viernes, 19 de diciembre de 2008

Ultimátum a la tierra

¿Cómo pretenden que me crea una película cuyos dos momentos de digámosle clímax emocional se desarrollan en un McDonald's y en un cementerio militar plagadito de soldados caídos en honor a Bush? Ultimátum a la Tierra es, en este sentido, la quintaesencia de la americanada, en tanto que pretende ser universal en su mensaje sin ni siquiera plantearse la posibilidad de renunciar un poco a ese localismo yanqui que, en su rancio y prepotente egocentrismo, se impone como la única manera de ser y pensar en este mundo. Partiendo de esta premisa, pues resulta del todo lógico que si dos extraterrestres tienen que quedar para hablar de sus cosillas, lo hagan en un McDonald's, catedral de la vida social moderna que, supongo, habrá puesto unos cuantos dinerillos para salir en este flojillo blockbuster y, además, hacerlo por todo lo alto: acogiendo entre sus efluvios de fritanga y lejía toda una profunda conversación sobre la esencia de la vida humana. Y no, no hay ni un ápice de ironía o sarcasmo en la escena. Los dos aliens despachan sin sonrojarse cosas como "los seres humanos son autodestructivos, pero también tienen la capacidad de hacer el bien" y uno espera infructuosamente que salga de un momento a otro el payaso Ronald McDonald y les dé en la cabeza con uno de esos martillos de broma que hacen ñic ñic. Pero, como decía, esto va en serio y, inflamada de grandes conceptos leídos en el Reader's Digest, Ultimátum a la Tierra se erige como la última creación de la cultura yanqui en estado puro: una cultura con el suficiente mal gusto como para hablar de lo humano y lo divino (bueno, es un decir) mientras intenta no mancharse con los chorretones del ketchup de una de esas hamburguesas con sospechoso sabor a barbacoa.
El problema de Ultimátum a la Tierra no es que sea ridícula, que lo es, sino que se crea todo lo que dice. Su mensaje ecologista es puro fast food ideológico que, naturalmente, no está pensado para hacernos reflexionar sino para meternos el miedo en el cuerpo, que es la más vieja de las maneras de control social. La cosa va más o menos de unos señores del hiperespacio que vienen a Manhattan en una bolita y que tienen un único objetivo: preservar el ecosistema terrestre a costa de acabar con su principal amenaza. O sea, nosotros. Desgraciadamente, el extraterrestre en cuestión es un Keanu Reeves con el mismo traje de Matrix, pero con bastantes menos luces. Para colmo, en su cruzada ecologista se encuentra con una señora y un niñito que le enseñan cuán poderoso es el amor (esto, of course, pasa en la escena del cementerio que comentaba al principio) y, por tanto, cómo de injusto sería acabar con nuestra especie sin ni siquiera darle otra oportunidad. En fin, un pastel ñoño y risible que quizás viene darle la razón a Aznar (!no puedo creer que esté escribiendo esto¡): el ecologismo es ya el nuevo dogma, y toda la maquinaria massmediática ha encontrado una nueva causa a la que adherirse, una nueva causa que les permita hacer aquello que tan bien les sale: lanzar consignas, grandes verdades que, en realidad, solo lo son a medias, pero que te hacen estar a la moda y, a la vez, si eso ayuda a salvar a un delfín, pues vivir en la inopia acrítica con la conciencia un poquito más tranquila.
Si por algo pasará a la historia (que no lo hará, pero bueno) Ultimátum a la Tierra será por iniciar la que sospecho va a ser una nueva invasión de cine comercial presuntamente educativo y concienciado que llenará nuestras pantallas de florecillas del bosque y ballenas en peligro de extinción. Todo servido en bonitas postalitas que, como en este caso, tienen incluso un halo místico del todo idóneo para atraer feligreses y convertirlos a la nueva fe. No es casual que la estética de esa bola que se posa en Central Park me recordase, con sus colorines, a las portadas de los libros de la Iglesia de la Cienciología u otras asociaciones patrañeras que le dan a las lucecillas new age para deslumbrar al personal. Porque esto es Ultimátum a la Tierra: una etérea esfera de luz y de color a la que le quitas los tres efectillos digitales y el robot gigante (lo único realmente poderosos de este anodino film) y se te queda en una persecución del todo sosilla, pero salpicada de ese ecologismo (simplista) que hoy por hoy todo lo redime y legitima.

PD: Sí, este es el remake del clásico que en 1951 dirigió Robert Wise, pero por respeto a esta joya de poderoso mensaje humanista, no insistiremos en la vinculación existente entre uno y otro film.

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