El curioso caso de Benjamin Button ofrece, en definitiva, bien poco de lo que promete... y encima preservera en su intención de seguir prometiéndonos cosas. Su visionado agota, porque cada escena, cada momento, cada giro parece el inicio de un despegue que nunca se produce. Y, claro, aunque Fincher sabe seguir manteniéndonos ahí a la espera del milagro, tras más de dos horas de despegues en falso, El curioso caso de Benjamin Button llega al final de su (supuestamente trascendental) viaje sin, en realidad, haber arrancado los motores. E, insisto, resulta difícil, casi doloroso admitirlo porque uno es rendido fan de la obra de Fincher y, por momentos, hay belleza en estado puro en su última película. Pero, admitámoslo amargamente, esta vez las cosas no funcionan.
No funciona, por ejemplo, la búsqueda de esa magia que se le supone a todo relato no ya recorrido por lo fantástico, sino por el tono de fábula que se infiere de la continua voz en off. Fincher apila microhistorias curiosas y estrafalarias (el relojero, el capitán de barco, el hombre pararrayos...), pero en ningún momento consigue encajarlas en un todo que respire ese aliento mítico y trágico que parece buscar desesperadamente. En esta ocasión, el director se pierde en su manierismo y todos esos recursos tienen chispa, pero no enriquecen sino que entorpecen a la trama en su globalidad. El mejor ejemplo está en el episodio de París, donde el director juega a ser George Perec entrecruzando, con gracia pero sin que realmente lo demande la historia, una serie de hechos azarosos que, suponemos, pretenden sentar cátedra sobre los caprichos del destino.Y es que, a diferencia de otras obras de Fincher (el mejor cronista de la incertidumbre que tiene el cine actual), El curioso caso de Benjamin Button está lleno de certidumbres, va por ahí sentando cátedra sobre la vida, la muerte, el amor y la providencia, pero confiando más en los eslóganes simplones de regusto a anuncio de Coca-Cola que en la intensidad emocional que debería desprenderse de la interactuación entre los personajes. La culpa, eso sí, habrá que dársela al guionista, un Eric Roth aún bajo el "síndrome Forrest Gump", su trabajo más conocido. Y es que, bien mirado, el film que nos ocupa es una revisión de la oscarizada cinta de Robert Zemeckis: si en aquella había una caja de bombones que simbolizaba la existencia, en la de Fincher no se cansan de decir que en la vida nunca sabes lo que te vas a encontrar; si Forrest Gump era un friqui cortito, pero simpaticote, Benjamin también juega el papel de outsider de corazón puro e inocente. Sigan, sigan y no pararán de encontrar paralelismos entre ambas películas. Lo cual, teniendo en cuenta la inmundicia que era Forrest Gump, no dice nada a favor de la obra de este Fincher despistadillo que, la verdad, parece ser el primero en no creerse nada del curioso caso que nos explica.
1 comentario:
Bueno, yo me la tragué con una sonrisa (aunque reconozca que la película no va a parte alguna). Y por lo menos el episodio de Tilda en Murmansk no está nada mal.
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