miércoles, 29 de julio de 2009

Pagafantas

Felicitémonos. El cine español está de suerte gracias al borboteante oxígeno, al aire fresco que sopla desde los fotogramas de Pagafantas. Ya tenemos a la crítica mojando las butacas, y eso, qué quieren que les diga, pues da mucho gustito... sobre todo a Antena 3, que coproduce la cinta en cuestión y que lleva un año de love affaire con el cine español, gracias básicamente a la pasta que se está embolsando con Fuga de cerebros y otras perlas cómicas de este, como decía, "oxigenado" nuevo cine español.

Pues sí, qué placer poder respirar hondo y llenar nuestros pulmones con humor cafre y casposidad melancólica. De lo primero, por suerte, no abusa Pagafantas. De lo segundo, por desgracia, ofrece a porrillo hasta obturar la pantalla de rancio setentismo y ochentismo que, lejos en mi caso de provocar cierta complicidad emocional, me lleva a ese estado de vergüenza propia (y ajena) típico de cuando te ves en el súper 8 de vacaciones con tus padres. Sí, éramos más jóvenes, pero no mejores, aunque tenemos aquí una generación de cineastas que vive encallada en la época del radiocasete Lavis y que pretende convertir tal atmósfera estética en marca de fábrica, en reivindicación de nuestro frikismo congénito. Eso sí, les sirve más de excusa para el compadreo cómplice-nostálgico (Pagafantas y esa insoportable nueva moda de los anuncios casposo-idiotas) que para la reelaboración mínimamente inteligente, mínimamente creativa, mínimamente irónica de lo que nos hace ser como somos (Muchachada Nui, cuyo espíritu se invoca en vano en el film a través de la participación de Julián López y Ernesto Sevilla).

La verdad, no sé a qué viene esta obsesión por añorar aquellos viejos tiempos, sobre todo cuando aquellos viejos tiempos eran AQUELLOS viejos tiempos. Porque si me dices, no sé, que añoras a Billy Wilder (con quien algún crítico muy, muy osado ha conectado Pagafantas), pues, hala, te alabo el gusto y te invito a que vivas eternamente en el pasado (ese pasado que sigue siendo aún futuro. En algunos casos, tal y como está la comedia y el cine en general, es hasta ciencia-ficción). Pero no, esta historia del eterno buenazo que siempre acaba siendo solo el amigo de la chica a la que ama en secreto viene llenita de "experiencias de juventud" que, supuestamente, harán tilín en cualquiera que, naturalmente, haya vivido la misma época y comparta el mismo background que el protagonista.

Pagafantas no consigue en ningún momento que el ínclito interpretado por Gorka Otxoa traspase el status de arquetipo y sirva para decirnos cosas sobre el amor, el fracaso del amor o cualquier otro concepto que palpite humanidad y que, en ese caso, no necesitaría de chistes ni referencias generacionales para llegar hondo. Sea quien seas, hayas vivido lo que hayas vivido.

Incluso yo que por edad, por entorno cultural soy el target del film y podría empatizar con el protagonista, no consigo engancharme a sus desventuras. No porque mi vida sentimental sea mucho mejor que la suya, sino porque el personaje está tan desdibujado, tan desprovisto de complejidad emocional que sus patochadas de intencionalidad simpática acaban resultado tontadas merecedoras de "un buen sopapo, a ver si espabilas". Y si no tienes personaje principal al que agarrarte, tampoco puedes engancharte a ninguno de los secundarios, que son o puras niñitas gritonas de cerebro efervescente (la chica que tiene loquito a nuestro chico) o fracasados emocionales que, a excepción del personaje de Óscar Ladoire, más que tiernos, como se pretende, resultan patéticos. ¿O quizás era esa la pretensión del director, hacer una película plagada de sosos antipáticos? Pues le ha salido redonda. Y eso no es un elogio: hasta el personaje más cabrón de la filmografía de Wilder, ese director al que se parece invocar de vez en cuando desde la pantalla, tiene más chispa, más personalidad, que cualquiera de los que deambula por Pagafantas.

Tengo la sincera sospecha de que Pagafantas es un corto alargado. El director se vale para ello de diferentes sets cómicos de desigual fortuna, pero que en nada contribuyen a hacer avanzar la trama. Queda clara la procedencia televisiva del director, formado en formatos cómicos basados en sketches, pues su puesta de largo no pasa de ser, en el fondo, un ¡Vaya semanita! monotemático sobre los infortunios del amor. Hasta el mismo guión enfatiza esta idea episódica tirando de una serie de insertos que nos hablan de las tipologías de los enamoramientos utilizando un look y una narrativa digna de los documentales de Rodríguez de la Fuente (agggg! el pasado otra vez!). Como idea puede resultar hasta graciosa, pero olvida Borja Cobeaga que tiene a unos personajes que deben respirar y transformarse por sí solos y no como simples marionetas al servicio de su idea cómica... e ingeniosa (?). Y es por ello que ese final, supuestamente amargo, desencantado y personal (ahora va a resultar que el antihappy end es la mar de radical) pierde toda su eficacia pues no responde a la evolución lógica de los personajes y sus sentimientos (de hecho, aquí no hay evolución de ningún tipo) sino a la mecánica del escritor de piezas cómicas cortas, esas en las que el gag es producto de un concepto o una idea cómica. Lo que se dice un chiste, vaya. Y ya sabemos que lo peor que se puede hacer con un chiste es alargarlo y alargarlo, como ocurre en este caso.

Vale, Pagafantas no es aburrida (bueno, un poquillo sí) y tiene alguna que otra burrada para el recuerdo, pero carece de historia a la cual hincarle el diente. Y así, mientras da vueltas y vueltas entorno al mismo punto, la película parece buscar su redención apostando por lo simpaticote. Decisión que acaba por perderla porque, como todo buen pagafantas debería saber, cuando te dicen que la chica es muy simpática es porque, seguro, seguro, te quieren emplumar a la más fea.

martes, 28 de julio de 2009

Taquilla española del 24 al 26 de julio

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Fuente: www.boxoffice.es

domingo, 26 de julio de 2009

Paranoid Park

Aquí tenemos de nuevo al poeta de la nada. O, para ser más precisos, al poeta de la nadería porque, intentado capturar el vacío existencial de nuestros jóvenes (esto va de un skater, de su día a día, de sus papis al borde del divorcio y de un homicidio), el pobre Gus Van Sant acaba sucumbiendo también a ese vacío, que en su caso es esterilidad emotiva y, en el fondo, esterilidad creativa.

Paranoid Park no es nada, y de eso hace su bandera artística. Pues muy bien, esa es su elección creativa y, desde luego, no somos nadie para criticarla si se presenta mínimamente argumentada. Pero como espectadores cada cual tiene el derecho a exigir algo a cambio no ya de su dinero sino a cambio de su buena fe, de la aceptación del contrato comunicativo que se establece entre el artista y el lector de su obra. Y en este caso, como en Elephant, como en Last Days, el que suscribe no recibe el alimento suficiente como para saciar el hambre canina con que, por defecto, se coloco siempre ante la pantalla. Paranoid Park es una gominola, una nube de esas de azúcar cuya composición es aire en un 90 por ciento. Y que resulta dulce, y que resulta llamativa, pero que nada aporta a quien busca en el cine algo más que una pose, que un vano intento por ser cool, que un, si me apuran, forzado conceptualismo metacinematográfico que tantos orgasmos provoca en esa crítica in tan insaciable en su búsqueda de nuevos paradigmas y profetas de la imagen.

Porque, a lo sumo, lo que ofrece Paranoid Park es un vaciado de la experiencia cinematográfica que, de acuerdo, puede argumentarse teóricamente e incluso puede dar pie a complejas, esclarecedoras y productivas reflexiones sobre la frustración que provoca nuestra incapacidad actual a la hora de entender y ordenar la realidad que nos rodea a través del cine. Pero ese concepto, qué quieren que les diga, hace tiempo que los más viejos del lugar ya lo llevamos digiriendo. Y los más jóvenes, pues ya conviven con él de serie. Que a estas alturas, Van Sant necesite hora y media de tedio para hablarnos del tedio resulta, claro, tedioso y, aún peor, facilón y superficial. No pondré en duda las muchas ideas que el director desperdiga a lo largo de su película, pero hay varias cosas de su propuesta que -y admitámoslo, quizás sea un problema personal- me irritan seriamente hasta el punto de hacerme desconectar de la película.

Por un lado, tenemos ese alejamiento con respecto a lo que explica que, más que una renuncia a juzgar lo que retrata me parece pura y simple cobardía. Me parece simplemente la muestra patética de un artista que se da por vencido, que renuncia directamente a seguir buscando. Y a mí, esos artistas no me interesan. Y ahora voy a hacer lo que tanto teme hacer Van Sant (y toda esta generación de almas perdidas con los pantalones caídos y los calzoncillos al aire): tomar partido, sentar cátedra sin miedo a equivocarme, sin miedo a ese diálogo que películas como Paranoid Park, con su obsesiva e, insisto, cobarde cerrazón convierten en imposible. Sin miedo a ese diálogo que, en lo emocional y, por tanto en lo moral, tan conscientemente cercena Van Sant en sus películas. Así que aquí lo dejo dicho, para que me aplaudan o para que me piten: un artista intenta entender el signo de los tiempos, y la validez de su obra depende de cuántas pistas (acertadas o equivocadas) nos dé para entender lo que nos rodea. Gus Van Sant, en cambio, no puede reflexionar sobre ello porque, en el fondo, es producto de ese signo de los tiempos. Y -de nuevo entramos en lo personal- yo no voy al cine buscando cronistas. Busco visionarios.

Porque por mucho que nos venda la moto sobre su discurso complejo entorno a esa juventud fantasma que se limita a pasar por la vida como un espectro, deslizándose por el asfalto con sus monopatines, lo de Van Sant es puro onanismo audiovisual, puro gozo, complicidad y, aún pero, complacencia con lo que retrata. Pura fantasmada, vaya. Y aunque la cosa le sale bonita (gracias al director de fotografía Christopher Doyle), uno no puede evitar enfadarse ante cosas como la caprichosa decisión de fragmentar y desordenar el relato. ¿Para qué? ¿para transmitirnos el caos mental del protagonista? ¿para hablarnos de un mundo sin orden? ¡Ja! Lo hace simple y llanamente porque resulta muy fashion, pues creo lo suficientemente inteligente a Van Sant como para no caer en recursos expresivos tan baratillos.

De igual manera, esos paseos por los pasillos del instituto al son de bonitas melodías indies, esos desenfoques por los que mataría Isabel Coixet o esos virados fotográficos tan chachis aparecen y desaparecen por pura golosonería estética, sin otra función en la película que hacer babear a los coleccionistas de revistas de tendencias y/o de moda que siempre tienen niñitas esqueléticas con el rimmel corrido en la portada. Porque eso es en realidad Paranoid Park: un nuevo álbum de fotos muy street y de espíritu cool hunting que invita a hacer lo que yo hago con todas estas publicaciones gratuitas que me encuentro por las tiendas de discos: pasar las hojas rápidamente, dejarse deslumbrar quizás por alguna página y, acto seguido, amontonarlas con el resto del papel para reciclar. Qué quieren: seré muy poco moderno, pero ahora me ha dado por el ecologismo.