Sin duda, El Intercambio es una buena película. No es, sin embargo, esa obra maestra que tanto crítico ciegamente eastwoodniano pretende vendernos, sobre todo ahora que ser ciegamente eastwoodniano se ha convertido en la manera más rápida y segura de ganar prestigio entre los cenáculos cinéfilos más chics. Cenáculos que, curiosamente, unas cuantas décadas atrás tildaban a Eastwood de fascista, aunque esa sería otra historia. O, bueno, en realidad no, porque pretendo comentarles hoy cómo ciertos artistas, que lo han sido siempre, son hoy más artistas que antes. Y todo gracias a esas modas críticas que, viniendo de quienes vienen (los modernos (a)críticos cinematográficos de prensa, peligrosos especímenes), deberían siempre ponerse en entredicho.
Si realizasen, siguiendo un símil enológico, una cata a ciegas de El intercambio, seguramente saldrían con la impresión de haber visto poco más que un correcto tv-movie, que es como ahora llaman al telefilme de toda la vida, pero con un plus de qualitée. La historia basada en hechos reales de una mujer dispuesta a mover cielo, tierra y despachos policiales corruptos para encontrar a su hijo secuestrado es el previsible compendio de gritos de madre coraje (Angelina Jolie, muy puesta aquí en su rol-pensado-para-ganar-un-Oscar) envueltos por el celofán del sufrimiento ejemplarizante. Todo, afortunadamente narrado por un tipo que sabe colocar un plano tras otro y que hace elegantes movimientos de cámara sin que parezca que está rodando en Tokyo durante una alerta por terremotos. Sí, El intercambio es, visto el panorama de inmundicia actual, un ejemplo de aplicada caligrafía, de gozosa discursividad visual y dramática en estos tiempos en los que solo parece cotizar la simplicidad del sms. Pero poquita cosa más: su visionado es tan placenteramente transitable como inspeccionar un cuaderno de caligrafía primorosamente realizado a plumilla. Un ejercicio para nota y pare usted de contar.
Eso sí, cuando el profe-crítico mira el nombre del propietario del cuaderno, ¡ah!, resulta que la primorosa pulidez de las redondillas de las “o” y la ausencia absoluta de borrones de tinta pertenecen a Clint Eastwood. Y, claro, la cosa cambia. Lo que en otros hubiese sido aplicado academicismo, en Clint es una maestra reivindicación del clasicismo. Lo que en otros hubiese sido cierta tendencia tramposilla a la sensiblería maniquea, en Eastwood es emocionante recuperación del melodrama como género canónico. Sí, a Eastwood se le perdona todo seguramente porque el crítico cinematográfico se ha transformado ya en el nuevo funcionario del periodismo, un tipo a quien se le han acabado las ganas de pensar y le resulta más rentable aplicar directamente la fórmula Eastwood=obra maestra. Como tampoco se equivocará de mucho (es indudable: un Clint más o menos bueno siempre es una garantía), pues a poner el piloto automático y a estirarse a la bartola, que es lo que las distribuidoras y las empresas periodísticas esperan y exigen de un crítico que se precie de serlo. Pues, no sé si se han fijado, a este pobrecillo personaje hace tiempo que la prensa lo somete a mobbing sin que nadie se queje, reduciendo sus opiniones a minicomentarios que demuestran el poco amor que los directores de periódico le tienen al cine, seguramente porque es un sector en crisis y ya no gasta tantos dinerillos en publicidad como antes. Y en este nuevo panorama, en los periódicos ya no se piensa sobre cine, se habla simplemente de cine. Así que para qué darle vueltas: ¿que toca babear con Eastwood?, pues allá vamos, que así tenemos contentos al jefe, a la distribuidora y a esa opinión pública que ya hace tanto tiempo que renunciamos a tener como interlocutora.
Y es que, en este mundo de forzadas unanimidades, uno ve El intercambio y casi le sabe mal ir a la contra de tanta opinión macanudamente positiva. Pero es inevitable admitir que a Eastwood se le ve últimamente un pelín yayete en lo emocional. Su nueva película se tropieza con esos momentos feotes, tópicos y facilones que no deberían figurar en el manual de estilo de un genio como él. Momentos como los del manicomio, con sus locas despeinadas y sus electroshocks administrados por enfermeras con cara de amas sadomaso de las SS. O momentos como los del juicio, dramáticamente más falso que una crónica de Antena 3. En definitiva, hay en El intercambio la misma simplonería general a la hora de tratar las emociones que en Million Dollar Baby o Banderas de nuestros padres, esas otras dos supuestas obras maestras contra las que me continúo rebelando aún a costa de perder algunas amistades.Sin embargo, tampoco quiero ser injusto: El intercambio es buen cine, pero un cine de poco espesor; es una crónica bien narrada pero apenas reflexionada, un drama que explica algo importante pero que no dice nada interesante al respecto. El intercambio es una película que se nota realizada desde la cabeza, no desde las entrañas. Y aunque una película surgida de la cabeza excelentemente amueblada de Eastwood es siempre un plato de gusto exquisito, en este caso uno se queda con cierta sensación de hambre. La receta está perfectamente equilibrada (una parte de drama con interpretación llorona, una parte de crítica social con regusto progre-feminista, una parte de elegante reconstrucción de la época y otra de planificación eficazmente rigurosa), pero le falta a todo el plato ese toque del genio, esa brizna de pimienta que nadie parecía necesitar, pero que al final realza y redimensiona los sabores hasta provocar en nuestro paladar el placer inédito de la obra maestra... que no es ni será El intercambio.
viernes, 26 de diciembre de 2008
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