martes, 1 de septiembre de 2009

Mapa de los sonidos de Tokio

No falta de nada: la sensibilidad para masas elitistas que recorre cada gorgorito de Antony & The Johnsons; los planos desenfocados y movidos que pretenden arraigarse en lo indie y que, en realidad, son puro mimetismo esteticista; los guiños d'auteur demasiado autoconsciente (ese hombre-maceta que, suponemos, pretende conectar el universo de Coixet con el frikismo cool de Spike Jonze y compañía) y, claro está, las lavanderías... En fin, que en Mapa de los sonidos de Tokio se reúne todo aquello que provoca profunda urticaria cinéfila a este humilde antifan del trabajo tras la cámara de la directora catalana. Y sin embargo, aquí me tienen rendido ante su última obra porque, finalmente, Coixet parece haber encontrado su voz propia.

Echemos la vista atrás. La de Coixet ha sido una carrera dedicada al camaleonismo estilístico que, en la superficie, se ajusta siempre a lo que toca para demostrar al mundo (y a sus exegetas gafapasta) que está muy en la onda. A continuación, se le inyecta al producto un poco de bótox trascendente (via Philip Roth, Alcoforado... los Beach Boys) y, bueno, pues la cosa se va pareciendo más a una peli y menos a un spot de esos poéticos que tantos premios se llevan en los festivales publicitarios. Lo que ocurre, como a todo rostro embo(tox)tado, es que su belleza, de tan forzada, de tan incesantemente buscada, resulta del todo superficial, marcada en el caso del cine de Coixet por la propia artificialidad de su forma pornográficamente "sensible" (o sea, ese tono artie puesto ahí para que se vea, y se vea bien). En ese contexto, que una chica se muera, que a un tipo se le haya quemado la cara o que un profesor universitario se enamore de una alumna son un puro trámite para que Coixet pueda hacer su videoclip sin remordimientos de conciencia.

Y, mira por donde, viene ahora con Mapa de los sonidos de Tokio y lo trastoca todo. Tras años y años de querer venderse como la directora intelecto-moderniqui de España, decide finalmente hacer un ejercicio de autorreflexión y (¿será la madurez, personal o creativa?) asumir que la suya es una obra-simulacro. De esa honestidad nace toda la fuerza subyugante de su última película, que acepta sin miedo su condición de ejercicio de estilo para, vía el tópico, el formalismo, la cita cinéfila y el fetichismo pop llegar a una verdad emocional que, en films anteriores, se adjuntaba de manera forzada a las imágenes y que, ahora, nace naturalmente de ellas.

Finalmente, la superficie del cine de Coixet es un camino abierto hacia ciertas profundidades emocionales. Mapa de los sonidos de Tokio ya no es, qué alivio, el film de una chica muy leída. Es la película de alguien que, como decíamos, ha encontrado su propia voz y se siente cómoda con ella. Por eso la cinta parecerá tener menos "empaque" que Elegy o La vida secreta de las palabras. Tiene, sin embargo, algo mucho mejor y que, a diferencia de los films anteriores, acompaña al espectador aún después de haber finalizado la proyección: tiene honestidad, tiene sinceridad. Sí, Isabel, ¿ves cómo se pueden hacer películas bonitas, incluso muy de tendencias, sin que todo parezca impostado?

Mapa de los sonidos de Tokio va de una asesina a sueldo cuya misión es matar al propietario de una tienda de vinos, un catalán afincado en la capital nipona que acaba seduciendo a la protagonista. Si a esto le añadimos las calles húmedas, el neón, la trepidación cosmopolita y la presencia constante de la cultura de masas (desde gominolas a todo tipo de peluches y cachivaches tecno-kitsch), el terreno está abonado para que la pulsión más posmoderna de Coixet campe a sus anchas. Y, efectivamente, la directora usa y abusa (menos de lo esperado, también hay que decirlo) de todo ese material, pero hay ahora una voluntad de construir algo a partir de ello, no una simple delectación cool.

Coixet opera en esta ocasión desde los arquetipos para encontrar lo que albergan de verdad, y no parte, como hasta ahora, de la verdad para convertirla en un arquetipo de consumo chic orientado a públicos orgullosos de ver solo películas en VO. Y por este nuevo camino, la cineasta se encuentra con una reflexión de mayor calado que sus grandilocuencias anteriores: se hace muy difícil amar, seguramente imposible, en un mundo que en realidad es un decorado, una mentira, un simulacro, pura forma de consumo. Como ese Tokio que aparece en una escena y en el cual, a la salida del metro, los desconocidos se besan o se gritan, dependiendo de si es el Día del Beso o el Día de la Ira.

En este universo formal y formalista no extraña que los personajes se nos presenten parcialmente, sin datos que den grosor a su bidimensionalidad de arquetipo. Y ese desdibujamiento no es aquí un defecto. De echo, el sentido último de estos personajes es su bidimensionalidad como estrategia para sobrevivir, como escudo protector frente a una realidad que no admite una tercera dimensión. Un plano, uno de los planos más bonitos y a la vez más sencillos del cine de Coixet, muestra a la pareja enamorada perdida entre la muchedumbre que camina por Tokio. Y son aparentemente felices, pero esa felicidad se percibe, como ellos, fantasmal, postiza. Es una felicidad funcional, como esos encuentros sexuales que mantienen en la habitación de un hotel que reproduce el vagón del metro de París y que, consecuentemente, garantiza amor de postal, amor topificado, amor de mentira. El único amor al que parecemos destinados en esta época fascinada por la superficie y que el narrador del film, un técnico de sonido, esquiva escuchando solo voces, ruidos y conversaciones. Nada de imágenes.

Mapa de los sonidos de Tokio es, por tanto, una emocionante reflexión sobre amar (o la imposibilidad de amar) hoy. Pero es también un proceso de autoconocimiento autoral, como si en Japón Coixet se hubiese encontrado dolorosamente cara a cara con su propia y contradictoria desdicha: vivir, ella que siempre quiso ser profunda, fascinada y esclavizada por lo superfluo. Afortunadamente, de esa contradicción extrae, ya era hora, material para explicar algo. Algo que se explica no porque sea trascendente, importante, moderno o intelectualmente legitimizado, sino porque es algo que apetece contar. Porque nace de dentro y porque, solo por eso, merece ser contado.

4 comentarios:

Josep Lloret Bosch dijo...

Pues mira: no me apetecía mucho verla, pero ahora, después de leer esta reseña, se me ha abierto el apetito.

Espero que sea, por lo menos, tan buena como el artículo.

Saludos.

Allau dijo...

La pensaba ver igualmente. Pero me apunto la recomendación.

Si mantiene un blog, hombre, haga el favor de responder a sus lectores, no sea tan chulo!

Allau dijo...

La he visto hoy y, en este caso, coincido mucho con usted. Epidérmica, pero muy currada, y muy disfrutable también (que al fin y al cabo es lo que cuenta).

Max de Winter dijo...

A mi me gusta que no respondas a los lectores. Eres silencioso y ausente como Dios.