viernes, 27 de febrero de 2009

El luchador


Cinco motivos para verla

1. Por Mickey Rourke:
Al escucharle decir en la película aquello de "en los 90 se jodió todo", resulta imposible no interpretar tal aseveración como un ejercicio de realismo autocrítico. Efectivamente, la carrera de Rourke se torció de manera dramática durante la pasada década, y seguramente por eso, por ese detalle externo al film, su personaje en la ficción (un luchador de wrestling en decadencia) se redimensiona y adquiere una intensidad diferente. La cinta de Aronofsky presenta a un personaje de ficción, pero aquí todos el mundo es consciente de que, en el fondo, la platea ve al díscolo Rourke luchando por encontrar de nuevo su sitio en el mundo. Esta manera de combinar realidad y ficción es sin duda muy efectiva y se utiliza más de lo deseado, pero en el caso del trabajo de Rourke no va en detrimento de su labor interpretativa. Lejos de apalancarse en su condición de mito caído, el actor vuelve a demostrar en El luchador que, por encima de la leyenda, continúa existiendo un intérprete de talento, un profesional que conoce los resortes de su trabajo y que, a diferencia de algunos de sus referentes más claros (Brando, Pacino...), ha descubierto con los años que menos es más.

2.
Por su mirada a los mecanismos del espectáculo:

Uno de los elementos más novedosos de El luchador es el dibujo del microcosmos que envuelve al espectáculo del wrestling. Ver las interioridades de esta farsa violenta, entrar en la trastienda del ring y, sobre todo, conocer su cara más amarga (lesiones físicas y emocionales) era, hasta ahora, un privilegio inédito. Aún así, varios obras maestras del cine pugilístico ya nos tenían acostumbrados a historias de similar calado emocional; por ello, la verdadera novedad del acercamiento de Aronofsky está más allá de la descripción costumbrista de la vida de un luchador. Lo mejor de la película es el muy creíble retrato de la figura de un verdadero yonki de la fama, de un tipo que necesita de manera patológica el feedback de su público. La cinta desarrolla así un interesante acercamiento a los mecanismos del espectáculo, donde la retroalimentación entre el emisor y el receptor puede adquirir dimensiones enfermizas: en un momento del film, el personaje de Rourke no duda en cortarse un dedo para atraer la atención de los clientes de la carnicería donde trabaja. Y, ya en un ámbito más oscuro, el personaje de la bailarina de streptease que interpreta Marisa Tomei representa la perversión absoluta de ese contrato con su público, que la esclaviza hasta anular su capacidad de relacionarse con el mundo más allá de la barra del bar.

3.
Por su mirada hacia nosotros:
Aunque los protagonistas son dos suministradores de espectáculo (un luchador, una bailarina), la película no desatiende el retrato de la otra parte, de ese público que da sentido a sus vidas, pero que a la vez las destroza con sus exigencias. Aronofsky introduce una nada inocente referencia al film La pasión de Cristo para recordarnos hasta qué punto el martirio inicial, el de Jesucristo, es también el inicio en cierto modo de la era del espectáculo. Porque para que haya mitos que mueran por nosotros deben existir también seguidores que, con su sed insaciable de sangre y carnaza, retroalimenten el ciclo. Que el film introduzca un comentario jocoso a costa de la visión gore que Mel Gibson realizó de la Crucifixión permite añadir al drama de los personaje una substanciosa línea de reflexión. Una reflexión sobre la crueldad y el profundo arraigo cultural que tiene esa máxima tan generosa y perversamente aplicada en el arte, la política o la religión según la cual hay que dar al público lo que el público pide.

4.
Por emocionante:

Y, en relación con el punto anterior, El luchador da un giro sobre sí misma para, precisamente, ofrecer al público lo que éste, de manera más o menos secreta, demanda: carnaza emocional. Esos insertos telefilmescos del luchador paseando a la orilla del mal con su hija recién recuperada juegan directamente a excitarnos el lagrimal, y que Aronofsky lo haga de manera tan indisimuladamente evidente equipara esas escenas de ternura edulcorada con los enfrentamientos más descabellados y gore en el ring (lo de la pelea a grapazos no tiene nombre). Ambos elementos son puro artificio que el director asumen y explicita como demandas del público. Eso sí, dejando tan claro nuestro papel de insaciables consumidores de dolor ajeno, al final la película nos provoca esa incomodidad típica de quien es descubierto in fraganti.

5.
Por emotiva:

Afortunadamente, este juego con la sensiblería y la violencia pasada de rosca no va en detrimento del verdadero corazón emocional del film, un retrato austero, realista y sin concesiones al gladiador moderno: un tipo que solo busca en la vida el pulgar alzado del público que le permita ahogar su soledad entre la multitud de desconocidos que jalean a su alrededor. Ese punto patético, autodestructivo y trágico, perfectamente reflejado por la medida interpretación de Rourke, da aliento humano a la película y, a la vez, nos llega hondo porque accede directamente a uno de nuestros dilemas más profundos: en tanto que habitantes de un mundo espectacularizado, ansiamos huir de la masa, pero al final estamos pendientes siempre de su aprobación.De su aplauso.

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