martes, 12 de mayo de 2009

X-Men Orígenes: Lobezno

No les descubro nada si les digo que, al final de X-Men Orígenes: Lobezno, el macizo Logan es sometido a un drástico lavado de cerebro. De este modo, la precuela conecta argumentalmente con X-Men y, de paso, certifica aquello tan filosófico de que siempre resultan más interesantes las preguntas que las respuestas. Y es que las respuestas que da este film no están para nada a la altura de las preguntas que, sobre el origen de Lobezno, se planteaban ya desde los primeros minutos de la trilogía mutante. En pocas palabras: el halo de misterio atormentado que arrastraba Logan a lo largo, sobre todo, del film de Bryan Singer tiene una explicación absolutamente decepcionante en esta precuela sobre el pasado del personaje.

Si en lo referente a lo cinematográfico todo resulta muy cochambroso y tristemente cutre, peor parada sale la parte digamos "esencial" del Lobezno-arquetipo: la postalista que nos propone X-Men Orígenes: Lobezno está en conflicto absoluto con la imagen socarrona, nihilista e incontrolablemente violenta que teníamos del personaje. Una imagen que, gozosamente, había situado a Logan en el altar de los neoretrohéroes junto a Hellboy, otro hijo de la nueva (y por desgracia, no demasiado habitual) mezcolanza entre el entretenimiento digital y el puñetazo de regusto clasicote.

No sé si será porque la acción se sitúa aparentemente a finales de los años 80, pero por momentos uno ha de frotarse los ojos para asegurarse de que, efectivamente, está viendo X-Men Orígenes: Lobezno y no una aventurilla de Chuck Norris. El prólogo promete, la verdad, pero rápidamente todo se diluye en un primer bloque argumental que atufa a ese cine rancio de acción post-Rambo planificado con un efectismo tan burdo como poco imaginativo. No falta una historia de amor truncada por los malos, que en la persona del militar interpretado por Danny Huston recuperan esa cretinez tan ochentera y, en cierto modo, pop. La cosa, claro, chirría de modo humorístico porque, si en algo hemos avanzado es en la reformulación cada vez más compleja de los villanos, y ya creíamos superada esa época de tipos con la mirada torva que comentan en voz alta cada una de sus malignidades antes de llevarlas a cabo. Comentarios que son, también, la muestra palpable de la ineficacia del guión, aquí siempre necesitado de explicaciones para hacer avanzar una maquinaria argumental bastante mal engrasada.

¿Es este un voluntario regreso a las esencias del cine de acción que, aliado al VHS, llenó tantas y tantas estanterías de videoclubs de extrarradio? Lo dudo, porque en cuanto se despiertan los chicos de los efectos digitales, X-Men Orígenes: Lobezno se olvida bien pronto del rudo feísmo inicial para apuntarse a ese barroquismo hiperrealista-poco-realista-de-videojuego que suele caracterizar a las producciones modernas, pero sin personalidad propia. Por otro lado, la cinta en ningún momento parece sentirse cómodo caminando por el filo de lo salvaje y, como si el director Gavin Hood temiese meter la pata, todo se despoja rápidamente de cualquier ambigüedad moral para poner las garras metálicas de Lobezno al servicio de lo políticamente correcto. No, no es que queramos que nuestro héroe sea malo maloso, pero da mucha pena descubrir su fondo más humano de manera tan kitsch, tan friendly: a base de puestas de sol, un poemilla sobre la luna que le recita su amada y una estancia en la casa de dos abueletes de buen corazón y sospechoso parecido con los padres adoptivos de Superman.

Sí, Lobezno ya es para todos los públicos, ya tiene su película cien por cien Hollywood. O sea, ese tipo de película que prefiere pensar por el espectador antes de dejar que éste lo haga por si mismo. Ese tipo de película sin claroscuros capaz de decir sin sonrojarse que pegarle un tiro a alguien no está bien. Ese tipo de película que, precisamente por convertir en discursito paternalista su propuesta ética, resulta tan ineficaz y ridícula a la hora de defender su mensaje. Lobezno ya no es un tipo complejo ni fascinante. No es ni tan siquiera un buenazo, sino un tontolaba con patillas al que todo el mundo torea y al que, afortunadamente, acaban borrándole la memoria. Entonces concluye este tebeo mal entintado y, por fin, empieza el mito.

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