Cada uno madura a su manera. La pareja creativa formada por Dunia Ayaso y Félix Sabroso, por ejemplo, ha pasado del petardeo juvenil de Perdona bonita, pero Lucas me quería a mí al sufrimiento melodramático que impregna todas las imágenes de Los años desnudos. Y, la verdad, no sé con qué quedarme, si con la pluma superficial, pero divertida, de sus principios o con este ejercicio de impostada gravedad que nos llega, además, inflamada por ese pathos gay de diva folclórica que ni los propios gays se toman ya en serio.
Ayaso y Sabroso siguen en su empeño de ser la versión baja en calorías de Pedro Almodóvar, y es justo reconocer que en Los años desnudos dan su paso más decidido y, por momentos, interesante en esa dirección. El problema es que se les ve el plumero, que se les nota que lo suyo nace de la premeditación, no de las entrañas, y por ello, todo acaba siendo una calculada colección de momentos fuertes y drama de mentirijillas. Tan sólo les diré que la cosa comienza con Candela Peña despelotándose y termina con una canción de Antony Hegarty, esa especie de Falete made in Manhattan que, supongo que a su pesar, se ha convertido en el referente fácil de artistas e intelectuales con ganas de estar (y sobre todo, de demostrar que están) à la page en lo que a sensibilidad se refiere.
Los años desnudos, conviene aclararlo, no es un acercamiento al cine S de la transición española. Sí, están ustedes en todo su derecho de sentirse estafados por una campaña promocional que ha querido disfrazar la historia emocional de tres mujeres con los ropajes de una especie de Cuéntame cómo pasó para pajilleros de ayer y hoy. Para Ayaso y Sabroso, la España de esa época se reduce a unas cuantas pintadas izquierdistas en los muros de las calles, a dos o tres portadas de El País y a un Guardia Civil con ganas de tocar teta. El contexto (por llamarlo de algún modo), que tan importante parece en el tráiler, es más bien un decorado descolorido que reafirma esa ambigua relación que, para alegría de muchos, aún mantenemos con el posfranquismo. En Los años desnudos, la transición es puramente una excusa para recuperar hits musicales de la época, recordar a Emmanuelle, darle vueltas a las bolas de espejos de las boîtes y, en definitiva, certificar ese persistente sentimiento de nostalgia culpable hacia una época de cutrerío moral y estético.Pero aceptemos que la superficialidad sociológica de Los años desnudos, que esa ecuanimidad a la hora de acercarse a ciertas lacras de la España ochentera es más una decisión artística que una manera cobardota de no meterse en jardines de donde después resulta muy complicado salir. Aceptemos que a Ayaso y Sabroso lo único que realmente les interesa es hablar de la vida de tres mujeres. Pues bien, por aquí la cosa tampoco funciona del todo: no estamos, evidentemente, ante la vileza ética de esa The Women que comentábamos la semana pasada, pero resulta imposible creerse a tres personajes que, además de vivir en un contexto decorativo, funcionan como prototipos del sufrimiento femenino universal, no como tres mujeres que sufren. Y es que Los años desnudos se empeña, más que en narrar una historia, en ir despachando verdades como puños que, además, los propios directores destacan (por si no las pillábamos) a través de frases transcritas en la pantalla. Desgraciadamente, tanta impostura, tanto engolamiento, llena de ínfulas lo que en el fondo es un folletín incapaz de pasearse más allá de la superficie del sufrimiento. Y en ese aspecto cuenta con la eficaz complicidad del triplete de actrices, perfectas en su representación (explícitamente intensa, para que se note el oficio) del alma rota. Aunque, de tanto sufrir, uno se las acaba creyendo menos que a Rocío Jurado cuando soltaba suspiros de dolor orgásmico durante su interpretación de “comouuuuunaoooola”. Son, en definitiva, cosas de ese pathos gay que aquí nada interesante dice sobre las mujeres, la transición, España o los gays. ¿Y sobre el destape? Pues no sabe/no contesta. Para encontrar respuestas, revisen Torremolinos 73.
viernes, 31 de octubre de 2008
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