domingo, 26 de julio de 2009

Paranoid Park

Aquí tenemos de nuevo al poeta de la nada. O, para ser más precisos, al poeta de la nadería porque, intentado capturar el vacío existencial de nuestros jóvenes (esto va de un skater, de su día a día, de sus papis al borde del divorcio y de un homicidio), el pobre Gus Van Sant acaba sucumbiendo también a ese vacío, que en su caso es esterilidad emotiva y, en el fondo, esterilidad creativa.

Paranoid Park no es nada, y de eso hace su bandera artística. Pues muy bien, esa es su elección creativa y, desde luego, no somos nadie para criticarla si se presenta mínimamente argumentada. Pero como espectadores cada cual tiene el derecho a exigir algo a cambio no ya de su dinero sino a cambio de su buena fe, de la aceptación del contrato comunicativo que se establece entre el artista y el lector de su obra. Y en este caso, como en Elephant, como en Last Days, el que suscribe no recibe el alimento suficiente como para saciar el hambre canina con que, por defecto, se coloco siempre ante la pantalla. Paranoid Park es una gominola, una nube de esas de azúcar cuya composición es aire en un 90 por ciento. Y que resulta dulce, y que resulta llamativa, pero que nada aporta a quien busca en el cine algo más que una pose, que un vano intento por ser cool, que un, si me apuran, forzado conceptualismo metacinematográfico que tantos orgasmos provoca en esa crítica in tan insaciable en su búsqueda de nuevos paradigmas y profetas de la imagen.

Porque, a lo sumo, lo que ofrece Paranoid Park es un vaciado de la experiencia cinematográfica que, de acuerdo, puede argumentarse teóricamente e incluso puede dar pie a complejas, esclarecedoras y productivas reflexiones sobre la frustración que provoca nuestra incapacidad actual a la hora de entender y ordenar la realidad que nos rodea a través del cine. Pero ese concepto, qué quieren que les diga, hace tiempo que los más viejos del lugar ya lo llevamos digiriendo. Y los más jóvenes, pues ya conviven con él de serie. Que a estas alturas, Van Sant necesite hora y media de tedio para hablarnos del tedio resulta, claro, tedioso y, aún peor, facilón y superficial. No pondré en duda las muchas ideas que el director desperdiga a lo largo de su película, pero hay varias cosas de su propuesta que -y admitámoslo, quizás sea un problema personal- me irritan seriamente hasta el punto de hacerme desconectar de la película.

Por un lado, tenemos ese alejamiento con respecto a lo que explica que, más que una renuncia a juzgar lo que retrata me parece pura y simple cobardía. Me parece simplemente la muestra patética de un artista que se da por vencido, que renuncia directamente a seguir buscando. Y a mí, esos artistas no me interesan. Y ahora voy a hacer lo que tanto teme hacer Van Sant (y toda esta generación de almas perdidas con los pantalones caídos y los calzoncillos al aire): tomar partido, sentar cátedra sin miedo a equivocarme, sin miedo a ese diálogo que películas como Paranoid Park, con su obsesiva e, insisto, cobarde cerrazón convierten en imposible. Sin miedo a ese diálogo que, en lo emocional y, por tanto en lo moral, tan conscientemente cercena Van Sant en sus películas. Así que aquí lo dejo dicho, para que me aplaudan o para que me piten: un artista intenta entender el signo de los tiempos, y la validez de su obra depende de cuántas pistas (acertadas o equivocadas) nos dé para entender lo que nos rodea. Gus Van Sant, en cambio, no puede reflexionar sobre ello porque, en el fondo, es producto de ese signo de los tiempos. Y -de nuevo entramos en lo personal- yo no voy al cine buscando cronistas. Busco visionarios.

Porque por mucho que nos venda la moto sobre su discurso complejo entorno a esa juventud fantasma que se limita a pasar por la vida como un espectro, deslizándose por el asfalto con sus monopatines, lo de Van Sant es puro onanismo audiovisual, puro gozo, complicidad y, aún pero, complacencia con lo que retrata. Pura fantasmada, vaya. Y aunque la cosa le sale bonita (gracias al director de fotografía Christopher Doyle), uno no puede evitar enfadarse ante cosas como la caprichosa decisión de fragmentar y desordenar el relato. ¿Para qué? ¿para transmitirnos el caos mental del protagonista? ¿para hablarnos de un mundo sin orden? ¡Ja! Lo hace simple y llanamente porque resulta muy fashion, pues creo lo suficientemente inteligente a Van Sant como para no caer en recursos expresivos tan baratillos.

De igual manera, esos paseos por los pasillos del instituto al son de bonitas melodías indies, esos desenfoques por los que mataría Isabel Coixet o esos virados fotográficos tan chachis aparecen y desaparecen por pura golosonería estética, sin otra función en la película que hacer babear a los coleccionistas de revistas de tendencias y/o de moda que siempre tienen niñitas esqueléticas con el rimmel corrido en la portada. Porque eso es en realidad Paranoid Park: un nuevo álbum de fotos muy street y de espíritu cool hunting que invita a hacer lo que yo hago con todas estas publicaciones gratuitas que me encuentro por las tiendas de discos: pasar las hojas rápidamente, dejarse deslumbrar quizás por alguna página y, acto seguido, amontonarlas con el resto del papel para reciclar. Qué quieren: seré muy poco moderno, pero ahora me ha dado por el ecologismo.

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