viernes, 30 de enero de 2009

Una familia con clase

Del mismo modo que existe lo gayfriendly (p.e. tener amigos homosexuales... pero sin mariconadas) o lo heterofriendly (p.e. tener amigos heterosexuales... siempre que vistan de D&G), en el cine se consolida desde hace unos años una actitud friendly que, como corresponde a esta manera de regirse en la vida, es producto de la tontada y esa manía de confundir el ser educado y respetuoso con pasar por este valle de lágrimas temiendo molestar al prójimo. Que es lo mismo que pasar por este valle de lágrimas, pero sin pasar.
El cine friendly es como la música lounge, una experiencia bonita y superficial que agrada a los sentidos, pero difícilmente pasa de, en el caso del cine, la caricia retinal a la excitación cerebral. Son películas que se ven con agrado, y si no resultan experiencias memorables no es por la ineficacia creativa de sus autores sino porque no lo demanda el género friendly. Antes que correr el riesgo de ofender a alguien defendiendo o apostando por ideas o propuestas estéticas, las películas friendly prefieren contentar a todo el mundo con su asepsia formal y sus temáticas predigeridas.
Cada año nos suele llegar alguna película friendly. Echando la vista atrás me acuerdo, a bote pronto, de films como Full Monty, Italiano para principiantes, Deliciosa Martha o esas historias sobre yayas que plantan marihuana, monumentos al buen rollo entendido como opiáceo, como placebo de la verdadera felicidad que nunca, nunca satisface a todos. Justo lo contrario que estas peliculillas, que sobreviven en las salas heroicamente (todo se ha de decir) gracias al boca-oreja antes de pasar a mejor vida: convertirse en DVD cutrillo ideal para ser regalado con el periódico del domingo.
El último estreno friendly es Una familia con clase, producto que lima el texto de Noel Coward y que me permite rastrear, sin ánimo de sentar cátedra, algunas de las características básicas del cine friendly:
Bajo ningún concepto conviene sorprender al espectador. Según una de las maneras de entender la evasión, al cine no se va a pensar. Y ya no me refiero a pensar, pensar sino simplemente a, por lo menos, no dejar las neuronas en standby y limitarse a engullir sin paladear todo lo que sale, convenientemente preprocesado, de la pantalla. El cine friendly no busca espectadores... expectantes, quiere espectadores... que esperen, espectadores que van a película vista pues ya desde las primeras imágenes el director se encarga de plantear diáfanamente la semilla del final y, de este modo, el visionado discurre de manera plácida y cómoda, sin sobresaltos. Todo muy friendly. En este sentido, el guión de Una familia con clase es ejemplar, puesto que en los primeros quince minutos ya ha dicho todo lo que tenía que decir. Tomen nota: tenemos una aristócrata inglesa muy apegada a las normas sociales; a su lado, un marido harto de tanta hipocresía y con cierto look protoexistencialistaparisino; un día llega a casa el hijo inmaduro con su vivaracha nueva esposa norteamericana, que naturalmente no encaja para nada en la rigidez social impuesta por la matriarca de la familia. Sumen la paciente exnovia del hijo al dramatis personae y ya lo tenemos todo para poner a cada oveja con la pareja que en realidad le corresponde. ¿Adivinan quién con quién? Pues no se equivocan. Confieso que como espectador poco friendly, la obviedad de la propuesta no me resultó para nada placentera, aunque funcionó a las mil maravillas: me mantuvo clavado en la butaca hasta el final, pues me resultaba difícil creer que el director tuviese el arrojo de resolver la trama de manera tan previsible y facilona. ¡Y lo hizo!
Los actores lo son todo. He aquí una de las claves del cine friendly: su hábil manera de dar calor humano a historias desprovistas de cualquier atisbo de intensidad humana. Un guión tan ramplón como el de Una familia con clase, tan preocupado por no salirse del tópico de eficacia ya probada (ingleses vs. yanquis; madre vs. nuera; ruralismo rancio vs. modernidad urbanita) consigue el aliento y la elegancia que no tiene gracias al trabajo interpretativo. Sin Jessica Biel, Colin Firth o Kristin Scott Thomas esta sería una comedieta para el olvido, como todo lo que nace con el único deseo de complacer. De este modo, como en otros films de su calaña, Una familia con clase pasa a engrosar la lista de obras que permiten a crítica y público despacharla con la etiqueta de “película de actores”, una manera friendly de decir que la cosa, en el fondo, no chuta.Sobre todo, que quede bonito. Es norma ineludible apuntarse a la pulcritud, que ayudará convenientemente a no incomodar al respetable. Aquí se trata de que la campiña inglesa salga muy verde y que los trajes de época (la acción se sitúa a principios del siglo pasado) luzcan lo suficientemente glamurosos, aunque ese glamur tenga un regusto a refrito que tire para atrás. Ciertamente, se corre el riesgo de la monotonía, y así ocurre en buena parte de Una familia con clase, un chascarrillo menos pizpireto de lo que pretende... a no ser que el director, en un improbable acto de rebeldía antifriendly, haya pretendido con el pulso aburridote de su narración, transmitirnos el tedio y la vacuidad que envuelve la vida de sus personajes.

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