
De la banda sonora, mejor correr un tupido velo: cuando no se abusa de la radiofórmula hiphopera (eso sí que es acabar con la música, y no el top manta), se tira de una partitura sinfónica tan grandilocuente y emotiva (???) que, la verdad, provoca no poco sonrojo y cachondeo.
Aún así, y continuando con esta confesión inesperada, estos elementos chirriantes, irritantes y ridículos per se, llegan por momentos a una especie de conjunción astral que genera momentos de efectividad indiscutible (todo el tramo final) e incluso esa belleza pop y chicletosa que tanto echamos de menos en el cine comercial. Porque, cuando Transporter 3 se olvida de impostar su seriedad, cuando deja de lado la manufactura y la mentalidad del entretenimiento milimétricamente prefabricado, cuando admite que nunca será James Bond, cuando todo esto ocurre, surgen de sus grietas de aparente fracaso la poesía de la verdadera serie B. Es en cosas tan aparentemente tontas como los primeros planos con regusto a Sergio Leone o en esos secundarios que parecen reclutados en el videoclip de Bad de Michael Jackson y/o en una panadería de pueblo de la campiña francesa; es en su espíritu de juguete cuando Transporter 3 luce con orgullo su personalidad de (sub)producto europeo.
Cuando se deja de monsergas, cuando no quiere parecer hecha en Hollywood, cuando proclama alto y fuerte su verdadera condición de film para sala de reestreno de sesión doble, entonces es cuando Transporter 3, además de entretener, conecta (salvando muchas distancias) con ese tilín que toda una generación de cinéfagos llevamos en standby muy dentro y que Tarantino hizo sonar de nuevo con su memorable Death Proof. Sí, a veces, Transporter 3 es buen cine en movimiento, sin más (y sin menos).
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