Los grandes artistas desperdigan por su obra trazos de su tormento y, de este modo, nos convierten a nosotros, los espectadores, en voyeurs rendidos al detectivesco placer de descifrar los signos de su dolor. Viendo El Gran Stan uno se pregunta por la traumática situación vivida por su director y protagonista Rob Schneider, que ha fabricado todo un film, de supuesto sustrato cómico, entorno a la violación anal. Los Donald Spoto del futuro, cuando redacten la biografía no autorizada de Schneider, quizás nos descubran que siendo niño cayó sentado en fatal posición mientras paseaba por un maizal. En todo caso, y mientras se dilucida el misterio, elucubrar sobre los motivos de tal fijación anal es, hoy por hoy, el único placer que puede proporcionar una producción tan infecta como ésta. Porque El Gran Stan es seguramente el peor film con el que este sufrido "escribidor" de cine se ha topado en, pongamos, bien bien los últimos cinco años. Bueno, dejémoslo en los últimos cinco meses, que la cosa está muy malita.
Cuando digo que El Gran Stan es un film sobre la violación anal no estoy generalizando ni buscando una interpretación genérica anclado en las teorías freudianas. El Gran Stan trata, directamente, de un tipo que ante su inminente entrada en prisión se prepara físicamente para evitar que algún abusón disfrute de su masculino esfínter. Porque, como manda la tradición, en la cárcel lo primero que hacen, incluso ante de tomarte las huellas, es ponerte mirando a Cuenca y, para eso, naturalmente, conviene estar preparado. El actor y director, sin embargo, no parece demasiado preocupado en comprar unos cuantos condones o, cuanto menos, en aprender a flexibilizar ciertos músculos. Su manera de enfocar el problema consiste en contratar a David Carradine para que comparta con él los secretos de las artes marciales y, de esta manera, llegue a la penitenciaría hecho todo un tiarro dispuesto a mantener el culito intacto.
Como ya habrán adivinado, la incorporación de Carradine no responde a otra cosa que facilitar la inclusión de tres referencias cómico-chungas a costa de Kill Bill. Visto lo visto, suponemos que también es una buena excusa para que Rob Schneider pueda enfundarse un chándal amarillo tan chulo como el que llevaba Uma Thurman en el díptico tarantiniano.
Y es que El Gran Stan es, ante todo, el caprichito de Rob, que produce, interpreta y dirige la fiesta en cuestión. Este supuesto cómico, por cierto, es supuestamente clave para entender la supuesta nueva comedia americana que tanto tilín hace a determinados críticos convencidos de que un chiste sobre mariquitas, negros y/o revolcones con yayas más arrugadas que la duquesa de Alba ya es el colmo de la trasgresión. Aquí, Schneider lo tiene fácil, porque en una cárcel norteamericana siempre te encontrarás con algún negrata, de modo que a ello solo era necesario sumar ese, de momento, inexplicable trauma con ciertas dilataciones corporales y, alehop, ¡ya te sale una película!
Pero a lo que íbamos. Decía que El Gran Stan es ante todo un ejercicio de ese egocentrismo que, desgraciadamente, tan habitual resulta cuando un actor decide colocarse también detrás de la cámara. Lo normal, sin embargo, es que el intérprete despliegue hasta el exceso sus cualidades facialotonales, siempre y cuando se tenga dichas cualidades. Como nuestro hombre va más bien cortito en este aspecto, en El Gran Stan aprovecha cualquier ocasión para enseñarnos... lo mucho que le ha servido el gimnasio. Sí, amigos y amigas, Rob Schneider ha decidido iniciarse como director no para demostrar al mundo cuán buen actor es sino lo desarrolladísimos que tiene los pectorales. Lo cual, no por dejar de ser patético, resulta sorprendentemente honesto y realista. Lo que ves es lo que hay.O sea, que si buscaban una comedia más o menos descerebrada, nanai de nanai. Aquí se encontrarán con una abusiva colección de peleas orientales que, por momentos, nos hacen pensar que Schneider está opositando para ocupar el puesto de Jackie Chan cuando el hombre la palme. Desgraciadamente, lo de Rob no puede compararse ni remotamente a la más simple de las cabriolas de Jackie, por mucho que ambos compartan la condición de pésimos actores. Y lo que es peor, en este caso también comparten esa tendencia a la moralina insufrible que, en el caso de Schneider, ya no permite dobles lecturas irónicas: El Gran Stan propone, con toda la profundidad que se le puede exigir a una mente tan “preclara” como la de Schneider, que en la vida hay que ser menos egoísta, conviene superar las diferencias raciales, lo mejor es dejar de fumar y, evidentemente, debemos luchar a favor de la erradicación de las violaciones en las cárceles. Tal cual lo oyen, tal cual aparece en la película y, de este modo, vuelvo al principio: ¿qué terrible experiencia habrán vivido Schneider y el guionista Josh Lieb para que, en lugar de preocuparse por el hambre en el mundo, como hace Bono, abanderen la lucha contra el desfloramiento anal a la fuerza? Madre mía, cómo han sufrido estos artistas. Y cómo sufrimos nosotros con ellos.
viernes, 6 de febrero de 2009
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