viernes, 31 de octubre de 2008

Los años desnudos

Cada uno madura a su manera. La pareja creativa formada por Dunia Ayaso y Félix Sabroso, por ejemplo, ha pasado del petardeo juvenil de Perdona bonita, pero Lucas me quería a mí al sufrimiento melodramático que impregna todas las imágenes de Los años desnudos. Y, la verdad, no sé con qué quedarme, si con la pluma superficial, pero divertida, de sus principios o con este ejercicio de impostada gravedad que nos llega, además, inflamada por ese pathos gay de diva folclórica que ni los propios gays se toman ya en serio.
Ayaso y Sabroso siguen en su empeño de ser la versión baja en calorías de Pedro Almodóvar, y es justo reconocer que en Los años desnudos dan su paso más decidido y, por momentos, interesante en esa dirección. El problema es que se les ve el plumero, que se les nota que lo suyo nace de la premeditación, no de las entrañas, y por ello, todo acaba siendo una calculada colección de momentos fuertes y drama de mentirijillas. Tan sólo les diré que la cosa comienza con Candela Peña despelotándose y termina con una canción de Antony Hegarty, esa especie de Falete made in Manhattan que, supongo que a su pesar, se ha convertido en el referente fácil de artistas e intelectuales con ganas de estar (y sobre todo, de demostrar que están) à la page en lo que a sensibilidad se refiere.
Los años desnudos, conviene aclararlo, no es un acercamiento al cine S de la transición española. Sí, están ustedes en todo su derecho de sentirse estafados por una campaña promocional que ha querido disfrazar la historia emocional de tres mujeres con los ropajes de una especie de Cuéntame cómo pasó para pajilleros de ayer y hoy. Para Ayaso y Sabroso, la España de esa época se reduce a unas cuantas pintadas izquierdistas en los muros de las calles, a dos o tres portadas de El País y a un Guardia Civil con ganas de tocar teta. El contexto (por llamarlo de algún modo), que tan importante parece en el tráiler, es más bien un decorado descolorido que reafirma esa ambigua relación que, para alegría de muchos, aún mantenemos con el posfranquismo. En Los años desnudos, la transición es puramente una excusa para recuperar hits musicales de la época, recordar a Emmanuelle, darle vueltas a las bolas de espejos de las boîtes y, en definitiva, certificar ese persistente sentimiento de nostalgia culpable hacia una época de cutrerío moral y estético.Pero aceptemos que la superficialidad sociológica de Los años desnudos, que esa ecuanimidad a la hora de acercarse a ciertas lacras de la España ochentera es más una decisión artística que una manera cobardota de no meterse en jardines de donde después resulta muy complicado salir. Aceptemos que a Ayaso y Sabroso lo único que realmente les interesa es hablar de la vida de tres mujeres. Pues bien, por aquí la cosa tampoco funciona del todo: no estamos, evidentemente, ante la vileza ética de esa The Women que comentábamos la semana pasada, pero resulta imposible creerse a tres personajes que, además de vivir en un contexto decorativo, funcionan como prototipos del sufrimiento femenino universal, no como tres mujeres que sufren. Y es que Los años desnudos se empeña, más que en narrar una historia, en ir despachando verdades como puños que, además, los propios directores destacan (por si no las pillábamos) a través de frases transcritas en la pantalla. Desgraciadamente, tanta impostura, tanto engolamiento, llena de ínfulas lo que en el fondo es un folletín incapaz de pasearse más allá de la superficie del sufrimiento. Y en ese aspecto cuenta con la eficaz complicidad del triplete de actrices, perfectas en su representación (explícitamente intensa, para que se note el oficio) del alma rota. Aunque, de tanto sufrir, uno se las acaba creyendo menos que a Rocío Jurado cuando soltaba suspiros de dolor orgásmico durante su interpretación de “comouuuuunaoooola”. Son, en definitiva, cosas de ese pathos gay que aquí nada interesante dice sobre las mujeres, la transición, España o los gays. ¿Y sobre el destape? Pues no sabe/no contesta. Para encontrar respuestas, revisen Torremolinos 73.

Un(a) historia de Clint Eastwood

Atención al segundo 22 del tráiler de El intercambio, el nuevo film de Clint Eastwood que se estrenará en España el próximo 19 de diciembre.
¿Se les ha caído una letra o es que los textos de los tráilers ya los redactan publicistas de la nueva generación del sms?
Puedes ver el tráiler completo aquí

miércoles, 29 de octubre de 2008

El nido vacío


Cinco motivos para verla

1. Por igual, pero diferente:
La nueva película del director de El abrazo partido vuelve, sí, a orbitar alrededor del mismo tema: las relaciones entre padres e hijos. Sin embargo, hay ahora un tono diferente, ya que, de una película a otra, el punto de vista se desplaza de manera significativa. Pasamos de ver las cosas desde la perspectiva del hijo -que se sentía abandonado y se rebelaba con cínico rencor juvenil- a adoptar la visión del padre, que ve cómo su descendencia deja el hogar y abre un vacío en una vida que hasta entonces estaba, o simulaba estar, en equilibrio.

2.
Por frágil:

Visualmente, el director Daniel Burman apuesta por las tonalidades crepusculares para envolver este dolido, pero a la vez sutilmente cómico, viaje alrededor de todos los errores y cosas postergadas que, ahora, vuelven a la vida del protagonista. Y ese retorno desmorona como un castillo de naipes la coraza de seguridad y autosuficiencia que interponía en sus relaciones sociales y sentimentales. El nido vacío va quitándole poco a poco las máscaras a un hombre que, desde su condición de intelectual burgués, lo creía tener todo bien claro. Un hombre que ahora se siente perdido, en la obligación de admitir, como se ve en una de las escenas más bellas del film, que en el fondo somos frágiles cuerpos flotando en el agua del mar.

3.
Por Óscar Martínez:

Merecidísimo su premio en el pasado festival de Donosti. No resulta exagerado afirmar que Martínez ES la película, pues así lo quiere el director, siempre atento a sus más pequeños gestos, a sus expresivas miradas silenciosas y a su espléndida manera de humanizar a un personaje tan asocial y en principio poco simpático como el suyo. La capacidad que El nido vacío tiene de conectar emocionalmente con el espectador se basa en la relación casi confesional que Martínez establece con nosotros, voyeurs privilegiados de sus momentos de intimidad. De esos momentos en los que el misántropo que aparenta ser desvela lo profundamente solo que se siente.

4.
Por fabuladoramente realista:

Esta historia, como decíamos, es la descripción de un proceso de reflexión interna por parte del personaje principal. Consecuentemente, todo se explica desde su manera de ver la realidad. Y eso permite a Burman recordarnos que toda narración, por muy realista que se pretenda, es en el fondo una fabulación de quien la explica. No es casual ni que el protagonista sea un dramaturgo ni que a medida que avanza la historia sea imposible discernir entre lo que le ocurre y lo que se imagina. Afortunadamente, El nido vacío es más que un puro juego narrativo con los límites entre la realidad y la ficción; es la reivindicación de lo irreal (el cine, el teatro...) como instrumento para entender, o por lo menos, capear las cornadas de lo real (la vida).

5.
Por argentina (?):

De acuerdo, aquí tenemos psiquiatras, asesores matrimoniales y más de un diálogo sobre el sentido de la vida. Lo que se espera, vaya, de una película argentina. Y sin embargo, El nido vacío, como el resto del cine de Daniel Burman, se desmarca del estilo verborreico popularizado internacionalmente por Campanella y otros. Burman prefiere apostar por un cine menos acartonado, más conectado con la frescura heredada de la Nueva Ola francesa. Y es que el cineasta no va a la búsqueda de la frase memorable; su obsesión es capturar esos instantes de cotidianidad que dicen tanto con tan poco y que, en el retrato de personajes, se emparenta por momentos con la obra de la también francesa Agnès Jaoui (Para todos los gustos).

El Dr. Maligno contra la caspa

De los archivos personales del Dr. Maligno emerge este artículo aparecido hace ya casi ocho años en el suplemento en catalán QuèFem? de La Vanguardia. Durante todos este tiempo nada ha cambiado: el Dr. Maligno sigue calvo, pero odiando la caspa, y un cierto cine español parece vivir instalado permanentemente en el subdesarrollo cómico.

Lean, lean aquí.

lunes, 27 de octubre de 2008

Noches de tormenta

Ahora que reclamar unos mínimos de calidad a las películas es como esperar que Aznar recicle la basura, se impone una táctica para sobrevivir en la jungla del cine: pedir que, cuanto menos, los productos no decepcionen nuestras expectativas. O sea, que si vas a ver una comedia adolescente, con tus palomitas, tu refresco y los coleguis, por lo menos que te ofrezcan generosas dosis de eructos y pedos, que es de lo que se trata. Y si tu apuesta es por el drama romántico protagonizado por dos estrellas maduritas en medio de un paisaje idílico (léase, una playa), que no te torturen con disquisiciones metafísicas al estilo de Ingmar Bergman. Que para descubrir lo chungo que es la vida en pareja ya es suficiente con no salir de casa...

En ese sentido, Noches de tormenta parece tener todo lo necesario para no fallarnos: la nueva peli de Richard Gere y Diane Lane se presenta como un pastelazo, pastelazo escrito por unos guionistas que aprendieron el oficio redactando las frases de las postales de cumpleaños de Hellmark. Y quien no vaya a ver la película teniendo esto en cuenta, que no nos venga luego con quejas porque la cosa supura azúcar ya desde el cartel. Así que, vale, pasamos por taquilla y nos sentamos cómodamente a la espera de las previsibles sobredosis de arrumacos, paseos junto al mar y conversaciones íntimas y supermegasentimentales que demuestran que los yanquis dialogan mucho antes de hacer el amor, pero más bien poquito antes de hacer la guerra.

El problema viene cuando, asumido ya el hecho de que nos colocarán el pastel de siempre, van y nos vienen con bollería barata, en plan Bollycao de esos que por mucho que le hinques el diente no llegas nunca al relleno de chocolate. Y eso sí que no: que te escamoteen la posibilidad de ver un buen drama ya es el pan nuestro de cada día, pero que encima te rebajen la calidad de la basurilla no tiene nombre.

Noches de tormenta, por no saber, no sabe ni hacer llorar. Su incapacidad para emocionar es tan palmaria que incluso cuando tira de las peores trampas sensibleras que se han adueñado del género, te deja con cara de pasmo, por lo mal gestionado que está todo. Y es una lástima, porque reconoceré que la cosa empezaba bien: los primeros encuentros entre las dos almas heridas que interpretan Gere y Lane tienen cierto feeling, se intuye una corriente de emotividad entre los dos que podría hacer creíble su atracción irresistible. Pero entonces, el director parece que mira el reloj, se da cuenta que ya llevaba tres cuartos de hora haciendo eso tan sacrílego e intelectual de "retratar a los personajes" y decide, en mal momento, que conviene darle marcha al asunto.

A partir de aquí, la coherencia emocional deja de importar y se impone la necesidad de azotar el lagrimal del respetable a toda prisa y a cualquier precio. Noches de tormenta ya ni siquiera se dedica, como corresponde a todo buen pastel fílmico, a manipular aviesamente y de manera progresiva el corazoncito del público; prefiere directamente inyectarnos la tragedia vía intravenosa. Lo cual, lejos de emocionarnos, únicamente consigue sumirnos en un estado de shock, ya que todo lo que pasa hacia el final es tan gratuito, tan rastrero y tan metido con calzador que no se lo creen ni los propios actores. La breve aparición de James Franco, por ejemplo, nos hace dudar de si su careto es producto del sufrimiento emocional de su personaje o de la ingestión excesiva de carajillos. Y cuando Diane Lane tiene su inevitable escena llorona, la vergüenza ajena cae como una losa sobre una platea, que lleva ya rato intentado digerir tanta grasa transgénica vendida como pastelería dulce.

viernes, 24 de octubre de 2008

The Women

Parafraseando a Goya, el sueño del feminismo produce sus propios monstruos, como Sarah Palin o, en un registro más Heidi, las nuevas cachorrillas de la discriminación positiva: Leire Pajín y Soraya Sáenz de Satamaría. Son ellas el prototipo de la nueva mujer triunfadora, puesta donde está (independientemente de sus valores profesionales) por hombres que necesitan lavar su atávica mala conciencia sexista y, de paso, atraer al voto femenino. Las ves en la tele convertidas en "el gesto ejemplarizante" de gobiernos o partidos que quieren ser progresistas, y te das cuenta de lo poco que sirvieron las quemas de sujetadores de antaño, causantes de más calentamiento global que de verdaderos cambios radicales.
Hoy por hoy, gracias a la corrección política y al azote de los medios de comunicación, sólo se puede (o se debe) ser mujer de dos maneras: la marginal (lesbiana con camisa de leñador o fregasuelos que soluciona sus problemas en los realitys) o la glamurosa, que naturalmente es más chachi y que, desde hace una década, cual gota malaya, se encargan de infiltrar en nuestras mentes series como Sexo en Nueva York o películas como esta infame The Women.
Su título, tan globalizador él, pretende indicarnos cuál es la intención del film: ofrecer un retrato del alma femenina que excluya la figura masculina (de hecho, en la cinta no aparece ningún actor). El concepto es bueno, aunque no original, ya que se trata de un remake de la película homónima de George Cuckor que ya en 1939 tuvo la osadía (entonces sí que era una osadía) de hacer una only women’s picture. Uno hubiese deseado que el remake se limitase a copiar el original, pero no. La nueva The Women se pone al día en todos los sentidos: cinematográficamente nos martiriza con ese descafeinado tono cómico que ha vaciado de energía visual y dramática al género; y temáticamente, monta un panegírico sobre lo que ha de ser la nueva mujer liberada: rica, famosa, consumista, superficial, republicana y obsesionada por el éxito. Éxito que de vez en cuando se disfraza, para que no se diga, de esa cháchara entorno a la autoayuda y el crecimiento personal. O sea, que estamos hablando de una mujer que, agggh, cada vez más se parece a un hombre. Y convendrán conmigo que el modelo masculino nos está dando más de un disgustillo, sobre todo después de invadir países por mis huevos y tener las pelotas de comandar la refundación del capitalismo que uno mismo ha creado y hundido.
La gran mentira de The Women es que quiere hacernos pasar la ausencia de hombres como un actor de rebeldía cuando, en realidad, es pura sumisión. Esto no va de cómo es la vida sin ellos, sino de cómo ellas los echan tantísimo de menos. El personaje de Meg Ryan, protagonista y por tanto punto central de la “ética” del film, es especialmente significativo: su marido la engaña y, a medida que habla con madres y amigas, se da cuenta que toda mujer ha sufrido los cuernos... ¡y los ha aguantado! A partir de aquí, su proceso emocional consiste en negar la evidencia: que su marido es un cabrón (con perdón para los cabrones) y que hay que continuar luchando (cual guerra de gatas en celo) para volver a recuperar la atención del macho. A su lado, y excepto por una tonta subtrama de amistades traicionadas, siempre tiene quien la ayude: una lesbiana malhablada, claro; una ama de casa obsesionada, tras cuatro niñas, con parir un varón; y una yuppie en el fondo amargada porque lucha contranatura por reprimir su instinto maternal. La mayoría de ellas, además, viven laboralmente vinculadas al mundo de la moda o la prensa fashion ya que, como todo el mundo sabe, la genética femenina hace imposible que la mujer pueda realizar otro tipo de tareas profesionales. Afortunadamente, todas tienen una manera de aliviar sus tensiones diarias: ir de compras. Y de este modo, los probadores de los grandes almacenes se instalan ya definitivamente en el catálogo de espacios cinematográficos donde se dirimen los grandes problemas existenciales. Que todo esto, además, lo firme una mujer da qué pensar porque su mirada a lo que describe es de una candidez espeluznante. De acuerdo, ya hay unos cuantos guionistas que se encargan de insuflar, con diálogos a veces mordaces, un sucedáneo de acidez a la trama. Pero los latigazos verbales se diluyen rápidamente en la rutina visual: es lo que pasa cuando en vez de tener como modelo a Billy Wilder se prefiere jugar en la liga de El club de la comedia, ese gran atentado al humor como manifestación de la inteligencia humana. Por otro lado, y eso es lo peor, los latigazos verbales no se diluyen, sino que directamente se desintegran cuando, en los momentos digamos “de tesis” o intensidad dramática, se escuchen frases del estilo: “a los hombres, que nos valgamos por nosotras mismas les parece sexy”. Lo cual, bien pensado, resume a las claras de qué va la película. Y el mundo.

jueves, 23 de octubre de 2008

Carta abierta al Opus Dei

Dicen mis amigos que, como era de esperar, el Opus Dei no ha entendido nuestra película. Yo creo que es al contrario. La han pillado tan bien y se reconocen de tal manera en el retrato que de ellos se hace, que no podrían aceptarlo sin echar el cierre al tinglado. Seguramente lo que más les desconcierte es el tratamiento objetivo e inusualmente nítido de su modus operandi y les irrite sobremanera comprobar que hasta el último detalle de lo que en CAMINO se muestra es un reflejo bastante exacto de la realidad, de sus contradicciones y de su insostenible discurso. Y como artistas que son de la contrapropaganda y del anonimato, han utilizado una vez más a Alexia González-Barros y a su familia para desviar inútilmente la atención sobre el tema que más duele en la película: el camino que proponen e imponen a miles de inocentes personas que por una cosa o por otra han terminado enredados en su viscoso entramado pseudoespiritual es un camino a ninguna parte.

El Opus Dei, que sí ha utilizado para sus fines el calvario de una pobre niña adolescente, en clara y desconcertante connivencia con sus familiares, sabe perfectamente que ésta película no es una frivolidad más sobre sus exóticas costumbres sino que va directa a su corazón (si lo hay) y les muestra tal y como son. Qué curioso que en ésta película el Opus Dei salga mal parado y Dios no. ¿No eran la misma cosa? ¿No es el uno la obra del otro? Parece claro que no. Quizás algún día los hermanos, tías y sobrinos de Alexia, que me envían dardos envenenados en forma de cartas al director, comprendan ésta película y sientan la vergüenza de haberme maltratado ellos a mí. Porque es muy injusto aceptar que un tumor cancerígeno en la vértebra de Alexia fue voluntad de Dios y sin embargo ésta película, que por cierto no es su biografía, no lo sea.

Javier Fesser

Director y guionista de CAMINO

miércoles, 22 de octubre de 2008

Camino


Cinco motivos para verla

1. Por emocionante:
Abastézcanse de kleenex porque esta historia sobre una niña con una enfermedad terminal llega hondo. Y no solo por lo dramático de su historia. Emociona sobre todo por la compleja trama de relaciones humanas que tejen los personajes y que se basan en un profundo amor. Porque Camino trata, antes que de la religión (y de sus perversiones), de la fe en el amor y de las maneras, a veces equivocadas, que tenemos de vivir y compartir esa fuerza.

2.
Por Carme Elias:

Su trabajo como madre de la protagonista, una mujer que asume el calvario de su hija bajo los estrictos preceptos del Opus Dei, debería estar en todas las quinielas de los próximos Goya. Coherentemente con lo dicho en el punto anterior, éste es el retrato de una persona desbordada por el amor más que el acercamiento a una fanática. Ese contraste entre sus luces y sus sombras (que las tiene, y que el film no oculta) le dan una profunda dimensión humana que Elias redimensiona de manera magistral.

3.
Por cálida:

El trabajo de Javier Fesser es de una proximidad extrema a los personajes. El tono intimista de toda la historia nos presenta a un director que, sin renunciar a juzgar algunas actitudes, quiere ante todo comprenderlas. Por eso Camino no se disuelve en la frialdad del acercamiento periodístico a la entrañas del Opus Dei, y eso puede ganarle más de un enemigo entre los que esperaban una actitud más crítica. ¿Cobardía? El debate está servido, pero desde aquí pensamos que el director es coherente con lo que quiere explicar. Y lo que quiere explicar no es sólo la historia ni el modus operandi de ciertos pensamientos sectarios.

4.
Por su amplitud de propuestas:

Apoyada en un ajustado guión (con algún que otro desliz facilón, admitámoslo), la película abre y desarrolla con eficacia múltiples líneas temáticas que dan densidad al conjunto. Se habla aquí del amor, de quienes los sienten y de quienes lo manipulan (desde el Opus... a Walt Disney), pero también del inicio de la adolescencia. O, y esta es la parte más interesante, de la lucha de un marido por encontrar su sitio en un entramado ideológico-religioso que desprecia la figura paterna. Camino también es el duelo entre el padre y el Padre, un duelo cuyo desenlace aporta el único, pero muy significativo toque de crueldad a la trama.

5.
Por sorprendente:

Acostumbrados como estamos a producciones españolas de romo regusto televisivo, Fesser nos propone un banquete de cine, cine. Elegantemente realizada, Camino conduce su argumento con pulso firme durante casi dos horas y media. Además, integra sin problemas tres universos: el intimismo algodonosamente místico de la familia protagonista, el crudo realismo de la cruda realidad (esas escenas quirúrgicas casi gore) y los sueños-pesadilla kitsch del personaje principal. La habilidad de Fesser consiste en pasar de uno a otro sin que nada chirríe y mostrando los profundos vínculos que, en el fondo, los unen.

Bingbing Li en "El reino prohibido"

“LAS PROFECÍAS SON EL OPIO DE LOS MORTALES”

(Lo sospechábamos: Marx se equivocaba y, como bien dice el malísimo emperador del film, el pueblo ya no se engaña con la religión, sino con películas como ésta. Y es que volver a ver otra historia sobre la profecía de un elegido, su aprendizaje y su mesiánica liberación de los oprimidos comienza a provocar ya efectos narcotizantes. ¿Lo único positivo? Que como Jet Li i Jackie Chan tienen que lucirse, por lo menos las escenas de lucha se entienden y están bien planificadas).

lunes, 20 de octubre de 2008

Max Payne

El tráiler de Max Payne dura 90 segundos y en tan corto espacio de tiempo caben todas, insisto, todas las escenas más espectaculares del film. Si pensamos que la película dura 100 minutos, nos quedan bastantes fotogramas por rellenar, y es aquí (o sea, en prácticamente todo el producto) donde Max Payne se pasea por el ridículo más espantoso. Y lo que es aún peor: engañando a su propio público, que iba a la búsqueda del apocalipsis según la PlayStation y se encuentra con un thriller mondo y lirondo que pretende homenajear el cine negro sin conseguirlo. Más que nada porque para sus responsables, el cine negro se basa en lluvia persistente, callejones con cubos de basura y todo un muestrario de lámparas que, dada su continua tendencia al parpadeo defectuoso, solo pueden proceder de un outlet del Ikea.

Parece en cambio que para John Moore y sus guionistas, el cine negro no tiene nada que ver con armar un argumento mínimamente original a través del cual se muevan unos personajes con cierta entidad. Seamos sinceros: esto es en realidad como una película de Steven Seagal, con su esposa muerta, sus mafias rusas y su villano de risa, así que ni los que buscan una intriga de peso ni los que simplemente quieren marcha visual encontrarán nada de provecho en este subproducto disfrazado (mejor dicho, engañosamente vendido) de gran producción.

Para los espectadores que esperen algo argumentalmente interesante, Max Payne les tiene reservada una intriga que ya ha vendido todo el pescado en los primeros 45 minutos. Constatación que provoca no poca angustia en la platea: aún me queda la mitad ¡y ya no me interesa nada de lo que ha de pasar! Incluso en esa parte inicial del film, donde se supone que se nos explican las motivaciones del personaje y el intríngulis de la cuestión, la cinta se limita a encadenar flashbacks de Mark Wahlberg con cara de pánfilo mientras entra en la habitación de su bebé y su esposa muertos y sufre un shock emocional que, por decoro, nos calificaremos. Si a ello sumamos una subtrama sobre experimentos farmacéuticos que, eso sí, nadie parece estar interesado en esclarecer -pese a sus implicaciones políticas-, descubriremos la manera perversa cómo el Hollywood más conservador (este bodrio lo distribuye la muy carca Fox) retrata la corrupción institucionalizada: como un elemento de moda entre el gremio de guionistas, como puro ornamento argumental que consecuentemente se vacía de todo contenido crítico.

Y si se pertenece al grupo de espectadores que simplemente (lo cual ya no es poco) exigen acción trallera y bien rodada, la decepción no será menos mayúscula. Pocas veces verán escenas a cámara lenta tan a cámara lenta que da tiempo de ir a lavabo, comprarse palomitas, explorar la anatomía del acompañante y pegar un par de bostezos. El denominado bullet effect patentado por Matrix se ha convertido en una figura estilística bastante recurrente y manoseada, pero John, ya que la utilizas, por lo menos hazlo con un poco de gracia. Más que nada porque el ritmo y la trepidación, lejos de intensificarse, también se vienen con nosotros al lavabo. Y eso sin contar con el flaco favor que le haces a los malos: ver cómo fallan todos los tiros a velocidad normal tiene un pase, pero demostrar su falta absoluta de puntería a cámara lenta es ya recochineo. De este modo, los momentos de acción se mueven entre la sosería más soporífera y el surrealismo más irrisorio, como cuando aparecen de repente personajes con la única justificación de pegar un tiro y solucionarle así la papeleta a los guionistas, que en ningún momento son capaces de explicar la trama con un mínimo de lógica y credibilidad.

viernes, 17 de octubre de 2008

VickyCristinaBarcelona

En Todo lo que usted quería saber sobre el sexo, pero temía preguntar, uno de los primeros films de Woody Allen, el director se encarnaba en un bufón medieval. Casi cuarenta años después, nuestro hombre sigue erre que erre y se traslada ahora a la Corte de Barcelona para buscar el favor (y el sustento) de sus reyezuelos. En estas cuatro décadas de bufonadas, sin embargo, el artista ha aprendido muchas cosas de su oficio, y ahora es capaz de reírse a la cara de los nobles sin que le corten la cabeza. Porque esto es VickyCristinaBarcelona: una parodia del concepto "Barcelona" que han acabado pagando los mismos creadores de ese concepto. Sí, ahora todo el mundo critica a Allen, pero ¿cuántos creadores son capaces de morder la mano que los alimenta y quedarse tan panchos? Es más: ¿cuantos creadores son capaces de eso y, encima, recibir los parabienes de los mordidos?
Se critica habitualmente de VickyCristinaBarcelona que su visión de la ciudad es superficialmente turística, que para nada se impregna de su espíritu real. ¿Pero qué espíritu? Si Barcelona (o, cuanto menos, la Barcelona oficial) es exactamente como nos la muestra Allen: una postal comercial en la cual hasta las putas dan glamour al Raval. El cineasta, seguramente por pereza creativa, pero también con una perspicaz visión de lo que le rodea, no ha profundizado en el alma de la ciudad por dos motivos: 1) porque Mediapro y l'Ajuntament no le pagaban para eso, y 2) porque rápidamente percibió, en sus paseos y cócteles de bienvenida con Hereu, que hoy por hoy la Barcelona que se pregona al mundo aspira a ser, antes que ciudad, el parque temático del turista pijo, justamente la fauna que llena la trama del film.
Y aquí es donde está la jugada maestra de Allen. Siguiendo a sus jovencitas de turismo por Barcelona reincide en uno de los temas habituales de su obra: la superficialidad e inmadurez emocional de la burguesía yanqui. Pero a la vez, mueve a sus personajes por una ciudad que se ha puesto a la altura para acogerlos. O sea, una Barcelona caracterizada, a tenor de la voz en off, por los monumentos encantadores, las noches románticas y la gastronomía exquisita. Una Barcelona chic, vaya. Y ese adjetivo, viniendo de Allen, no es precisamente elogioso.
Así que pasaremos por alto el guitarreo flamenco (mil veces preferible, eso sí, a un concierto de tenora), la confusión cultural (convertir l'Hospital de Sant Pau en una escuela de idiomas) o el forzado juego idiomático. Allen no ha venido a Barcelona para entenderla, sino para retratarla. Y, con la superficialidad de su película lo hace perfectamente. ¡Cómo debió divertirse vengándose de toda esa cultureta autóctona que se le arrimó tan pronto puso un pie en el Prat! Vean, vean la escena en que aparecen Lloll Bertran y Joel Joan: interpretan a unos artista bohemios (¡ja!) y apenas aparecen tres segundos barridos por un movimiento de cámara panorámico (¡ja, ja!).
Por lo que respecta al aspecto estrictamente cinematográfico, VickyCristinaBarcelona acaba ahogada por su propia condición de broma, y pese a las esmeradas interpretaciones de Penélope, Bardem o Johansson, los pobrecitos nunca saben cuándo toca drama o cachondeo. Un error habitual en muchas de la películas de Allen, que siempre ha sido un patoso dirigiendo actores. Eso sí, con los años el cineasta tiene mejor gusto visual y, aquí ayudado por la fotografía de Javier Aguirresarobe, consigue una cinta elegante y por momentos chispeante. Una cinta que se consume sin problemas... siempre que uno no confunda las burbujas de la gaseosa con las del cava. Lo interesante, ahora que el film ya ha llegado a las pantallas, es comprobar cómo esta bomba de relojería sigue explosionando y salpicando de ridículo a quienes la armaron. Y es que ver el orgullo de instituciones y productores “nostrats” ante el éxito de público del film no hace más que certificar la pazguatería de nuestros poderosos, que hacen la vista gorda ante la irreverencia casi punk del gran Woody: vengo, ruedo, cobro y os dejo en ridículo con un film sobre vuestra ridícula ciudad. Pero al final, ¿qué importa?, dirán. La cosa da pasta, nos traerá supuestamente a turista de Palm Beach (más pasta) y algunos nos hemos podido hacer una foto junto a Woody Allen. Dinero y ego. Para eso se hizo VickyCristinaBarcelona, ¿no?

Javier Gutiérrez en "Santos"

“NO TE TRANSFORMES EN EL JAR JAR BINKS DE MI VIDA”

(Grandiosa frase la que le despacha El Niño Bola a un friqui de manual convertido en su sombra perpetua. Es, a la vez, el resumen de lo que, con su altibajos e irregularidades, pretende la interesante Santos: reflexionar desde dentro del friquismo sobre su propia estupidez congénita. Sí, aquí se reivindica el poder vitalizante del cómic, la imaginación y la cultura pop, pero se fustiga por momentos a tanto zumbado rendido al peterpanismo como filosofía de vida).

miércoles, 15 de octubre de 2008

El Doctor Maligno contra el cine digital

Seguimos buceando por los archivos y, en un nuevo ejercicio de arqueología periodística, recuperamos un artículo aparecido en el QuèFem? de agosto de 2001. En el texto, el doctor Maligno introducía una de sus fobias recurrentes: ese cine indie de pacotilla que disfraza su vacío con textura de vídeo y cámaras al hombro.

Consúltalo aquí.

lunes, 13 de octubre de 2008

Asesinato justo

Tenía que pasar: Robert De Niro y Al Pacino han sucumbido al “síndrome folclórica”. Tal patología podría describirse como “el desesperado, pero inoperante, intento de apuntarse a lo contemporáneo a costa, incluso, de sacrificar toda la credibilidad conseguida a lo largo de años y años de carrera”. Les pondré un ejemplo que lo dejará todo bien clarito: Lola Flores cantando, cuando ya sólo la fichaban en Antena 3 y similares, aquel rap vergonzoso llamado Ay, Alvariño. O piensen en cualquier otra estrella pretérita que, en un funesto día, se deja aconsejar por su mánager y decide contratar un arreglista para que le llene su nuevo disco de sintetizadores baratos y baterías chunda-chunda.

Pues al chunda-chunda se han apuntado De Niro y Pacino aceptando este horror titulado Asesinato justo. Un horror que, ya saben, se vende como el reencuentro de dos mitos de la interpretación intensa y que, al final, se queda únicamente en un “págame-que-yo-pondré-esa-cara-que-todo-el-mundo-espera-de-mí”. Porque la nueva película de Jon Avnet (tipo peligroso donde los haya) se basa única y exclusivamente en lo que sus dos protagonistas puedan hacer. Y, los pobres, por muy geniales que sean, poco pueden hacer con un guión tramposo en su estructura (ay, la manía de las sorpresitas inesperadas) y fútil en su intención de reflexionar sobre la camaradería o los difusos límites del bien y del mal.

Con Asesinato justo pasa lo que inevitablemente pasa con el producto nacido del “síndrome folclórica”: que la folclórica (aquí, sobre todo Pacino) acaba haciendo el ridículo más estrepitoso en su intento de abordaje de las mieles mainstream de los 40 Principales. En el caso de este thriller (?) sobre un asesino en serie y dos policías veteranos metidos en el meollo, resulta inevitable taparse los ojos ante algunos modelitos que me luce el pobre Al, todo cuero y esport, en plan octogenario ligón de discoteca de Las Vegas. ¿Y qué me dicen de Robert en chándal? Cuando ambos, además, se ven involucrados en una de las persecuciones más ridículas de la historia del cine, el director ha de rodarlo todo en planos cortos para evitar que nos demos de bruces con la realidad: la cascadilla pareja de polis ya no se mueve ni con taca-taca. Cosa que, naturalmente, resulta más que evidente dada la nula capacidad de Avnet para casar bien un plano con otro y dar un poco de dinamismo a una intriga sin intriga, con un duelo de actores sin duelo ni actores, y con un Pacino que, a diferencia del más o menos digno De Niro, nos debe una película buena. O a este paso, veremos cómo se apunta a Mira quién baila y acaba compitiendo con Ortega Cano. Con quien, por cierto, se emparenta a través de esas patillas garrulas y su deseo desesperado de ser guay del Paraguay. ¡Cosas de folclóricas!

domingo, 12 de octubre de 2008

Quemar después de leer


Cinco motivos para verla

1. Por modesta:
Todo es cuestión de gustos, pero aquí siempre hemos preferido a los Coen juguetones que a los trascendentes (léase esa supuración de ego intelectualoide llamada No es país para viejos). Y con Quemar después de leer, los hermanitos aparcan tanta pedantería para montar, just for fun, una farsa de espionaje, cuernos y ambiciones quirúrgico-estéticas.

2.
Por inteligente:

Por suerte, que los Coen se pongan chistosos no implica que se apunten al idiotismo tan de moda en la comedia actual. Su nueva película se basa en un elaborado guión que se acelera a medida que avanza; enlaza gags sin acumularlos, es decir, poniéndolos siempre al servicio del tono y del argumento; y propone desde el humor una mirada a la realidad. Hacen, en definitiva, una comedia, no un carrusel de tonterías.

3.
Por cruel:

En este retrato de una fauna de estúpidos cuyas acciones absurdas son capaces de poner en jaque a otros estúpidos (la CIA, vaya), se percibe ese tono de superioridad que los Coen no siempre han sabido administrar a lo largo de su carrera. Aquí, sin embargo, hay un amor por los personajes, todos ellos patéticos, todos ellos humanos, que en cierto modo redime a los hermanos cuando los someten a todo tipos de humillaciones y situaciones extremas. Incluso dramáticamente extremas.

4.
Por los actores:

Para que esta travesura fluya es fundamental la complicidad de los actores, capaces aquí de bucear en la parte más descerebrada de sus personajes. Y todo funciona porque, a diferencia de lo habitual, ni Clooney, ni Swinton, ni Malkovich, ni Pitt y ni McDormand juegan la carta fácil de la autoparodia. Al contrario, la complicidad del espectador no la buscan riéndose de sí mismos, sino riéndose con sus personajes.

5.
Por inquietante:

Curiosamente, la diversión de Quemar después de leer nace de sus contrastes. Una escena que comienza al estilo screwball puede acabar de la manera más salvaje y amarga. De hecho, toda la película es una negrísima broma sobre este mundo de interconexiones inesperadas que ni siquiera es capaz de ordenar un servicio de inteligencia (dejémoslo en servicio). Pone los pelos de punta pensar que quienes controlan nuestras vidas, en realidad van tan perdidos como nosotros.

jueves, 9 de octubre de 2008

Sangre de Mayo

Vaya cara se le debió quedar a la pobre Espe al ver lo que José Luis Garci había pergeñado con los dinerillos de su tele, o sea, Telemadrid. La aguerrida Aguirre quería hacer de 2008 el Año del Recuerdo Épico, la celebración inflada de patriotería que debía recordar a las nuevas generaciones cómo los españoles -personificados en fervorosos madrileños- lucharon unidos hace doscientos años contra el invasor francés. Y va Garci y le monta Sangre de Mayo, una folletín de aromas zarzueleros, épica de cartón piedra y, para colmo, impregnado de una esquinada reflexión sobre lo brutotes que somos los españoles solucionándolo todo. En definitiva, que de gran momento histórico, poco: nos viene a decir Garci que sí, expulsamos a los franceses, pero con ellos se fue también el pensamiento ilustrado. Y no es necesario que les recuerde cómo nos han ido las cosas desde entonces...

Pero tampoco seamos espléndidos. La reflexión socio-histórico-política de Garci es de un superficial que espanta y, ni de lejos, tiene el valor de defender su tesis con contundencia (como hacía Rohmer con la Revolución Francesa en La inglesa y el duque) o, cuanto menos, con la claridad crítica de la infravalorada Los fantasmas de Goya. Eso sí, comparte con el film de Milos Forman un olor a naftalina que tira para atrás. Porque Sangre de mayo es cine rancio, rancio, con decorados que parecen extraídos de la subasta del Un, dos, tres y con vergonzosas escenas de masas que, en realidad, más parecen tumultillos de fans en la Gran Vía con motivo de la visita promocional de los Jonas Brothers. Tanto presupuesto, y tan mal aprovechado...

Y es que el gran problema de Sangre de Mayo no es tanto que su visión histórica y/o didáctica sea más dispersa que un monólogo de Pocholo. El gran problema es que, como película, tarda casi dos horas en decidirse por ser algo: y ese algo no es un fresco histórico, aunque se dedique un buen rato a mostrarnos todo el diseño de interiores de la Corte Española para, en el fondo, no explicarnos nada de nada sobre las intrigas cortesanas; Sangre de Mayo no es ni tan siquiera un retrato del alma popular madrileña, por mucho uso y abuso de cierto costumbrismo cañí basado en acumular nombres y referencias enciclopédicas que, supongo, están puestas ahí para que Garci y su guionista Horacio Valcárcel nos vacilen con lo mucho que saben. No, resulta que después de hora y media de marear la perdiz y sacar a pasear todo el fondo de armario de la sastra Lourdes de Orduña, lo que realmente quiere ser Sangre de Mayo es... ¡una historia de amor entre los personajes de Quim Gutiérrez y Paula Echevarría! Pero ni así, oiga: entre que el estilo interpretativo en plan "ey, colegui" de Gutiérrez chirría en medio de tanto encorsetamiento academicista, y que la pobre Paula lo mejor que sabe hacer es ser la pareja de Bustamante, esta pasión de Mayo no la levanta ni todos los millones de Esperancita Aguirre. Eso sí, por si las moscas, Garci acaba su película con imágenes idílicas del Madrid actual, aunque visto lo visto, no me queda claro si se trata de rendir pleitesía a la política de la presidenta o de echarle un capote a su gran "amigo" Gallardón. ¡Ay, que traviesote eres, José Luis!

sábado, 4 de octubre de 2008

Los girasoles ciegos

Fíjense en el cartel de la película que nos ha de representar en los próximos Oscar. Si se acercan al póster sin ningún tipo de referencia, quizás podrían inferir que se trata de la segunda parte de Los Otros, dado ese aspecto fantasmal que tiene todo y, no menos importante, la cara de susto de los pobrecitos protagonistas. Pues bien, por una vez y sin que sirva de precedente, el cártel no engaña: la nueva película de José Luis Cuerda va de fantasmas, pues no de otra cosa puede calificarse a ese cuarteto de personajes (por llamarlos de algún modo) que se pasea levitando por todo el metraje. Y es que su falta de consistencia dramática, siempre bordeando la comicidad involuntaria, los emparenta con ectoplasmas de transparencia casi invisible.

Bueno, lo de la comicidad involuntaria en el fondo no lo tengo tan claro. Que parte del guión la firme el tristemente desaparecido Rafael Azcona me hace pensar que, en el fondo, lo que quería ser Los girasoles ciegos era una comedia negra sobre nuestra España negra, pero por el camino se cruzó el “poético” Cuerda, que como avispado productor que es, se dispuso a crear una obra adulta, en el peor de los sentidos. O sea, una de esas películas que se autocolocan la etiqueta de qualitée con la muy encomiable, pero para mí poco estimulante, intención de emocionar a las yayas.

Digámoslo ya: Los girasoles ciegos da risa. El pijama de Javier Cámara da risa. Ver cómo recita a Machado da risa. Y eso sin entrar en detalles como la subtrama de la pareja fugada a Portugal, protagonizada por dos lloricas bastante irritantes. Porque aquí no hay nada creíble; ni un ápice de vida, de carnaza, de pasión, de sentimientos verdaderos. Y es una lástima ver dilapidadas las posibilidades del original literario que, sí, en ese caso sí sabía combinar poesía con una reflexión a flor de piel sobre el significado de vivir con miedo.

En la peli, en cambio, el bueno de Cámara, un rojo que ha de esconderse durante la posguerra, se limita a entrar y salir del armario donde se refugia con más salero que el gay interpretado por el propio Cámara en su anterior Fuera de carta. El único miedo que intuimos en el personaje es cierta aversión al acicalamiento personal, porque el hombre va todo el día con pinta de ingresado en la Seguridad Social. Mientras, la que sí cambia de modelito es Maribel Verdú que, naturalmente, pone bastante calentorro a un diácono que da clases en el colegio de su hijo. En este despropósito, el aspirante a cura que en el libro vivía un descarnado conflicto religioso-erótico, aparece aquí como un púber babosillo al que se le va la olla y acaba emulando al Robert De Niro en la escena del espejo de Taxi Driver.

Nada funciona en una película que, plagada de escenas sin sentido, inconexas dentro del devenir narrativo, parece haber sido víctima de un proceso indiscriminado de poda durante las sesiones de montaje. O, simplemente, es que ninguno de los responsables de Los girasoles ciegos tuvo nunca claro qué quería hacer con esta historia, narrada de manera dispersa e insulsa, con esa poca valentía que caracteriza nuestros acercamientos cinematográficos a las heridas de la Guerra Civil. Porque quizás inicialmente Azcona quería helarnos la sonrisa, pero lo que finalmente consigue Cuerda es, como mucho, enfriarnos el corazón.