
Así que, sin necesidad de leer críticas, simplemente viendo qué cines la programaban, ya pude anticipar lo que me encontraría en la nueva película de Gus Van Sant: una hagiografía sobre un político y activista homosexual que, como corresponde a todo film que se estrena en el Aribau, tiene una interpretación de impacto (el siempre eficaz Sean Penn), propone un mensaje social progresista pero moderado, y atesora los suficientes elementos de “riesgo artie” como para no parecer adocenado. Vaya, que puedes salir del cine y decir aquello de “qué película tan buena. ¡Y tiene ocho nominaciones al Oscar!”.
Sí, Mi nombre es Harvey Milk es correcta. Lo cual no es poco en estos tiempos, pero conviene no obnubilarse con este tipo de cine que antepone su función social, su oportunismo histórico, a su rigor artístico. Mi nombre es Harvey Milk no es arte cinematográfico, es un film de su tiempo, de estos tiempos de ansiado resurgir yanqui que, vía Obama, está llenando el mundo de Esperanza (con esa palabra acaba, curiosamente, tanto la cinta de Van Sant como El intercambio). Y como los discursos de Obama, Mi nombre es Harvey Milk es una superficial, inocente sucesión de reflexiones (?) y arengas sobre la igualdad, la solidaridad, los derechos humanos y el espíritu primigenio de los padres fundadores de la patria. Lo que pasa es que, por mucho que uno esté más cerca de este discurso que del defendido por cualquier panfleto carca cocinado en Disney, cree justo revelarse ante la manipuladora manera cómo se expone. Qué quieren que les diga: uno siente especial aversión hacia aquellos que pretenden convencernos de algo pasando antes por el corazoncito que por el cerebro, y Mi nombre es Harvey Milk, por muy gay, guay, progre y bien realizada que esté (¡chapeau por su combinación de documental y ficción!), cae en no pocas ocasiones en la tramposilla manipulación emocional.
Hay, por otro lado, un elemento que tampoco me acaba de convencer y que, lo confieso, puede responder exclusivamente a una fobia personal: me caen mal los políticos. Todos los políticos. Porque, conociendo a la especie humana como la conozco, me resulta inconcebible que alguien siente la llamada del sacrificio por el bien común. Esta idea, sin embargo, es un aspecto nuclear en el pensamiento social y político de los EEUU y, en el fondo, Mi nombre es Harvey Milk se plantea como un panegírico de la clase política, como una exaltación de esos hombres y mujeres que lo dan todo por los demás. Y, nanai, que no me lo creo. Sobre todo porque el guión apunta muy astutamente las sombras de toda acción política (gusto por el poder, manipulación de la opinión pública, ego...), pero rápidamente esquiva cualquier tentación de ir más allá para no dejar al pobre espectador huérfano de un héroe sin dobleces.Aunque, por lo menos, ese héroe sin dobleces es amanerado, de entrepierna prieta y predilección por los jovencitos. Ya es algo. Porque no les puedo negar el placer morboso que me provoca intentar imaginar lo que pasa por la cabecita de algunos espectadores cuando ven morrearse a Sean Penn y James Franco. El drama humano, no obstante, acabará imponiéndose y, de este modo, lo “no normal” se convertirá en una anecdotilla que no moleste. Algo del todo lógico pues, al fin y al cabo, Mi nombre es Harvey Milk no busca la polémica, ni tan siquiera la reflexión o la militancia. Busca emocionar a las yayas. Y lo hace muy bien.
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