Parafraseando a Goya, el sueño del feminismo produce sus propios monstruos, como Sarah Palin o, en un registro más Heidi, las nuevas cachorrillas de la discriminación positiva: Leire Pajín y Soraya Sáenz de Satamaría. Son ellas el prototipo de la nueva mujer triunfadora, puesta donde está (independientemente de sus valores profesionales) por hombres que necesitan lavar su atávica mala conciencia sexista y, de paso, atraer al voto femenino. Las ves en la tele convertidas en "el gesto ejemplarizante" de gobiernos o partidos que quieren ser progresistas, y te das cuenta de lo poco que sirvieron las quemas de sujetadores de antaño, causantes de más calentamiento global que de verdaderos cambios radicales.
Hoy por hoy, gracias a la corrección política y al azote de los medios de comunicación, sólo se puede (o se debe) ser mujer de dos maneras: la marginal (lesbiana con camisa de leñador o fregasuelos que soluciona sus problemas en los realitys) o la glamurosa, que naturalmente es más chachi y que, desde hace una década, cual gota malaya, se encargan de infiltrar en nuestras mentes series como Sexo en Nueva York o películas como esta infame The Women.
Su título, tan globalizador él, pretende indicarnos cuál es la intención del film: ofrecer un retrato del alma femenina que excluya la figura masculina (de hecho, en la cinta no aparece ningún actor). El concepto es bueno, aunque no original, ya que se trata de un remake de la película homónima de George Cuckor que ya en 1939 tuvo la osadía (entonces sí que era una osadía) de hacer una only women’s picture. Uno hubiese deseado que el remake se limitase a copiar el original, pero no. La nueva The Women se pone al día en todos los sentidos: cinematográficamente nos martiriza con ese descafeinado tono cómico que ha vaciado de energía visual y dramática al género; y temáticamente, monta un panegírico sobre lo que ha de ser la nueva mujer liberada: rica, famosa, consumista, superficial, republicana y obsesionada por el éxito. Éxito que de vez en cuando se disfraza, para que no se diga, de esa cháchara entorno a la autoayuda y el crecimiento personal. O sea, que estamos hablando de una mujer que, agggh, cada vez más se parece a un hombre. Y convendrán conmigo que el modelo masculino nos está dando más de un disgustillo, sobre todo después de invadir países por mis huevos y tener las pelotas de comandar la refundación del capitalismo que uno mismo ha creado y hundido.
La gran mentira de The Women es que quiere hacernos pasar la ausencia de hombres como un actor de rebeldía cuando, en realidad, es pura sumisión. Esto no va de cómo es la vida sin ellos, sino de cómo ellas los echan tantísimo de menos. El personaje de Meg Ryan, protagonista y por tanto punto central de la “ética” del film, es especialmente significativo: su marido la engaña y, a medida que habla con madres y amigas, se da cuenta que toda mujer ha sufrido los cuernos... ¡y los ha aguantado! A partir de aquí, su proceso emocional consiste en negar la evidencia: que su marido es un cabrón (con perdón para los cabrones) y que hay que continuar luchando (cual guerra de gatas en celo) para volver a recuperar la atención del macho. A su lado, y excepto por una tonta subtrama de amistades traicionadas, siempre tiene quien la ayude: una lesbiana malhablada, claro; una ama de casa obsesionada, tras cuatro niñas, con parir un varón; y una yuppie en el fondo amargada porque lucha contranatura por reprimir su instinto maternal. La mayoría de ellas, además, viven laboralmente vinculadas al mundo de la moda o la prensa fashion ya que, como todo el mundo sabe, la genética femenina hace imposible que la mujer pueda realizar otro tipo de tareas profesionales. Afortunadamente, todas tienen una manera de aliviar sus tensiones diarias: ir de compras. Y de este modo, los probadores de los grandes almacenes se instalan ya definitivamente en el catálogo de espacios cinematográficos donde se dirimen los grandes problemas existenciales. Que todo esto, además, lo firme una mujer da qué pensar porque su mirada a lo que describe es de una candidez espeluznante. De acuerdo, ya hay unos cuantos guionistas que se encargan de insuflar, con diálogos a veces mordaces, un sucedáneo de acidez a la trama. Pero los latigazos verbales se diluyen rápidamente en la rutina visual: es lo que pasa cuando en vez de tener como modelo a Billy Wilder se prefiere jugar en la liga de El club de la comedia, ese gran atentado al humor como manifestación de la inteligencia humana. Por otro lado, y eso es lo peor, los latigazos verbales no se diluyen, sino que directamente se desintegran cuando, en los momentos digamos “de tesis” o intensidad dramática, se escuchen frases del estilo: “a los hombres, que nos valgamos por nosotras mismas les parece sexy”. Lo cual, bien pensado, resume a las claras de qué va la película. Y el mundo.
viernes, 24 de octubre de 2008
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2 comentarios:
Soy mujer y feminista y suscribo tu opinión. La película es para entrar en una depresión y no salir de ella. Se confunde el feminismo con la estupidez y hasta con el machismo ejercido por la mujer. Felicidades por tu blog, tus opiniones son brillantes y muy necesarias en una sociedad mononeurona como la nuestra. Un abrazo.
No he visto la película pero es que me la imagino. Pero es que a mí me pasa con Meg Ryan, la fingidora de orgasmos, lo que a usted con Zellwegger. Por no hablar del papelito que se montó en French Kiss, en la que su personaje no tenía ninguna otra ocupación ni función que la de ser novia de alguien y quedar muy mona con camisetita y pijamas infantiles.
De todas maneras, para deprimirse de verdad hay que ver a Cameron Díaz en "In her shoes", con su personaje de nivel oligofrénico.
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