Para hacerme una idea de por dónde van los tiros, antes incluso de leer las críticas de un determinado film miro atentamente en qué salas lo estrenan. La táctica no me suele fallar: quién mejor que el exhibidor para saber lo que quiere consumir su clientela. Porque si obviamos los megaplex (que serían como el Carrefour del cine, o sea, todo a saco) y las salas de versión original subtitulada (que vendrían a parecerse a las tiendas elitistas de delicatessen), nos quedan unas cuantas salas difíciles de agrupar pero que, cada una a su manera, han ido forjando su propia personalidad, su digámosle "línea editorial" que hace que muchos espectadores vayan a ese cine porque saben que allí siempre encontrarán algo cercano a sus gustos. En Barcelona, por ejemplo, tenemos los Aribau y el Club Coliseum, salas que resisten al embate de los aforos pequeños y que, como remanentes de otra época, son también muy apreciados por esa especie cinéfila en extinción que se caracteriza por pertenecer primordialmente a la tercera edad. Me refiero básicamente a entrañables parejitas de sesentones o a joviales grupillos de septuagenarias que convierten ir al cine en todo un ritual social: sacan sus mejores abrigos, van a la peluquería, se maquillan y perfuman, y acaban la tarde en un salón de té. A estos espectadores, claro, no puedes fustigarlos con Residents Evils o idas de olla cinéfilo-intelectuales como las del gran Albert Serra, cuya última (¿e involuntaria?) boutade ha sido ganar el Gaudí a la mejor película catalana del año por El cant dels ocells. No, a este cliente fiel le puedes colocar westerns puliditos, películas de Clint Eastwood o dramas como Mi nombre es Harvey Milk, que trata de gays a la par que buenas personas.
Así que, sin necesidad de leer críticas, simplemente viendo qué cines la programaban, ya pude anticipar lo que me encontraría en la nueva película de Gus Van Sant: una hagiografía sobre un político y activista homosexual que, como corresponde a todo film que se estrena en el Aribau, tiene una interpretación de impacto (el siempre eficaz Sean Penn), propone un mensaje social progresista pero moderado, y atesora los suficientes elementos de “riesgo artie” como para no parecer adocenado. Vaya, que puedes salir del cine y decir aquello de “qué película tan buena. ¡Y tiene ocho nominaciones al Oscar!”.
Sí, Mi nombre es Harvey Milk es correcta. Lo cual no es poco en estos tiempos, pero conviene no obnubilarse con este tipo de cine que antepone su función social, su oportunismo histórico, a su rigor artístico. Mi nombre es Harvey Milk no es arte cinematográfico, es un film de su tiempo, de estos tiempos de ansiado resurgir yanqui que, vía Obama, está llenando el mundo de Esperanza (con esa palabra acaba, curiosamente, tanto la cinta de Van Sant como El intercambio). Y como los discursos de Obama, Mi nombre es Harvey Milk es una superficial, inocente sucesión de reflexiones (?) y arengas sobre la igualdad, la solidaridad, los derechos humanos y el espíritu primigenio de los padres fundadores de la patria. Lo que pasa es que, por mucho que uno esté más cerca de este discurso que del defendido por cualquier panfleto carca cocinado en Disney, cree justo revelarse ante la manipuladora manera cómo se expone. Qué quieren que les diga: uno siente especial aversión hacia aquellos que pretenden convencernos de algo pasando antes por el corazoncito que por el cerebro, y Mi nombre es Harvey Milk, por muy gay, guay, progre y bien realizada que esté (¡chapeau por su combinación de documental y ficción!), cae en no pocas ocasiones en la tramposilla manipulación emocional.
Hay, por otro lado, un elemento que tampoco me acaba de convencer y que, lo confieso, puede responder exclusivamente a una fobia personal: me caen mal los políticos. Todos los políticos. Porque, conociendo a la especie humana como la conozco, me resulta inconcebible que alguien siente la llamada del sacrificio por el bien común. Esta idea, sin embargo, es un aspecto nuclear en el pensamiento social y político de los EEUU y, en el fondo, Mi nombre es Harvey Milk se plantea como un panegírico de la clase política, como una exaltación de esos hombres y mujeres que lo dan todo por los demás. Y, nanai, que no me lo creo. Sobre todo porque el guión apunta muy astutamente las sombras de toda acción política (gusto por el poder, manipulación de la opinión pública, ego...), pero rápidamente esquiva cualquier tentación de ir más allá para no dejar al pobre espectador huérfano de un héroe sin dobleces.Aunque, por lo menos, ese héroe sin dobleces es amanerado, de entrepierna prieta y predilección por los jovencitos. Ya es algo. Porque no les puedo negar el placer morboso que me provoca intentar imaginar lo que pasa por la cabecita de algunos espectadores cuando ven morrearse a Sean Penn y James Franco. El drama humano, no obstante, acabará imponiéndose y, de este modo, lo “no normal” se convertirá en una anecdotilla que no moleste. Algo del todo lógico pues, al fin y al cabo, Mi nombre es Harvey Milk no busca la polémica, ni tan siquiera la reflexión o la militancia. Busca emocionar a las yayas. Y lo hace muy bien.
viernes, 23 de enero de 2009
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