martes, 14 de abril de 2009

Al final del camino

La nueva película del director de El penalti más largo del mundo (ay) y El club de los suicidas (ayayay) atesora uno de los momentos más desconcertantes que pueden verse en la pantalla, una sucesión de imágenes que se pegan a la retina y que, desgraciadamente, se anclan en lo más profundo del cerebro para, con nocturnidad y alevosía, volver a visitarnos a modo de pesadillesca reivindicación de un (cierto) cine español.

La escena en cuestión vendría a ser como el orgasmo fingido de Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally, pero en clave ortodóncica: el personaje de Javier Gutiérrez, que por puro capricho del guionista está haciendo el Camino de Santiago, coincide con una joven que, al parecer, también se dedica al peregrinaje. Su primer encuentro es en el lavabo de una fonda. Lavabo, por cierto, presidido por tres meaderos masculinos aderezados con sospechosos chorretes marrones. En fin, que ambos se encuentran lavándose los dientes frente al espejo y, a cada cepillado sigue una miradita coquetona que, supuestamente, va poniendo a cien a la parejita. De hecho, cada vez se cepillan con más rapidez, ejercicio que lleva a ambos a un momento climático jalonado por jadeos y el consiguiente aumento de espuma dentífrica en sus bocas. Sabemos, a partir de entonces, que se aman.

Uno quisiera pensar que la sordidez del decorado, la abundancia de espuma babosa y la vulgaridad del cepillado orgásmico responden a una consciente apuesta por el feísmo, como si Roberto Santiago se hubiese empeñado en inventar el neorrealismo con flúor. Pero no. Tanta marranería estética es fruto, simple y llanamente, del puro cutrerío audiovisual, característica que ya forma parte del corpus creativo de Santiago. El problema aquí es que Al final del camino se pretende una comedia romántica de cierta elegancia o, cuanto menos, que intenta mirarse en esas celebérrimas guerras de sexo que tantos grandes momentos de ingenio cómico y afilada mirada a las relaciones humanas nos han despachado algunos clásicos de Hollywood. La base argumental establece claramente esos paralelismos: una periodista y un fotógrafo que se odian han de hacerse pasar por novios para poder realizar un reportaje. Juntos emprenden el Camino de Santiago siguiendo al objetivo de su investigación periodística: un supuesto gurú de acento argentino que, según dicen, es capaz de retornar el amor a las parejas más estropeadas.

La idea desde luego no es muy original y, viniendo de nuestros guionistas, siempre más amigos de la fórmula que de la personalidad, uno ya se espera los previsibles equívocos y el uso obvio del viaje como metáfora del cambio personal de los personajes. Pero ni por esas: Santiago es incapaz incluso de seguir el manual del género, no porque quiera transgredir la fórmula a la que él mismo se apunta, sino porque su zafiedad da al traste con cualquier asomo de eficacia narrativa y ya no digamos cualquier asomo de gag. Cualquier asomo de gag que apele a la inteligencia del espectador, se entiende, porque gags de los otros, de los idiotas en versión hispanocarpetovetónica, los hay a porrillo: ¿qué otra cosa puede salir de este grupo humano con, entre otros, una maruja, un coreano y un ligón que se hacer pasar por gay?

Que Al final del camino es un producto cómico infecto es algo que ya no nos irrita. Estamos acostumbrados gracias a esa larga tradición de humor subdesarrollado que algunos quieren colarnos como tradición a reivindicar. Lo que realmente irrita de la película es su falta de modestia, sus vanos intentos por apelar a la "conexión sentimental" con el espectador, siempre a base, eso sí, de situaciones y diálogos que dejan poco a la sutileza y que, precisamente por eso, ahuyentan rápidamente cualquier atisbo de emoción sincera. Si la escena del lavabo nos habla de la vulgaridad intrínseca del film, hay otro momento que ejemplifica el fracaso de Al final del camino a la hora de buscar el "factor humano" de la historia. Y es que ver a toda la cuadrilla paseando junto a un río mientras cantan una canción de Nino Bravo no es desde luego, aunque así lo pretenda el director, un gran momento de hermandad, sino uno de los muchos desvaríos kitsch (categoría: vergüenza ajena) que jalonan este viaje con un Fernando Tejero certificando sus limitaciones actorales, una Malena Alterio nuevamente desaprovechada, y un paisaje norteño que, por no ser, no es ni una postalita bonita. Seguramente porque lo del Camino de Santiago no era más que una excusa para pedir la colaboración de la Xunta gallega, que ya se sabe que el cine español está en crisis... aunque no solo económica, añadiría yo.

1 comentario:

diana maria dijo...

Simpatica pelicula para refrescar y pasar buen rato ...
Con perdon del Sr Critico, para ver cine analitico que vea Ingmar Bergman ... que pasar un buen rato y entretenerse no es delito , todo lo contrario y esa es la gracia que nos brinda esta peli...Disfrutenla!