
Reconozcámoslo, Cómo celebré el fin del mundo no invita al optimismo: tenemos los últimos días de una dictadura (la de Ceaucescu), tenemos un barrio de familias modestas y marginadas y, ¡ay ay ay!, tenemos un niño que se lo mira todo. Elementos suficientes para que nuestro sentido de alerta cinéfilo se ilumine con un ¡DANGER! similar al que se enciende cuando el cine español y la Guerra Civil van juntitos. Y ciertamente hay momentos para ese respetable, pero ya un poco sobadillo, tono de nostalgia infantil con tintes autobiográficos, costumbrismo y desvíos oníricos de la escuela Kusturica. Afortunadamente, junto a todo esto discurre de forma paralela, casi con más fuerza, la historia vital de la hermana del niñito de marras, y aquí Cómo celebré el fin del mundo encuentra el camino para ir cohesionando todos los elementos que, por separado, amenazaban con convertirlo todo en una versión rumana de Cuéntame.
La joven es indisciplinada en la escuela y sueña con abandonar el país, pero el acierto del director Catalin Mitulescu reside en no ligar estas ambiciones al entorno histórico que rodea a la muchacha. Está claro que la dictadura comunista determina a los personajes, pero esos deseos de libertad y de realización personal sobrepasan lo particular de un tiempo y un país para adquirir un significado más amplio, más existencialista y, por tanto, más comprensible fuera de sus fronteras. Y a medida que se va fraguando este objetivo, las piezas van encajando y encontrando su sentido dentro de la trama, demostrando quizás que Mitulescu empezó el relato a ciegas, inmerso en la dispersión de unos recuerdos y sensaciones, para ser finalmente el relato quien iluminó su propio camino.
Ayuda a ello una narración sin artificios, basada en las elípsis narrativas que extirpan del plano cualquier atisbo de épica o dramatismo novelesco. Aquí hay visitas de la policía secreta, arrestos y planes de fuga hacia Italia, pero todo queda fuera de campo, flotando como una neblina persistente que se cuela en la vida rutinaria de los protagonistas. Seguramente aquí está la clave de potente impacto emocional que, fotograma a fotograma, va fraguando la cinta: en lugar de dejar que la Historia se imponga a los personaje, se nos habla de unos personajes en un momento determinado de la Historia. Y de esa humildad, de ese acto de realismo que prefiere el pequeño relato (habitualmente más honesto) al gran relato (la Historia, el relato menos honesto que existe) debería aprender nuestro cine. Este cine que aún no ha sabido mirar honradamente las heridas del pasado. Que aún no ha sabido, como sí sabe hacerlo esta película, acercarnos a los que vivieron, simplemente intentaron vivir, "bajo" un dictador que se desmorona. Seguramente no serán tan atractivos para determinadas formulaciones ideológicas, seguramente darán menos juego que los que valientemente vivieron "contra" el dictador, pero en ellos hay una verdad aún por explorar: esa verdad de los que "pasaban el fin del mundo" (este es el concepto del título original del film de Mitulescu), aunque un cierto oficialismo histórico solo prefiera ver la imagen de la España que "celebraba el fin del mundo" (curiosa, ¿e inocente?, traducción española de Cum mi-am petrecut sfarsitul lumii).