universo Potter en profundidad es, hoy por hoy, un serio obstáculo para vivir en el mundo. Quiero, no obstante, dejar claro que no tengo ninguna manía al mago gafotas, como tampoco siento ningún rechazo por todos esos libros que HAY que leer y que yo he dejado a las cien páginas (desde El código Da Vinci hasta La sombra del viento, pasando por El Señor de los Anillos). Si ni he podido con ellos seguramente no será por la falta de talla artística y literaria de estas obras magnas sino, simplemente, porque en este mundo sobresaturado culturalmente uno se ve obligado a elegir. Y, bueno, en mi caso (y por razones que no vienen a cuento) siempre he encontrado otras cosas para leer o escuchar que, algunas muy publicitadas y otras no tanto, me han parecido más merecedoras de ocupar mi tiempo. Ya se sabe: cuando tienes mucho entre lo que escoger, tienes también mucho entre lo que prescindir y, aunque a algunos les interesa tenernos continuamente esclavizados a su catálogo IMPRESCINDIBLE de best-sellers, yo ya hace tiempo que me saqué ese estrés de encima y decidí que uno lee, escucha o ve lo que buenamente puede y le apetece.
Todo este rollo preliminar viene a cuento de que, a la hora de valorar la saga cinematográfica de Harry Potter, el que subscribe se acerca a la pantalla con un seria falta de background. Lo cual, en este caso, tiene su lado positivo y su lado negativo. Entre lo bueno de no haber leído a la señora Rowling está la posibilidad de plantarse virgen ante la historia y los personajes y, por tanto, llegar ante los films como, creo, debe uno llegar: pidiendo que le convenzan. Lo que pasa (y esta es la parte negativa) es que la saga Potter depende a veces en exceso de que el público sea SU público, es decir, que llegue previamente convencidito de casa. Y la propuesta pues no acaba satisfaciendo ni a tirios ni a troyanos: los unos, porque no pillamos esos detallitos para connaisseurs, y los otros porque debaten qué detallitos deben o no aparecer (cuando no reclaman la utópica incorporación de TODOS los detallitos) en cada film.
La Operación Cinematográfica Potter está, por tanto, tan condenada a ganar dinero como a dejar siempre una subyacente sensación de insatisfacción. Creo, sin embargo, que los "extranjeros" de Potterlandia tenemos una ventaja con respecto a los fans: las películas tienen la oportunidad ante nuestros ojos ignorantes de reivindicarse como tal, como películas y no solo como ilustraciones de los libros (lo de adaptaciones, que sería lo ideal, no juega en esta liga).
Y dicho esto, sí, vale, ya vamos al grano: ¿que qué tal Harry Potter y el misterio del Príncipe? Pues regulín, regulín. A nivel cinematográfico, perdí el interés en la saga a partir de la tercera parte, sin duda la mejor de las filmadas hasta ahora e, incluso, un producto de cine fantástico turbio, denso, poético, oscuro, inquietante y polisémico disfrutable fuera de las coordenadas potterianas. La primera parte, como presentación, funcionaba a las mil maravillas, y la segunda era una digna consolidación de las bases que permiten, incluso hoy, mantener en pie con cierta dignidad a toda la serie. Porque, a partir de la cuarta entrega (e, insisto, siempre desde la perspectiva del "extranjero" de la Potterlandia literaria), uno se encuentra con productos subsidiarios de lo creado en la trilogía inicial, se encuentra en un punto de empantanamiento que si sigue funcionando es porque, la verdad, resulta muy goloso a la vista. Actualmente, y esta nueva entrega lo certifica, Harry Potter es más esclavo de un magnífico diseño de producción (grandes atmósferas, imaginativos decorados, ajustada utilización del digitalismo) que de una evolución argumental con cierto interés dramático.
Porque, la verdad, lo de que los muchachitos y muchachitas de Hogwarts estén en la edad del pavo ha tomado un protagonismo tan excesivo que resulta molestamente baboso. Si a ello añadimos que Daniel Radcliffe y Rupert Grint son dos de los peores actores juveniles del panorama cinematográfico actual, el desajuste hormonal de sus personajes adquiere tintes grotescos que, lejos del humor amable que pretende destilar, se convierte en un elemento sin gancho una vez uno ha superado (como creo que así ocurre) su etapa SuperPop.
Harry Potter y el misterio del príncipe destila una sensación de película de transición que apuesta por lo superficial (los besitos en las esquinas) y olvida lo esencial: esa batalla interna del protagonista que tanto juego daba en partes anteriores y que aquí se desplaza al pérfido Draco, verdadera estrella (no sé si de manera intencionada) de esta sexta parte. Toda esta indefinición crea una película difusa, que avanza a trompicones y que nunca amalgama sus diferentes líneas temáticas. De este modo, algunas de estas líneas destilan el magnetismo y la magia que la saga ha ido forjando (las reuniones Potter-Dumbledore), mientras que otras aparecen como molestos añadidos (ay, la servitud al libro y sus fans, deduzco) que entorpecen el desarrollo armónico del producto. Y así, cuando el culebrón teen lo permite, despunta lo que, presumimos, será importante más adelante, aunque aquí no haya sabido serlo. Pues nada hay más deslavazado que esa aparición del Príncipe Mestizo o la nueva misión de Potter: encontrar, cual Indiana Jones de la barita mágica, unos objetillos mágicos que, esperemos, realmente sirvan para llenar de gasolina el aún bellísimamente cromado, pero actualmente agotado depósito de la saga.
jueves, 3 de septiembre de 2009
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