El videoclip es el arte de embalsamar, de fijar un look, una sonoridad y una estética para su venta y consumo inmediato. No hay voluntad ni tiempo para buscar una complicidad intensa con el espectador, y por ello, una película de los años ochenta puede emocionarnos más allá de su estética pasada de moda, mientras que un videoclip de la misma época apesta a cadáver y apela, directamente, a la nostalgia irónica del espectador. Un videoclip es una foto fija del signo de los tiempos en que fue realizado, y todo lo que atrapa queda fosilizado pues es función primordial de este tipo de productos la transformación del músico en icono, en marca. Es, en cierto modo, otra forma de mitificación, pero por la vía rápida y, en la mayoría de los casos, con fecha de caducidad.
Anton Corbijn quizás sea el único realizador de videoclips que, sin apartarse de las constricciones propias del género, ha sabido impregnar algunos de sus trabajos de verdadera fuerza emocional. Pienso, por ejemplo, en su colaboración con Depeche Mode y en la tristeza de ese rey que vaga por el campo buscando un lugar donde sentarse. Desgraciadamente, en Control, su primera aventura como director cinematográfico, Corbijn no ha conseguido zafarse de la contaminación videoclipera, no tanto en los visual como en lo filosófico. Control sucumbe al formol audiovisual que comentábamos al principio y, como se espera de todo videoclip, nos ofrece una ilustración del universo de Joy Division y su atormentado cantante, pero en ningún momento interpreta, analiza o, cuanto menos, se posiciona (y nos obliga a posicionarnos, a implicarnos) frente a ese espíritu. Control es la angustia existencial del corpus creativo de Curtis y su grupo atrapada en metacrilato, como esos escorpiones de las colecciones de insectos.
El blanco y negro y la metronímica manera de narrar pueden hacernos pensar que Corbijn ha optado por un distanciamiento consciente, pero esta medida que puede ser respetuosa con la tragedia vital de Curtis suena en realidad a incapacidad para ir más allá de la superficie de la instantánea (Corbijn es fotógrafo, qué casualidad). En Control, las cosas pasan pero no se sienten, las cosas se acumulan según dicta la cronología oficial del grupo, pero su exposición es más pedagógica que realmente informativa. Porque a estas alturas, todo el mundo sabe (o por lo menos, todo el mundo que irá a ver el film sabe) quién, cómo, cuándo y a qué suenan Joy Division. Y Control no responde (ni tan siquiera se plantea) la pregunta que falta: ¿por qué Joy Division? ¿Por qué Ian Curtis?
De este modo, el film se acomoda a la sombra del mito y vive de sus rentas. La esforzada interpretación de Sam Riley es reseñable, pero no deja de ser, como todo el film, un ejercicio de mimetismo. También le agradeceremos a Corbijn que nos acerque al final de Ian Curtis con delicadeza (es, de hecho y paradójicamente, el único momento vivo del film), pero sin todo nuestro background, sin la potente irradiación del mito de Curtis, Control no sería más que un deslavazado biopic. Tiene suerte el director de que el objeto de su rutinario trabajo sea un personaje tan poderoso y respetado como Ian: le ha ganado las simpatías de cierta crítica snob y, de paso, se ha beneficiado del fuego de un artista que no se puede embalsamar. Seguramente por eso, solo hizo dos videoclip estrictus sensu: uno, en vida. El otro fue postmortem... y lo firmó Anton Corbijn.
jueves, 16 de abril de 2009
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