martes, 18 de agosto de 2009

Enemigos públicos

Existen películas que se cocinan a fuego lento delante de nuestros ojos. Lejos de ser películas que se presentan acabadas, etiquetadas y listas para el consumo, obras como Enemigos públicos proponen otro pacto gastronómico-cinéfilo con el espectador: junto a la historia, y convertida casi en "otra historia" tan o más importante, asistimos a la fabricación del film, somos testigos de un proceso de construcción que va amalgamando los sabores y las texturas, que nos invita a ir probando el plato mientras se cocina. Que nos hace, en definitiva, copartícipes de una experiencia que no olvidaremos al salir del cine, pues el sabor excelso que se nos queda en la boca al final lo es más precisamente porque hemos ido masticando lo que en principio parecía soso y sin sabor.

Porque, al principio, Enemigos públicos parece un film de gángsters como cualquier otro. Muy bien realizado, muy rigurosamente planificado, muy poco gratuito en sus elecciones estéticas (desde ese sonido embotado, onírico, marca de la casa, hasta la coherente utilización de las texturas hiperrealistas del vídeo de alta definición). Pero, aún con todo eso, que ya sería suficiente para degustar buen cine tal y como está la cosica hoy en día, tenemos la incómoda sensación de que Enemigos públicos arranca algo crudita, como faltada de hervor. Y Michael Mann no parece dispuesto a salpimentar el plato antes de que el condimento responda realmente a su propósito, a su visionaria idea de lo que ha de ser el plato y que, al final del la película, con el paladar sabiamente preparado, se hace magistralmente diáfana.

Por eso, la mitad del film se muestra tan distante, tan enigmática, tan arisca al espectador, que busca un asidero al que agarrarse y no lo encuentra. Mann rehuye taxativamente las descripciones psicologistas (sabemos los cómos, pero no los porqués de los personajes), el afán historicista o las servidumbres siempre tan agradecidas de las recreaciones retro, que apelen a nuestra memoria y sobre todo, a nuestra nostalgia cinematográfica.

Nada de eso hay en Enemigos públicos porque, a medida que el director muestra sus cartas (o más correctamente, va encajando las piezas de su puzle), queda cada vez más claro que con su nueva obra pretende romper la baraja, imponer nuevas reglas y explicar las cosas sin esclavizarse a la mítica del viejo cine clásico, la revisión histórica o el análisis del comportamiento outsider. Es como si Mann pusiera el reloj a cero y quisiese explicarnos el nacimiento de un mito (ese Dillinger atracador de bancos que trajo de cabeza al gobierno de los EUA en los años 30) sin tener por ello que recurrir a visiones, estilos, posicionamientos... tradiciones anteriores.

Desde luego, Enemigos públicos no es, ni lo pretende, una abstracción experimental. Tiene, como todo el cine de Mann, un ojo claramente puesto en la taquilla (ahí está Depp, espléndido administrando su 50% de actorazo y su 50% de estrella), pero uno tiene la sensación de estar viendo un cine cien por cien made in Hollywood... hecho como nunca se había hecho antes. Y no porque su planificación con la cámara al hombro o el vídeo en HD parezcan herencia de la era YouTube. Bien al contrario: esta apuesta por las nuevas tecnologías y un estilo semidocumental no son aquí un ejemplo de vana contemporaneidad, sino la búsqueda de un nuevo clasicismo, de un intento por poner orden al caos audiovisual que nos envuelve y nos invade. Como decía, Mann y su película proponen un esfuerzo continuo de construcción, quizás de una nueva modernidad que devuelva al cine lo que otros directores cobardes (Van Sant y toda esa camarilla de cineastas revolcándose gustosos en el cenagal de su propia desorientación) le han arrebatado: su capacidad de seguir investigando, de seguir luchando por explicarnos un mundo cada vez más difícil de explicar.

De este modo, como espectadores somos los receptores de la generosa oferta de Mann: nos propone hacer con él un camino laberíntico y disperso (la cinta funciona más bien a partir de grandes sets temáticos, que se suman en vez de fluir) y que nos ha de llevar a esa última media hora arrebatadora que, de manera retroactiva, da sentido a todo el trayecto recorrido. Un trayecto que es el de la construcción de una historia, en estos momentos en los que las historias no cotizan al alza. Un trayecto que es el de la construcción de un mito que Mann hereda ya mitificado y que, aquí, desactiva para mitificarlo de cero, a su manera. Enemigos públicos es, en definitiva, la película de todos estos procesos.

Y seguramente por ello, por ese componente de búsqueda, de viaje arduo que reside en el corazón de la cinta, encontramos en los ojos llorosos de Marion Cotillard el eco de otro plano final. El plano final de, claro está, otro film de modernidad en perpetua construcción. Porque en los ojos llorosos de Marion Cotillard resuenan en cierto modo las palabras de Martin LaSalle que cerraban el Pickpocket de Robert Bresson: "Qué extraño camino he tenido que recorrer para llegar a ti". Imposible encontrar una meta más clásica que siga, sin embargo, siendo más radicalmente nueva.

Taquilla española del 14 al 16 de agosto

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Fuente: www.boxoffice.es

viernes, 14 de agosto de 2009

Ed Helms en "Resacón en Las Vegas"

"ERES DEMASIADO ESTÚPIDO COMO PARA QUE TE INSULTE"





Apliquen esta misma máxima a la película.
(Por cierto, Ed Helms es el que lleva gafas en la foto).

martes, 11 de agosto de 2009

Nueva York para principiantes

El famoseo, la jet set, la clase alta o llámenlo como quieran (pero sin perderles el respeto, que ellos, aunque cueste creerlo, también son seres humanos) ha desarrollado una serie de estrategias evolutivas para, como toda especie preocupada por su supervivencia, hacer frente a estos tiempos tan aciagos. Aunque no puedan calificarse de medidas profundas (la profundidad es, por definición, imposible en el universo "osea, osea, qué fuerte"), sí son de una eficacia indiscutible. Lo cual no deja muy bien parada la inteligencia de ese vulgo que, en mayor o menor medida, se traga sin rechistar películas como Nueva York para principiantes y encima sale convencido de haber asistido a una incisiva crítica de la estupidez endémica que invade Hollywood. Cosa que, evidentemente, no es. ¿Y qué es pues Nueva York para principiantes? Pues sí, es una de esas estrategias que comentaba al inicio y que el pijerío ha desarrollado para seguir perpetuando el status quo que tanto ama.

La jugada consiste en afearse al máximo para evitar que cualquier mindundi sienta la tentación de querer ser como ellos y consiga, de este modo, quitarles el puesto. Porque esa es la paradoja de la existencia capitalista: su propia esencia, lo que permite que nazca, crezca y se reproduzca es algo tan poco elitista como la democracia, que nos hace hombres libres para poder trepar, pisotear y, en definitiva, triunfar a costa de otros. Sólo así pervive el capitalismo: fomentando el canibalismo entre sus hijos. De modo que si quieres seguir ahí arriba, procura que nadie desee realmente ocupar tu puesto.

Por eso, el glamour actual se ha reformulado para ser pues, no sé, más así, más de calle, más casual, más como tú y yo. O directamente para resultar odioso, como en esta peliculilla de gente superficial que permite dar rienda suelta a la mofa y el escarnio más evidentes. De ello se encarga el periodista protagonista, quien aparentemente pone en solfa la podredumbre del "universo-papel couché" cuando, en realidad, lo único que hace es taponar la entrada con sus invectivas "críticas" para, de este modo, ser el primero de la fila cuando abran la puerta al paraíso del lujo, la fama, el egocentrismo sin remordimientos y todo eso que debemos alejar de nuestras vidas para, según este tipo de cine, seguir siendo felices.

Uno creía que el chiringuito, de tan obvio y de tan simplón caería por su propio peso, pero leo las críticas (qué quieren que les diga, uno tiene estos arrebatos s/m) y a todos (salvo honrosas excepciones) parece haberles impactado el valor de los guionistas y del director a la hora de mostrarnos modelos idiotas, editores déspotas, agentes manipuladores y directores de cine snobs. ¡Fíjense qué fauna más novedosa! ¡Si son puros arquetipos, simplistas recursos tópicos que, de tan sobados, ya no utilizan ni los Morancos! Y aquí resulta que son lo más de lo más ácido y sarcástico.

Definitivamente, la estrategia les está saliendo a las mil maravillas: a la plebe nos venden que los jazucci pues, chica, que tampoco son para tanto, y a los medios de comunicación, vía los periodistas, les cuelan que son el putching ball contra el que golpear "intelectualmente". Y así, mientras los unos se resignan a comprar en el Dia y los otros creen que están ridiculizando el modus vivendi de los poderosos, la vida sigue igual (¡cuánto sabe de esto Julio Iglesias!).

Que los responsables del film tengan la desfachatez de invocar el recuerdo de La Dolce Vita responde, única y exclusivamente, a esta tendencia de cierto cine comercial a dotarse de supuesta legitimidad artística utilizando la cita, aunque no la referencia. Porque aquí sale la peli de Fellini para armar un par de escenas románticas, darle a todo un tono más chic y pare usted de contar. No hay en Nueva York para principiantes nada del asco ni de la bilis que supuraba el clásico felliniano, simplemente porque Simon Pegg mira con cinismo allí donde Fellini miraba con odio. Y por eso Nueva York para principiantes es otro gran triunfo del homo marbelliensis: gracias al cine (recuerden también El diablo viste de Prada), gracias a la tele (vean Dónde estás corazón, ejemplo de en lo que ha acabado el periodismo) y gracias a la maquinaria promocional (para entendernos: lo que sería esta critica cinematográfica fofa de hoy en día), los que confunden el candelero con el candelabro han conseguido que nos riamos cínicamente de ellos. Pero no que los odiemos.

Taquilla española del 7 al 9 de agosto

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Fuente: www.boxoffice.es

jueves, 6 de agosto de 2009

Dileep Rao en "Arrástrame al infierno"

"TE SORPRENDERÁS DE LO QUE ERES CAPAZ DE HACER."

(...para librarte del diablo, deberíamos añadir, pues esa es la frase completa que le dice un vidente a la protagonista de Arrástrame al infierno. La pobre es víctima de una maldición y, tras consultar numerosa bibliografía, el medium le propone medidas muy extremas para poderse zafar del mal fario. De todos modos, hemos acortado la frase porque así, más generalista, menos contextualizada, sirve a la perfección para resumir las pretensiones teóricas del nuevo film de terror de Sam Raimi.

Sí, han leído bien: hemos puesto "pretensiones teóricas" junto a "film de terror" y, ¡albricias!, no se han oído carcajadas de fondo. Lo que hasta hoy parecía imposible (inteligencia + cine de miedo desacomplejadamente palomitero) se hace realidad en esta gozosa serie B que bien podría formar parte de un especial de la mítica serie The Twilight Zone. ¿La recuerdan? Sus cuentos fantásticos tenían el poder de inquietarnos con cuatro duros, sobre todo porque confiaban en destilar el terror a partir de la trama, los ambientes y los personajes, y no a partir del cansino recurso del psicópata-acuchillador-a-ritmo-de-videoclipantes-flashes-audiovisuales.

Arrástrame al infierno, en resumen, juega en la liga del fantástico entendido como herramienta para reflexionar sobre nuestra naturaleza, y no como excusa para montarnos en un túnel de terror plagado de sustos baratos. Por eso, la película atrapa: te interesa lo que le ocurre a los personajes y, volviendo a la frase que encabeza el texto, te enfrenta a esa parte no demasiado agradable del ser humano, la que es capaz de hacer cosas que nunca hubiese imaginado. Cosas que, en el fondo, responden a ese egoísmo salvaje que nuestra sociedad actual ha convertido en "valor en alza". Así pues, que nuestra protagonista trabaje en un banco (o sea, en una sede de ladrones extorsionadores convertidos en "necesidad social") no es desde luego una idea argumental gratuita.

La película, por tanto, tiene mucho de cuento moral, y esa base es la que aporta solidez al resto. Un resto que no es moco de pavo: es un endiablado carrusel de tensión que, sin renunciar al golpe de efecto gore, entiende la casquería como clímax a un mal rollo previamente cocinado a fuego lento, y no como un fin en sí mismo. A ello debe sumarse un esquinado sentido del humor que ayuda a destensar el ambiente para que, eso sí, lleguemos fresquitos al próximo susto. ¡Qué diferencia con ese cine de terror acumulativo que confía, equivocadamente, más en la saturación que en la dosificación!

Finalmente, esos apuntes cómicos sirven para recordar a los aficionados lo mucho que Raimi le debe a los cartoon de Chuck Jones, cuya cruel manera de mostrar la crueldad con el otro (véase las "caricias" que se prodigan el coyote y el correcaminos) se aligeraba con un corrosivo, anárquico y catártico sentido del gag. Que es lo que, en resumen, podría definir este cruce entre Posesión infernal y Ola de crímenes, ola de risas. Un cruce sazonado con una afinada mirada al comportamiento humano que, incluso salpicado de humor, siempre tendrá un trasfondo realmente terrorífico.)

martes, 4 de agosto de 2009

Up

Lo de Pixar es imparable. Con Up vuelven a demostrar que llevan el cine en las venas. Que aún es posible devolver a la pantalla (y al espectador) la emoción primitiva, primigenia, que implica hacer algo tan mágico, tan surrealista, tan inexplicable como ver desfilar ante nuestros ojos a un puñado de vidas imaginadas, pero palpitando de manera muy real durante hora y media.

Maravillosa. Como ya se lo habrán dicho por activa y por pasiva, amigo lector, yo no me voy a extender más. Tan solo les recomiendo que vayan a ver Up (a ser posible sin niños) y que babeen un poco con su buen gusto, su elaboradísima sencillez y su capacidad de ir directa al corazoncito. Por mi parte, quiero aprovechar estas palabrillas para darle unas cuantas vueltas a otros aspectos, quizás colaterales, del film pero que, espero, sirvan para aportar algo más que la manida retahíla de frases hechas (ciertas, pero en el fondo un pelín sobadillas) que loan la genialidad de la cinta.

En primer lugar, quiero dejar claro que pese a su deslumbrante belleza, Up me parece inferior a su precedente Wall·E. Seguramente tiene algo que ver la ligera sensación de déjà vu que, por momentos, campa por las imágenes del nuevo producto Pixar. Vale, ellos han patentado (que no inventado) la fórmula y es justo que la exploten al máximo, pero hay en Up un cierto discurrir mecánico que chirría ligeramente. Me refiero a la muy astuta manera de plantear la narración: primero se presenta a los personajes hasta conseguir atrapar a la platea; a continuación se desarrolla una aventurilla que haga evolucionar los elementos apuntados en la primera parte y, finalmente, se llega a un clímax de indiscutible energía poética. En Wall·E, el esquema se hacía diáfano y avanzaba engrasadamente de una etapa a otra. En Up se hace evidente y, en la parte central, se encalla un poquillo.

Eso no es óbice para admitir que la primera media hora de la película es seguramente una muestra del mejor cine que hoy por hoy pueda crearse. La manera de utilizar las elipsis narrativas para explicar la vida del abuelete protagonista y, sobre todo, la magistral táctica para dotar de sentido emocional a los objetos (una foto, una figurita, un mueble...) demuestran que Pete Docter y compañía han visto mucho cine (CINE, no cine) y que, lo mejor de todo, han sabido extraer de ello las lecciones exactas para resucitar una manera de explicar que los lerdos son incapaces de reproducir (ver prácticamente cualquier estreno) y que los modernos más recalcitrantes (y estomagantes) creen haber superado (ver lo último de Gus Van Sant).

Ese clasicismo ancla Up a toda una tradición cinematográfica, pero sin esclavizar al producto, dejando que respire por él mismo hasta encontrar su propia personalidad, su propia manera de decir. Por momentos, sufrí una especie de cruce de cables y me venía a la memoria, cada vez que el protagonista salía al porche, al Eastwood de Gran Torino, pues ambas película beben en el fondo del mismo manantial de la eterna juventud creativa. Y el que suscribe, que como ya dije en alguna ocasión es un poco insaciable cuando se pone ante una pantalla, acabó soñando con un menage a trois que, junto a los dos yayos mencionados invitase a la cama redonda a otro venerable senior: Hayao Miyazaki. Porque lo de la casa flotante propulsada por globos de colores es, me juego lo que sea, herencia suya y producto del confeso amor que desde Pixar sienten por la obra del papá de Chihiro.

Quizás a causa de esta morbosa cópula imaginativa de genios acabé perdiendo el norte y no pude disfrutar del todo de la propuesta de Up. Pensar en lo que Miyazaki hubiese hecho con la historia me provocó más de un coitus interruptus, sobre todo al constatar que en Disney siempre están más por darle cancha al sentimentalismo que a la fantasía extrema, irracional, salvaje y primitiva típica del cineasta nipón. Sí, no les negaré que de vez en cuando me sentía un poco incómodo ante las que, para mí, son (puntuales) derivas facilonamente lacrimógenas que salpican el argumento de Up.

Qué quieren que les diga, lo de llevar la casa literalmente a cuestas, como una condena eterna que ata al protagonista a un pasado que se niega a superar, me resulta a veces una metáfora un poco cutrilla, por evidente. Pero hasta cuando se ponen un poco ñoños, los chicos de Pixar dan sopas con hondas a todos sus competidores en el campo de la animación (comparen, comparen con la tontada esa de Ice Age) y a buena parte del cine actual en general. ¿El truco? Su honestidad. Porque mientras nos relajan el lagrimal y nos estrangulan el nudo en la garanta, los responsables de la película parecen decirnos: "sí, a veces somos llorones y un poco cursis, incluso hasta políticamente correctos, pero no nos vamos escondiendo por las esquinas, no queremos engañar a nadie. No hacemos cine para comerte la cabeza con rancias apologías llenas de moralina barata. Hacemos cine para que te emociones". Y entonces, absolutamente desarmado, el espectador responde: "¡Pues lo conseguisteis!".

De nuevo.

Taquilla española del 31 de julio al 2 de agosto

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Fuente: www.boxoffice.es