
Existen películas que se cocinan a fuego lento delante de nuestros ojos. Lejos de ser películas que se presentan acabadas, etiquetadas y listas para el consumo, obras como
Enemigos públicos proponen otro pacto gastronómico-cinéfilo con el espectador: junto a la historia, y convertida casi en "otra historia" tan o más importante, asistimos a la fabricación del
film, somos testigos de un proceso de
construcción que va amalgamando los sabores y las texturas, que nos invita a ir probando el plato mientras se cocina. Que nos hace, en definitiva, copartícipes de una experiencia que no
olvidaremos al salir del cine, pues el sabor excelso que se nos queda en la boca al final lo es más precisamente porque hemos ido masticando lo que en principio parecía soso y sin sabor.
Porque, al principio,
Enemigos públicos parece un
film de
gángsters como cualquier otro. Muy bien realizado, muy
rigurosamente planificado, muy poco gratuito en sus elecciones estéticas (desde ese sonido embotado, onírico, marca de la casa, hasta la coherente utilización de las texturas
hiperrealistas del vídeo de alta definición). Pero, aún con todo eso, que ya sería suficiente para degustar buen cine tal y como está la
cosica hoy en día, tenemos la incómoda sensación de que
Enemigos públicos arranca algo
crudita, como faltada de hervor. Y
Michael Mann no parece dispuesto a salpimentar el plato antes de que el condimento responda realmente a su propósito, a su visionaria idea de lo que ha de ser el plato y que, al final del la película, con el paladar sabiamente preparado, se hace
magistralmente diáfana.
Por eso, la mitad del
film se muestra tan distante, tan enigmática, tan arisca al espectador, que busca un asidero al que agarrarse y no lo encuentra.
Mann rehuye
taxativamente las descripciones
psicologistas (sabemos los
cómos, pero no los
porqués de los personajes), el afán
historicista o las
servidumbres siempre tan agradecidas de las recreaciones retro, que apelen a nuestra memoria y sobre todo, a nuestra
nostalgia cinematográfica.
Nada de eso hay en
Enemigos públicos porque, a medida que el director muestra sus cartas (o más correctamente, va encajando las piezas de su
puzle), queda cada vez más claro que con su nueva obra pretende romper la baraja, imponer nuevas reglas y explicar las cosas sin
esclavizarse a la mítica del viejo cine clásico, la revisión histórica o el análisis del
comportamiento outsider. Es como si
Mann pusiera el reloj a cero y quisiese explicarnos el nacimiento de un mito (ese
Dillinger atracador de bancos que trajo de cabeza al gobierno de los
EUA en los años 30) sin tener por ello que recurrir a visiones, estilos, posicionamientos... tradiciones anteriores.
Desde luego,
Enemigos públicos no es, ni lo pretende, una abstracción experimental. Tiene, como todo el cine de
Mann, un ojo claramente puesto en la taquilla (ahí está
Depp, espléndido administrando su 50% de
actorazo y su 50% de estrella), pero uno tiene la sensación de estar viendo un cine cien por cien
made in Hollywood... hecho como nunca se había hecho antes. Y no porque su
planificación con la cámara al hombro o el vídeo en
HD parezcan herencia de la era YouTube. Bien al contrario: esta apuesta por las nuevas tecnologías y un estilo
semidocumental no son aquí un ejemplo de vana contemporaneidad, sino la búsqueda de un nuevo clasicismo, de un intento por poner orden al caos audiovisual que nos envuelve y nos invade. Como decía,
Mann y su película proponen un esfuerzo continuo de
construcción, quizás de una nueva modernidad que devuelva al cine lo que otros directores cobardes (Van
Sant y toda esa camarilla de cineastas
revolcándose gustosos en el cenagal de su propia
desorientación) le han arrebatado: su capacidad de seguir investigando, de seguir luchando por explicarnos un mundo cada vez más difícil de explicar.
De este modo, como espectadores somos los receptores de la generosa oferta de
Mann: nos propone hacer con él un camino laberíntico y disperso (la cinta funciona más bien a partir de grandes
sets temáticos, que se suman en vez de fluir) y que nos ha de llevar a esa última media hora
arrebatadora que, de manera retroactiva, da sentido a todo el trayecto recorrido. Un trayecto que es el de la
construcción de una historia, en estos momentos en los que las historias no cotizan al alza. Un trayecto que es el de la
construcción de un mito que
Mann hereda ya mitificado y que, aquí, desactiva para mitificarlo de cero, a su manera.
Enemigos públicos es, en definitiva, la película de todos estos procesos.
Y
seguramente por ello, por ese componente de búsqueda, de viaje arduo que reside en el corazón de la cinta, encontramos en los ojos llorosos de
Marion Cotillard el eco de otro plano final. El plano final de, claro está, otro
film de modernidad en perpetua
construcción. Porque en los ojos llorosos de
Marion Cotillard resuenan en cierto modo las palabras de
Martin LaSalle que cerraban el
Pickpocket de
Robert Bresson: "Qué extraño camino he tenido que recorrer para llegar a ti". Imposible encontrar una meta más clásica que siga, sin embargo, siendo más radicalmente nueva.