miércoles, 3 de junio de 2009

Millennium I

Cojan a un par de investigadores con el carisma de vacaciones (qué quieren, son nórdicos); háganlos deambular por una intriga con menos enjundia que una misión de Mortadelo y Filemón y tendrán las claves del prolongado bostezo que provoca este Millennium I que, en breve, amenaza con dos partes más. Naturalmente, la falta de carisma y la poca enjundia son accidentales ya que esta adaptación del best-seller Los hombres que no amaban a las mujeres se pretende grande, profunda, elegante y europea, que es lo que se dice cuando uno no sabe, como en realidad pretende aunque sea con la boquita pequeña, aplicar los esquemas del nuevo thriller estadounidense. Y, de este modo, durante unas interminables dos horas y media, el director y sus despistados actores se pasean por situaciones escabrosas que intentan mantener despierto al espectador, aunque para ello deban pagar el precio de caer en ese histrionismo de opereta que confunde exageración con intensidad.

Vaya, que la peli no le pilla nunca el tono al asunto: durante una hora se simultanea la exposición de una intriga (un periodista investiga la muerte de una joven rica víctima, según parece, de un familiar) con el relato de la vida perra de una detective fan de los Tokio Hotel. El espectador que no ha leído el libro infiere que periodista y detective acabarán coincidiendo, pero no puede evitar el asombro y el tedio ante esa historia paralela que, de tan mal explicada y de tan mal encajada en el argumento, nada aporta y mucho entorpece a las motivaciones (?) y sentimientos (??) que, más adelante, forjarán las bases de nuestra parejita investigadora.

Pues bien, una hora después de visitar con demasiada asiduidad las manecillas del reloj, el espectador por fin percibirá que la máquina se pone en marcha y que, pese a no creernos ni por activa ni por pasiva que a alguien le importe realmente lo que pasó con la desaparecida, las piezas empiezan a encajar. El problema es que, quizás acuciados por el tiempo, y con sesenta minutos de metraje ya alegremente malgastados, los responsables del film ponen el turbo al asunto y, ordenador e internet mediante, todo se va aclarando a una velocidad pasmosa. Lo cual demuestra que la web se ha convertido en el recurso del guionista gandul y lo cual, a su vez, aleja ya definitivamente al público de una intriga que entra peligrosamente en el terreno del "¡cómo no lo vi antes!". ¿Que cuál es el terreno del "¡cómo no lo vi antes!"? Pues se trata de casi un subgénero dentro del thriller cutre que consiste, sin ton ni son, en descubrir todo el intríngulis de un misterio en tres segundillos y tras exclamar, habitualmente por parte del investigador, una frase idéntica o similar a "!cómo no lo vi antes¡". La respuesta es obvia: no lo viste antes porque no había pistas sólidas para verlo, pero el guionista de turno debe tener hora para el dentista y conviene ir acabando, con lo cual el espectador, decepcionado ya en su totalidad, se repanchinga en la butaca a la espera de que, cuando a los señoritos les interese y no cuando la lógica argumental o dramática lo exija, se vayan solucionados los enigmas.

El caso que se investiga en Millennium es, en definitiva, más bien fofo. Solo falta añadirle la fofedad de los personajes (los buenos, supuestamente heridos emocionalmente; los sospechosos, menos intrigantes que un puzzle de tres piezas) para que la película se desmorone como un castillo de arena. Y lo peor es que se desmorona ya desde el primer tercio de la función, con lo que la perspectiva de tener que aguantar el asunto una hora y media más deja k.o. al cinéfilo más voluntarioso.

Todo el problema, sin embargo, no creo que proceda del andamiaje de la intriga (algunos recursos, como las fotos de época, están muy bien aprovechados para crear puntuales momentos de inquietud visual), sino de la evidente dislocación de intenciones: a los creadores del film no les preocupa en el fondo las interioridades de la investigación, sino sus derivaciones morales. Desgraciadamente, son incapaces de armar un discurso sólido sobre el tema y, aunque uno intuye ya muy al final de este calvario fílmico que la cosa va, efectivamente, de reflexionar sobre un mundo en el que los hombres no aman a las mujeres, se encuentra en realidad con un sopicaldo aguado cuya insulsez pretende disimularse a base de tropezones de violencia física y emocional. Una violencia a la cual unas veces le falta un hervor y otras está tan cocinada en fogón grande que, en vez de quemar, se le ha pasado el punto hasta perder todo su sabor.

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