miércoles, 6 de mayo de 2009

Sicko

Con notable retraso llega finalmente a nuestras pantallas Sicko, el nuevo trabajo del temible Michael Moore. El tipo tiene un Oscar y su imagen pública es lo suficientemente popular como para hacerle un rinconcito en nuestra cartelera, pero imagino el desconcierto del distribuidor español ante esta película que, más que nunca, es un producto para consumo interno yanqui bastante difícil de extrapolar a la realidad española. Quizás por ello, se ha esperado a que, tras la victoria de Obama, se reabra el debate en EEUU sobre la sanidad pública para, ni que sea de refilón, encontrarle una justificación al estreno aquí de un producto cuya fecha de caducidad está más que rebasada. Lo cual, hasta cierto punto, resulta cinematográficamente útil para descubrir hasta qué punto la obra de Moore tiene mucho de coyuntural y poco de, aunque él pretenda vendérnoslo así, cine urgente de guerrilla capaz de captar el signo de los tiempos y encapsularlo con cierta solvencia artística que garantice su perdurabilidad.

Sicko, que se estrenó con Bush aún en la Casa Blanca, arranca narrando diferentes casos de asegurados que se quedaron sin cobertura médica cuando la necesitaron. A partir de aquí, Moore describe el poder del lobby médico en la política norteamericana, un poder que ha impedido la implantación de un sistema público de sanidad para que, de este modo, las aseguradoras médicas puedan hacer negocio. Y, claro, el negocio está en asegurar a muchísimos, pero encontrar todo tipo de triquiñuelas legales para, en el momento preciso, denegar el pago del seguro al cliente. Un sistema realmente tétrico, cruel e inhumano. Capitalista, vaya.

Hasta aquí, Sicko tiene, pese a esa falta de rigor con ciertos toques consparanoicos típicos de Moore, un indudable interés informativo y cierta capacidad de poner el dedo en la llaga. Desgraciadamente, a partir de entonces, el orondo director se paga unas vacaciones por Canadá, Londres y París para explicarnos (bueno, para explicar a sus compatriotas) que la sanidad pública es posible. Así, vemos a Moore sorprenderse cuando no ha de pagar nada por ser atendido de urgencias, cosa que, afortunadamente, entre nosotros no es ninguna novedad. Y que, precisamente por eso, hunde la parte central de Sicko en un aburrido, simplón y paternalista paseo por la dicotomía "el individualismo yanqui" vs. "el socialismo europeo". Ni siquiera algunos apuntes de humor zumbón consiguen salvar del aburrimiento estos casi sesenta minutos de paseos idílicos (e idealizados) por las consultas británicas, las salas de espera canadienses o las guarderías públicas francesas.

Uno tiene la sensación de que Moore es, más que un afinado documentalista, una versión yanqui de un reportero de la última y peor etapa del Caiga quien caiga. De hecho, Sicko parece fundamentada en su totalidad entorno a la boutade final, que lleva al director y unos voluntarios del 11-S hasta Cuba, donde esos héroes de la nación ahora olvidados por el sistema encuentran finalmente asistencia médica a las dolencias crónicas adquiridas (básicamente, serios problemas respiratorios) durante el rescate de las víctimas de las Torres Gemelas. Es entonces cuando Sicko despliega toda su carga vitriólica y, pese a ser más tendenciosa, resulta paradójicamente más honesta, sincera y contundente ante el espectador. Pero, claro, la jugada solo daba para tres cuartos de hora. Y Michael Moore, ya lo sabemos, hace PELÍCULAS. Así que el resto del metraje atufa a relleno y dispersión. Justo lo que nunca puede ser un buen trabajo documental.

Al aficionado español le queda, por tanto, acercarse a Sicko desde otra perspectiva: analizar las trampas, aquí más evidentes que nunca, utilizadas por el cineasta para vendernos sus ideas. Evidentemente, cada cual puede pensar y expresar lo que quiera, pero es justo reclamar al orador un mínimo de coherencia ideológica y moral. Coherencia ideológica y moral que salta por los aires cuando Moore, ungido por la sacrosanta revelación del ideario progresista, manipula sin reparo la realidad cinematográfica para ponerla al servicio de sus ideas. ideas que para él, qué peligro, son la Verdad.
Veamos alguna de estas artimañas Moorenianas:
- En un momento del film, se ridiculiza el discurso de un político republicano que no duda en utilizar el amor a su madre para ganarse los votos.



Olvida Moore que esa apelación a los sentimientos (y no al intelecto) es un recurso constante de su película. Sus primeras imágenes muestran, con explicitud gore, a un hombre cosiéndose una herida en la rodilla porque no puede pagar la asistencia médica. Más adelante nos encontramos con esto (atención al recurso del álbum de fotos):



¿No es igualmente manipulador? Por otro lado, uno empieza a sospechar que la metodología de trabajo del director consiste en "calentar" emocionalmente a sus entrevistados. Y es que si llevas a una pobre señora que paga 120 dólares por sus medicamentos a un país donde, la misma medicina, cuesta unos centavos, lo mínimo que puede pasar es:



Sicko, en definitiva, ni informa, ni invita a la reflexión. Quizás todo el problema sea nuestro, que nos hemos empeñado en confundir a Moore con un documentalista cuando, en realidad, es un bufón de la corte que vive muy bien haciendo su papel de tocapelotas. Solo así se entiende que el tipo tenga el ego tan subido como para explicarnos en esta película la siguiente anécdota: nuestro Robin Hood se enteró de que el responsable de una página web dedicada a atacar su cine estaba a punto de cerrarla porque no podía pagar su mantenimiento. Por lo visto, su mujer había enfermado y necesitaba el dinero para cubrir los gastos médicos. Pues bien, ahí aparece Michael Moore, que voz en off mediante nos confiesa que envió un cheque a su detractor para que no cerrase la web. "¡Qué gran tipo, este Moore!", pensarán ustedes. Pero no. Como hace él en su película, he dejado un dato importante para el final: dice el director que envió el cheque de manera anónima. ¿A qué responde entonces airearlo ahora a los cuatro vientos a través de la película? Pues al ego, ego, ego.

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