lunes, 13 de octubre de 2008

Asesinato justo

Tenía que pasar: Robert De Niro y Al Pacino han sucumbido al “síndrome folclórica”. Tal patología podría describirse como “el desesperado, pero inoperante, intento de apuntarse a lo contemporáneo a costa, incluso, de sacrificar toda la credibilidad conseguida a lo largo de años y años de carrera”. Les pondré un ejemplo que lo dejará todo bien clarito: Lola Flores cantando, cuando ya sólo la fichaban en Antena 3 y similares, aquel rap vergonzoso llamado Ay, Alvariño. O piensen en cualquier otra estrella pretérita que, en un funesto día, se deja aconsejar por su mánager y decide contratar un arreglista para que le llene su nuevo disco de sintetizadores baratos y baterías chunda-chunda.

Pues al chunda-chunda se han apuntado De Niro y Pacino aceptando este horror titulado Asesinato justo. Un horror que, ya saben, se vende como el reencuentro de dos mitos de la interpretación intensa y que, al final, se queda únicamente en un “págame-que-yo-pondré-esa-cara-que-todo-el-mundo-espera-de-mí”. Porque la nueva película de Jon Avnet (tipo peligroso donde los haya) se basa única y exclusivamente en lo que sus dos protagonistas puedan hacer. Y, los pobres, por muy geniales que sean, poco pueden hacer con un guión tramposo en su estructura (ay, la manía de las sorpresitas inesperadas) y fútil en su intención de reflexionar sobre la camaradería o los difusos límites del bien y del mal.

Con Asesinato justo pasa lo que inevitablemente pasa con el producto nacido del “síndrome folclórica”: que la folclórica (aquí, sobre todo Pacino) acaba haciendo el ridículo más estrepitoso en su intento de abordaje de las mieles mainstream de los 40 Principales. En el caso de este thriller (?) sobre un asesino en serie y dos policías veteranos metidos en el meollo, resulta inevitable taparse los ojos ante algunos modelitos que me luce el pobre Al, todo cuero y esport, en plan octogenario ligón de discoteca de Las Vegas. ¿Y qué me dicen de Robert en chándal? Cuando ambos, además, se ven involucrados en una de las persecuciones más ridículas de la historia del cine, el director ha de rodarlo todo en planos cortos para evitar que nos demos de bruces con la realidad: la cascadilla pareja de polis ya no se mueve ni con taca-taca. Cosa que, naturalmente, resulta más que evidente dada la nula capacidad de Avnet para casar bien un plano con otro y dar un poco de dinamismo a una intriga sin intriga, con un duelo de actores sin duelo ni actores, y con un Pacino que, a diferencia del más o menos digno De Niro, nos debe una película buena. O a este paso, veremos cómo se apunta a Mira quién baila y acaba compitiendo con Ortega Cano. Con quien, por cierto, se emparenta a través de esas patillas garrulas y su deseo desesperado de ser guay del Paraguay. ¡Cosas de folclóricas!

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